21 de agosto de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (IV). Julio Cortázar

En 1920, Artaud viajó desde su Marsella natal a París, ciudad en la que estudió actuación en el Théâtre de l'Oeuvre para luego participar como actor y realizador en el Théâtre de l’Atelier. En 1923 conoció a los poetas André Breton (1896-1966) y Robert Desnos (1900-1945) y adhirió de inmediato a los principios del movimiento surrealista, aquel del que Albert Camus (1913-1960) -en “L’homme revolté” (El hombre rebelde)- dijera: “Ni una política, ni una religión, el surrealismo no es quizá sino una imposible sabiduría, pero es la prueba misma de que no hay sabiduría confortable”. Participó activamente en la revista “La Révolution Surréaliste” hasta su ruptura con Breton a comienzos de 1927, época en que fue expulsado del movimiento junto a Philippe Soupault (1897-1990) acusados de “desviacionismo literario”.
Años más tarde relataría las primeras impresiones que tuvo del grupo: “Nunca me sentí tan preciso, tan reunido, tan seguro inclusive más allá del escrúpulo, más allá de toda malignidad que pudiera venir de los otros o de mí, y así mismo tan perspicaz”. Sin embargo, el haber calificado al marxismo como “el último ejemplo de la barbarie occidental” y su postura sobre la liberación del inconsciente creador desde un punto de vista individual y sin compromisos políticos o colectivos lo llevó a chocar con la ortodoxia surrealista de Breton, Louis Aragon (1897-1982) y Paul Éluard (1895-1952), quienes confiaban en una alianza con el comunismo para socavar al gigante capitalista. En mayo de 1927 escribió “À la grande nuit ou le bluff surréaliste” (En plena noche o el bluff surrealista), documento en el que manifestó públicamente su desacuerdo con la línea político-ideológica asumida por la mayor parte de los surrealistas diciendo, entre otra cosas: “Uno se pregunta qué puede importarle al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las ideas de esta época… Los marxistas y los surrealistas son revolucionarios que no revolucionan nada… ¿Creen los surrealistas poder justificar su expectativa por el simple hecho de la conciencia que tienen?... No hablo de sus escritos, que son brillantes aunque vanos desde el punto de vista que ellos sostienen. Hablo de su actitud central, del ejemplo de toda su vida… Desprecio demasiado la vida para pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias pueda cambiar algo de mi detestable condición… ¿Qué me importa toda la Revolución del mundo si sé permanecer eternamente doloroso y miserable en el interior de mi propio osario? Que cada hombre no quiera considerar nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo, es para mí el punto de vista de la revolución integral. No hay mejor revolución que la que me beneficia a mí y a la gente como yo. Las fuerzas revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de desarticular el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la realidad…Ciertamente tendré mucha necesidad, pero al menos yo me reconozco inválido y sucio. Aspiro después a otra vida. Y bien pensado, prefiero estar en mi lugar y no en el suyo”.


