29 de julio de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (II). Susan Sontag

Para algunos críticos literarios, Artaud -a pesar de romper con el surrealismo por su negativa a adherirse al Partido Comunista Francés- fue el único en llevar hasta las últimas consecuencias cada uno de sus postulados teóricos. Para otros fue una figura desconcertante, víctima de recurrentes brotes psicóticos que tenía una lucidez omnisciente y dañina, que anhelaba una geometría sin espacio, que buscaba representar lo irrepresentable y se vanagloriaba de haber dado con una escritura para analfabetos. El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) decía en su “Histoire de la folie à l'âge classique” (Historia de la locura en la época clásica) que la locura de Artaud “se desliza entre los intersticios de su obra; ella está precisamente en la ‘falta de obra’, en la presencia repetida de esta ausencia, en su vacío central, sentido y medido en todas sus dimensiones, que no tienen final”. Ya en 1915, cuando tan sólo contaba con 19 años, el agravamiento de las virulentas crisis nerviosas que venía padeciendo desde su infancia forzó su internación en La Rougière, un centro de salud mental cercano a Marsella, primero de los numerosos hospitales psiquiátricos en los que pasaría mucho tiempo a lo largo de toda su vida: Saint-Dizier, Sainte-Anne, Lafoux-les-Bains, Ville-Evrad, Soutteville-les-Rouen, Divonne-les-Bains, Rodez -Aveyron, Chezal-Benoît y el postrero Ivry-sur-Seine.
En 1980, la escritora estadounidense Susan Sontag (1933- 2004) presentó “Under the sign of Saturn” (Bajo el signo de Saturno), una recopilación de ensayos previamente publicados en las revistas "The New York Review of Books” y “The New Yorker”. En “Approaching Artaud” (Una aproximación a Artaud), el ensayo más extenso del libro, habla sobre el arte y su relación con la locura. Dice allí que Artaud, en varios de los textos escritos en sus últimos dos años de vida, “repetidas veces se sitúa en compañía de los mentalmente superdotados que se han vuelto locos: Hölderlin, Nerval, Nietzsche y Van Gogh. Si se considera que el genio es, simplemente, una extensión e intensificación de lo individual, Artaud sugiere la existencia de una afinidad natural entre genio y locura en un sentido mucho más preciso del que le daban los románticos. Pero, aun denunciando a la sociedad que aprisiona a los locos y afirmando que la locura es el signo exterior de un profundo exilio espiritual, Artaud nunca sugiere que haya algo liberador en perder la razón”.


En 1925, en “Lettre aux médecins chefs des asiles de fous” (Carta a los médicos directores de asilos para locos), Artaud había dicho que “todos los actos individuales son antisociales”. La locura, sostiene la autora de “The volcano lover” (El amante del volcán), es la conclusión lógica del compromiso con la individualidad cuando tal compromiso se lleva lo suficientemente lejos. “A la edad de veinticinco años -cuenta Sontag- Artaud declara que su problema es el de nunca lograr poseer su espíritu cabalmente. Durante toda la década de los ‘20, se lamenta de que sus ideas lo abandonan, que es incapaz de descubrir sus ideas, que no puede alcanzar su espíritu, que ha perdido su comprensión de las palabras y olvidado las formas de pensamiento. Artaud no sufre de dudas sobre si su yo piensa, sino de una convicción de que no posee su propio pensamiento”.

UNA APROXIMACIÓN A ARTAUD 
(Fragmentos)

Leer toda la obra de Artaud es nada menos que una ordalía. Comprensiblemente, los lectores tratan de protegerse con versiones reducidas o aplicadas. Exige un vigor, una sensibilidad y un tacto especiales, leer apropiadamente a Artaud. No es cuestión de estar de acuerdo con él -esto sería superficial- o siquiera de “comprenderlo”, a él y a su pertinencia. ¿Con qué hay que asentir? ¿Cómo podría alguien asentir con las ideas de Artaud a menos que ya estuviera en el diabólico estado de sitio en que él se encontraba? Esas ideas fueron emitidas bajo la presión intolerable de su propia situación. Y la posición de Artaud no solo es insostenible; no es siquiera una “posición”.
El pensamiento de Artaud es, orgánicamente, parte de su singular conciencia, acosada, impotente, salvajemente inteligente. Artaud es uno de los grandes y audaces cartógrafos de la conciencia “in extremis”. Leerlo bien no requiere creer que la única verdad que puede ofrecer el arte es aquella que es singular y está garantizada por el sufrimiento extremo. Al arte que describe otros estados de conciencia -menos idiosincráticos, menos exaltados, quizá no menos profundos- procede pedirle que nos entregue verdades generales. Pero los casos excepcionales en el límite de la “escritura” -Sade es uno, Artaud es otro- exigen un enfoque distinto. Lo que Artaud ha dejado es una obra que se cancela a sí misma, pensamiento que anula al pensamiento anterior, recomendaciones que no se pueden seguir. ¿Dónde coloca esto al lector?
Incluso con un corpus de trabajo, aunque el carácter de los escritos de Artaud prohíba que sean tratados simplemente como “literatura”, y con un corpus de pensamiento, aunque el pensamiento de Artaud prohíba asentir con él, así como su personalidad, agresivamente autosacrificada, prohíbe la identificación, Artaud escandaliza y, a diferencia de los surrealistas, sigue escandalizando. Lejos de ser subversivo, el espíritu de los surrealistas es, en última instancia, constructivo y bien cabe dentro de la tradición humanista. Sus teatrales violaciones a las propiedades burguesas no fueron hechos peligrosos, verdaderamente antisociales. Compárese esto con el comportamiento de Artaud, que realmente fue intolerable socialmente. Dejar de lado su pensamiento como un artículo intelectual portátil es justamente lo que ese pensamiento prohíbe de manera explícita. Es un acontecimiento, no un objeto.
Algunos de sus escritos, particularmente los primeros textos surrealistas, adoptan una actitud más positiva hacia la locura. En “Seguridad general-La liquidación del opio”, por ejemplo, parece estar defendiendo la práctica de un descarrío deliberado de la mente y de los sentidos (como Rimbaud en una ocasión definió la vocación del poeta). Pero nunca deja de afirmar -en cartas a Rivière, al doctor Allendy y a George Soulié de Morant, durante los años ‘20 y ‘30, en las cartas escritas entre 1943 y 1945 desde Rodez, y en el ensayo sobre Van Gogh escrito en 1947 algunos meses después de salir de Rodez- que la locura es aislante y destructora. Acaso los locos conozcan de tal manera la verdad, que la sociedad se venga de estos videntes proscribiéndolos. Pero estar loco también es un dolor interminable, un estado que hay que trascender, y es este dolor el que Artaud expresa imponiéndolo a sus lectores.
Habiéndosele prohibido el asentimiento o la identificación o la apropiación o la imitación, el lector tan solo puede volver a la categoría de la inspiración. “La inspiración ciertamente existe”, como afirma Artaud en “El pesanervios”. Podemos ser inspirados por Artaud. Podemos ser desollados, cambiados por Artaud, pero no hay manera de aplicar el pensamiento de Artaud. Incluso en los dominios del teatro, donde la presencia de Artaud pudo ser vertida en un programa y una teoría, la labor de aquellos directores que más se han beneficiado con sus ideas muestra que no hay una manera de aprovechar a Artaud que le sea fiel. Ni siquiera el mismo Artaud encontró una manera; a todas luces, sus propias producciones teatrales estuvieron muy lejos del nivel de sus ideas. Y para todos aquellos sin conexión con el teatro -principalmente los de ideas anarquistas, para quienes Artaud ha sido de especial importancia- la experiencia de su obra sigue siendo profundamente privada. Para nosotros, Artaud es alguien que realizó un viaje espiritual: un chamán. Sería presuntuoso reducir la geografía del viaje de Artaud a lo que puede ser colonizado. Su autoridad se encuentra en las partes que no aportan al lector nada más que una intensa incomodidad de la imaginación.