A pesar de esta ruptura radical con los surrealistas, Breton declararía tiempo después que esos vaivenes de Artaud no restaban un ápice de calidad y lucidez a su espléndida producción literaria, a la que valoraba como un clamor procedente de las más hondas y ocultas “cavernas del ser”. También, tras su muerte, el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) resaltaría, justamente, los aspectos surrealistas de la obra de Artaud en un artículo publicado en 1948 en la revista “Cabalgata” bajo el título “Muerte de Antonin Artaud”. El autor de “Las armas secretas”, que por entonces acababa de recibirse de traductor público de inglés y francés y no había publicado aún ningún libro, venía colaborando con asiduidad en varias revistas literarias, entre ellas “Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo” (Mendoza), “Oeste” (Chivilcoy), “Correo Literario”, “Los Anales de Buenos Aires”, “Realidad” y “Sur”. Cortázar era un asiduo lector de obras surrealistas y había reflexionado sobre su poética en el ensayo “La teoría del túnel” (1947). En 1949, en un artículo publicado en la revista “Realidad”, afirmó: “El vasto experimento surrealista me parece la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentativa de un humanismo integrado. A su vez, la actitud surrealista (que tiende a la liquidación de géneros y especies) tiñe toda creación de carácter verbal y plástico, incorporándola a su movimiento de afirmación irracional”. Años después declararía que el surrealismo “fue mi camino de Damasco, me arrancó de la sensiblería post-romántica de la Argentina de los ‘30, me enseñó a atacar la palabra, a batallar amorosa y críticamente con ella, a fiarme de lo absurdo y a rechazar la sensatez sistemática, a creer en una esquizofrenia creadora”. Para algún sector de la crítica literaria es posible encontrar cierto paralelismo entre la visión que Cortázar tenía del surrealismo y su propia visión del mundo y de la literatura. E inclusive pueden rastrearse algunos procedimientos literarios surrealistas para acceder a la realidad como los mecanismos del sueño, la intuición, el azar, la casualidad, los juegos, etc. en, por ejemplo, los cuentos “La noche boca arriba”, “Casa tomada”, “Circe” y varios otros incluidos en “Historias de Cronopios y de Famas”, o en la novela “Rayuela”. No obstante, siempre se opuso a que se lo calificara como surrealista, como quedó claro en una entrevista de 1963: “En mi biblioteca encontrará los libros de Crevel, de Jacques Vaché, de Arthur Cravan, ¡pero no me caratule por eso como surrealista!”.

MUERTE DE ANTONIN ARTAUD

Con Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo estuvo por mitad del lado de los vivos mientras el resto, desde un lenguaje inalcanzable, invocaba y proponía una realidad atisbada en los insomnios de Rodez. Como sigue siendo natural entre nosotros, nos enteramos de esa muerte por veinticinco menguadas líneas de una «carta de Francia» que mensualmente envía el señor Juan Saavedra (a la revista Cabalgata); cierto que Artaud no es ni muy ni bien leído en ninguna parte, desde que su significación ya definitiva es la del surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad: un surrealismo no literario, anti y extraliterario; y que no se puede pedir a todo el mundo que revise sus ideas sobre la literatura, la función del escritor, etc.
Da asco, sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo sentido. Los mismos jefes desfallecen agotados, retornan con cabezas gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que poemas en volumen), al arcano 17, al manifiesto iterativo. Por eso habrá que repetirlo: la razón del surrealismo excede toda literatura, todo arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la mera prosecución, dialécticamente antitética, del viejo orden supuestamente progresivo.
A salvo de toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo hasta el fin en una continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es ese hombre para quien el surrealismo representa el estado y la conducta propios del animal humano. Por eso le era dado proclamarse surrealista con la misma esencialidad con que cualquiera se reconoce hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y primera, y no contaminación cultural al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que esto se advierta mejor; lo digo para los jóvenes supuestamente surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que dicen “esto es surrealista” como quien le muestra el ñú o el rinoceronte al niño, y que dibujan cosas surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas; es ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos tuertos premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el ahondamiento surrealista pone más el acento en el individuo que en sus productos, avisado ya de que todo producto tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea -como tan pocas veces- un vivir. Salto a la acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad como poética, y su vivencia legítima: así es que en último término no se ve que continúe existiendo diferencia esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la realidad) y un acaecer poético -cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer- (modos fácticos de la misma realidad).
“Si soy poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino para vivirlas”, afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri Parisot, escrita desde el asilo de alienados de Rodez. “Cuando recito un poema, no es para ser aplaudido sino para sentir los cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos, temblar y virar al unísono con el mío, virar como se vira de la obtusa contemplación del buda sentado, muslos instalados y sexo gratuito, al alma, es decir a la materialización corporal y real de un ser integral de poesía. Quiero que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida salga de los libros, de las revistas, de los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican para captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos...”.