Cerrar la brecha entre arte y vida destruye al arte y, al mismo tiempo, lo universaliza. En el manifiesto que Artaud escribió para el Teatro Alfred Jarry, que él mismo fundó en 1926, saluda “la mala fama que, sucesivamente, todas las formas del arte están adquiriendo”. Para Artaud, insultar al arte (como insultar al público) es un intento de impedir la corrupción del arte, la trivialización del sufrimiento. Su deleite puede ser una pose, pero sería inconsecuente para él lamentar ese estado de cosas. Una vez que la norma principal del arte consiste en su imbricación con la vida (es decir, con todo, incluso con las demás artes), la existencia de formas de arte separadas deja de ser defendible. Supone que un teatro liberado libera. Al desahogar pasiones extremas y pesadillas culturales, el teatro las exorciza.
Todo arte que exprese un descontento radical y tienda a quebrantar las complacencias del sentimiento se arriesga a ser desarmado, neutralizado, vaciado de su poder de perturbar al ser admirado, al ser (o parecer ser) demasiado bien comprendido, al volverse pertinente. La mayoría de los temas en un tiempo exóticos de la obra de Artaud se han vuelto en el último decenio sonoramente trillados: la sabiduría (o su falta) que se encuentra en las drogas, las religiones orientales, la magia, la vida de los indios norteamericanos, el lenguaje del cuerpo, el viaje a la locura, la revuelta contra la literatura y el prestigio beligerante de las artes no verbales, la apreciación de la esquizofrenia, el uso del arte como violencia contra el público, la necesidad de la obscenidad. Durante los años ‘20 Artaud tuvo todas las preferencias (salvo el entusiasmo por los cómics, la ciencia ficción y el marxismo) que habrían de destacarse en la contracultura norteamericana de los ‘60, y lo que estaba leyendo en aquella década (el “Libro tibetano de los muertos”, libros sobre misticismo, psiquiatría, antropología, tarot, astrología, yoga, acupuntura) es como una antología profética de la literatura que recientemente ha salido a la superficie como lectura popular entre los jóvenes de vanguardia. Pero la relevancia actual de Artaud puede ser tan engañosa como la oscuridad en que ha permanecido su obra hasta ahora.
Desconocido por todos hace diez años, a excepción de un pequeño círculo de admiradores, Artaud es hoy un clásico. Es un ejemplo de clásico por la fuerza, un autor a quien la cultura trata de asimilar pero que sigue siendo profundamente indigerible. Uno de los usos de la respetabilidad literaria de nuestra época -y parte importante de la compleja carrera del modernismo literario- consiste en hacer aceptable a un autor escandaloso, esencialmente prohibido, para convertirlo en un clásico gracias a las cosas interesantes que pueden decirse acerca de la obra que apenas tocan (quizá hasta ocultan) la naturaleza verdadera de la obra en sí, que puede ser, entre otras cosas, extremadamente aburrida o moralmente monstruosa o terriblemente dolorosa de leer. Ciertos autores se vuelven clásicos literarios o intelectuales porque no se les lee, ya que, en cierta manera intrínseca, son ilegibles. Sade, Artaud y Wilhelm Reich pertenecen a este grupo: autores que fueron encarcelados o encerrados en manicomios porque gritaban, porque estaban fuera de todo dominio; autores inmoderados, obsesionados, estridentes, que se repiten una y otra vez, que resulta provechoso citar y leer de ellos pequeños trozos, pero que abruman y agotan si se les lee en grandes cantidades.
Como Sade y Reich, Artaud es pertinente y comprensible, un monumento cultural, siempre que nos refiramos principalmente a sus ideas sin leer gran parte de su obra. Para quien quiera leer toda su obra, Artaud permanecerá fieramente fuera de su alcance, es una voz y una presencia no asimilables. La obra de Artaud se vuelve utilizable de acuerdo con nuestras necesidades, pero se desvanece detrás del uso que le damos. Cuando nos cansamos de usar a Artaud, podemos volver a sus escritos. “Inspiración por etapas”, dice. “No debemos dejar entrar demasiada literatura”.