Quién podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida surrealista más ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios incontables, dueño de un falaz bastón mágico con el que intentó un día sublevar a los irlandeses de Dublín, tajeando el aire de París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus exorcismos, viajero fabuloso al país de los Tarahumaras, este hombre pagó temprano el precio del que marcha adelante. No quiero decir que fuese un perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del precursor, etc. Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma del gran salto; creo que esas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura -sí, profesores, calma: estaba loco- es un testimonio de la lucha entre el homo sapiens milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que balbucea más adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar hasta la fusión total. Artaud fue su propia amarga batalla, su carnicería de medio siglo; su ir y venir del “Yo soy diferente” que Rimbaud, profeta mayor y no en el sentido que pretendía el siniestro Claudel, vociferó en su día vertiginoso.
Ahora él ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire húmedo sin luz. Las horribles cartas escritas desde el asilo de Rodez a Henri Parisot son un testamento que algunos no olvidaremos. Traduje la primera de ellas, la única que tal vez no ocasione la moralizadora clausura de estas páginas.

6 de agosto de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (III). Peter Brook

A su llegada a París, Artaud conoció al director teatral Aurélien Lugné-Poe (1869-1940) quien por entonces dirigía el Théâtre de l'Oeuvre, lugar donde tuvo sus primeras experiencias como actor, una “tentativa mística”, un “juego cruel de salvación o perdición” según sus propias palabras. Poco más tarde conoció al actor Charles Dullin (1885-1949) quien acababa de fundar el Théâtre de l’Atelier. Allí, sus actuaciones repletas de improvisaciones “extravagantes” produjeron su pronta desvinculación y su pase al Théâtre Pitoëff creado y dirigido por el director y escenógrafo George Pitoëff (1884-1939), donde disfrutaría de mayor libertad aunque sus apariciones sobre escena poco a poco fueron distanciándose. Fue así que, en 1924, Artaud decidió abandonar su carrera como actor teatral y, un par de años más tarde, fundó junto a Robert Aron (1898-1975) y Roger Vitrac (1899-1952) el Théâtre Alfred Jarry, al cual los espectadores deberán concurrir “con el mismo estado de espíritu con que se va al cirujano o al dentista”. La experiencia duró hasta 1929, período en el cual sólo pudo montar cuatro espectáculos.
Simultáneamente había trabajado también como actor cinematográfico en varios filmes mudos dirigido por directores prestigiosos como Georg W. Pabst (1885-1967), Carl Dreyer (1889-1968), Abel Gance (1889-1981) y Fritz Lang (1890-1976) entre otros. Mientras tanto escribió dos guiones cinematográficos: “La coquille et le clergyman” (La concha y el reverendo) y “La révolte du Boucher” (La revuelta del carnicero) y una serie de artículos que fueron reunidos en “A propos du cinema” (Sobre el cine). El advenimiento del cine sonoro lo llevó a desinteresarse progresivamente por el celuloide y a volcarse cada vez más al arte teatral, ahora como teórico de lo que las corrientes vanguardistas de la época llamaban “teatro total”. En “Le théâtre et son doublé” (El teatro y su doble), publicado en 1938, diría Artaud: “No se trata de suprimir la palabra en el teatro sino de modificar su posición y, sobre todo, reducir su ámbito. Que no sea sólo un medio de llevar los caracteres humanos a sus objetivos exteriores, ya que al teatro sólo le importa cómo se oponen los sentimientos a las pasiones y el hombre al hombre en la vida. Se debe emplear la palabra de un modo concreto, combinándola con todo lo que hay en el teatro de espacio y de significativo, y huir de la obsesión por la palabra clara que lo exprese todo… Utilizar la palabra como una fuerza activa que nace de la destrucción de las apariencias; hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado; devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico”.
En el teatro, según la concepción de Artaud, debería dejarse de lado la excesiva importancia de la palabra y el lenguaje verbal para dar paso a un teatro en el que predominara el gesto, la imagen y el pensamiento, mucho más capaces, en su opinión, de despertar los sentimientos y las reacciones del espectador. “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”, afirmaba Artaud. La inspiración para estas teorías la encontró muy lejos de los cánones del teatro occidental. Fue del teatro oriental del que extrajo sus ideas más potentes para pensar un teatro cuyo elemento central no fuera el texto. Artaud se había sentido maravillado con la actuación en París de una compañía teatral balinesa, lo que lo llevó a escribir: “En un espectáculo como el teatro balinés hay algo que no tiene ninguna relación con el entretenimiento, esa ideas de una diversión artificial e inútil, de pasatiempo nocturno que caracteriza a nuestro teatro. Las obras balinesas se forman en el centro mismo de la materia, en el centro de la vida, en el centro de la realidad. Hay en ellas algo de la cualidad ceremonial de un rito religioso, pues extirpan del espíritu del espectador toda idea de simulación, de imitación irrisoria de la realidad. Este espectáculo nos ofrece un maravilloso complejo de imágenes escénicas puras, para cuya comprensión parece haberse inventado un lenguaje nuevo: los actores, con sus vestimentas, son como verdaderos jeroglíficos vivientes y móviles. Y en esos jeroglíficos tridimensionales se ha bordado a su vez un cierto número de gestos; signos misteriosos que corresponden a no se sabe qué realidad fabulosa y oscura que nosotros, gente occidental, hemos reprimido definitivamente”. A esa fascinación de Artaud por lo teatral sagrado se debe el nacimiento del “teatro de la crueldad”, una técnica que, según su pensamiento, le permitiría al europeo sensitivo regresar al origen sacro y ritual del teatro.


En uno de los ensayos incluidos en “El teatro y su doble”, explicó Artaud: “Empleo la palabra crueldad en el sentido de apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor de ineluctable necesidad, fuera del cual no puede continuar la vida. El bien es deseado, es el resultado de un acto; el mal es permanente. Cuando el dios escondido crea, obedece a la necesidad cruel de la creación, que el mismo se ha impuesto; y no puede dejar de crear, o sea de admitir en el centro del torbellino voluntario del bien un núcleo de mal cada vez más reducido y cada vez más consumido. Y el teatro, como creación continua, acción mágica total, obedece a esta necesidad. Una pieza donde no interviniera esa voluntad, ese apetito de vida ciego y capaz de pasar por encima de todo, visible en gestos, en los actos y en el aspecto trascendente de la acción, sería una pieza inútil y malograda”.
Algo más de dos décadas más tarde, en 1965, el británico Peter Brook (1925), uno de los directores más influyentes del teatro contemporáneo, se sumergía de lleno en un teatro de vanguardia experimental al que llamó, justamente, Teatro de la Crueldad. No pretendía tanto imitar el espíritu místico de Artaud en la década del ‘30 sino, esencialmente, explorar senderos de la actuación y de la puesta en escena que persiguiesen “la intensidad, la densidad y la inmediatez de la expresión”, tal como afirmaría en su ensayo “The empty space” (El espacio vacío). Como Artaud, Brook quería que aflorase en el teatro una fuerza sagrada, una forma de “hacer visible lo invisible”, y para su exploración del teatro sagrado también se basó en “Du spirituel dans l’art” (Sobre lo espiritual en el arte), la obra del pintor y teórico del arte ruso Vasili Kandinski (1866-1944), quien afirmaba que “el arte busca que lo más recóndito se haga visible, tangible”. Así, para lograr que el teatro pudiese expresar esa sacralidad invisible era necesario recurrir al rito, a la ceremonia mágica, al salto de lo profano a lo sagrado. Aquella visión estética que Artaud expresó en “La conquête du Méxique” (La conquista de México), un proyecto de puesta en escena de nunca pudo concretar, Brook lo lograría en los años ’70 con “The conference of the birds” (La conferencia de los pájaros), obra imbuida de un aura ritual en la utilizó máscaras balinesas.

EL ESPACIO VACÍO
(Fragmentos)

Un profeta levantó su voz en el desierto. En abierta oposición a la esterilidad del teatro francés anterior a la guerra, un genio iluminado, Antonin Artaud, escribió varios folletos en los cuales describía con imaginación e intuición otro teatro sagrado cuyo núcleo central se expresa mediante las formas que le son más próximas, un teatro que actúa como epidemia, por intoxicación, por infección, por analogía, por magia, un teatro donde la obra, la propia representación, se halla en el lugar del texto.
Artaud consideraba que el teatro de su época se había reducido a una copia inerte, vana y edulcorada de la realidad cotidiana, y aspira acercarse a otra realidad “peligrosa y arquetípica” sobrecargada de espiritualidad, sostiene que el teatro “sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos… las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera”. Para Artaud el teatro impulsa a los hombres a que se vean tal y como son, hace caer las máscaras, descubre y confronta la mentira o manipulación de lo cotidiano.
En las obras naturalistas el dramaturgo crea el diálogo de tal manera que, aun pareciendo natural, muestra lo que quiere que se vea. Al emplear un lenguaje ilógico, mediante la introducción de lo ridículo en el discurso y de lo fantástico en la conducta, un autor del teatro del absurdo se adentra en otro vocabulario. Por ejemplo, llega un tigre a la habitación y la pareja no se da cuenta: la mujer habla, el marido contesta quitándose los pantalones y un nuevo par entra flotando por la ventana. El teatro del absurdo no buscaba lo irreal por buscarlo. Empleaba lo irreal para hacer ciertas exploraciones, ya que observaba la falta de verdad en nuestros intercambios cotidianos, y la presencia de verdad en lo que parecía traído por los pelos.
Si bien ha habido algunas obras notables surgidas de esta manera de ver el mundo, en cuanto a escuela, el absurdo ha llegado a un callejón sin salida. Lo mismo que en tanta estructura novelística, lo mismo que en tanta música concreta, por ejemplo, el elemento de sorpresa se atenúa y tenemos que afrontar el hecho de que el campo que abarca es a veces pequeñísimo. La fantasía inventada por la mente corre el riesgo de ser de poca monta, la extravagancia y el surrealismo de tanta parte del absurdo no hubiera satisfecho a Artaud más que la estrechez de la obra psicológica. Artaud nunca logró su propio teatro; quizá la fuerza de su visión es como la zanahoria delante de la nariz, que nunca se puede alcanzar. Cierto es que siempre habló de una completa forma de vida, de un teatro en el cual la actividad del actor y la del espectador son llevadas por la misma desesperada necesidad.


Lo que quería en su búsqueda de lo sagrado era absoluto: deseaba un teatro que fuera un lugar sagrado, quería que ese teatro estuviera servido por un grupo de actores y directores devotos, que crearan de manera espontánea y sincera una inacabable sucesión de violentas imágenes escénicas, provocando tan poderosas e inmediatas explosiones de humanidad que a nadie le quedaran deseos de volver de nuevo a un teatro de anécdota y charla. Quería que el teatro contuviera todo lo que normalmente se reserva al delito y a la guerra. Deseaba un público que dejara caer todas sus defensas, que se dejara perforar, sacudir, sobrecoger, violar, para que al mismo tiempo pudiera colmarse de una poderosa y nueva carga. Esto parece formidable; origina, sin embargo, una duda. ¿Hasta qué punto hace pasivo al espectador? Artaud mantenía que sólo en el teatro podíamos liberarnos de las reconocibles formas en que vivimos nuestras vidas cotidianas. Eso hacía del teatro un lugar sagrado donde se podía encontrar una mayor realidad. Quienes ven con sospecha la obra artaudiana se preguntan hasta qué punto es omnímoda esta verdad y, en segundo lugar, qué valor tiene la experiencia.
Un tótem, un grito de las entrañas, pueden derribar los muros de prejuicio de cualquier hombre, un alarido puede sin duda alguna llegar hasta las vísceras. Pero, ¿es creativa, terapéutica, esta revelación, este contacto con nuestras represiones? ¿Es verdaderamente sagrada o bien Artaud en su pasión nos arrastra a un mundo inferior, al margen del esfuerzo, de la luz, a D.H. Lawrence, a Wagner? ¿No hay incluso un olor a fascismo en el culto de la sinrazón? ¿No es anti inteligente un culto de lo invisible? ¿No es una negación de la mente?