27 de junio de 2016

Abelardo Castillo: "El verdadero acto literario se consuma en dos movimientos: la escritura y la lectura. Cuando se conjugan, empieza el hecho estético y el sentido de la literatura" (2)

Los diarios siempre han sido un misterio. ¿Qué lleva a una persona a dejar por escrito pequeñas señales de su vida cotidiana? La pregunta fundamental es para quién se escribe. Posiblemente la respuesta más sencilla sea “para uno mismo”. Sin embargo, muchos de esos diarios se convierten en libros. Se asiste entonces a una escritura que, teóricamente, fue pensada para la intimidad pero luego alcanzó estado público. La voz privada en medio de la comunidad, diciendo cosas como si las contara en confidencia. Quizás ese es el elemento que vuelve tan atractivo un diario personal: la reconstrucción de un escenario íntimo al que se le permite ingresar al lector. Suele adjudicarse a los diarios un valor de verdad, no obstante será el propio Abelardo Castillo quien ponga en cuestión esa costumbre cuando señala, en su propio diario, que la “verdad” no es algo que pueda encontrarse allí. “Los diarios íntimos son una farsa”, dice. “No hay memoria sincera”. Ante la aparición de sus “Diarios. 1954-1991”, el propio Castillo subraya la distinción entre los diarios y las memorias. En el diario, uno escribe lo que pasa en el momento, aunque lo haga después de un lapso relativamente breve, y lo hace para sí mismo, sin pensar demasiado en la publicación. Se trata de anotaciones en las que, a menudo, falta la continuidad del relato. A diferencia de las memorias, los diarios no están escritos en lo alto de una cima desde donde se contempla el pasado. En ellos, lo que se anota está visto desde la llanura de la actualidad. Hay grandes omisiones. También las hay en las memorias, pero éstas son deliberadas y responden a un plan literario y vital. Sobre algunos aspectos de esta obra habla el escritor argentino en la siguiente entrevista con Eugenia Almeida, la que fuera publicada en el diario “La Voz” el 31 de julio de 2014.


Publicar un diario es un modo de traer el pasado al presente. ¿Qué efecto ha tenido la publicación de estos diarios en su vida personal?

Ningún efecto, salvo el haberme engripado dos veces y una ligera desolación, como siempre que publico un libro. Ante un diario, la sensación de que el pasado irrumpe en el presente pertenece al lector, no al autor. Un diario, al ser escrito día a día, o con intervalos relativamente breves entre una entrada y la siguiente, sucede, para su autor, en una especie de presente perpetuo. A diferencia del lector, yo no he leído por primera vez, ahora, al ser publicadas, las palabras que escribí en 1959 o en 1980… ¿Cómo explicarlo bien? Me pasa exactamente lo mismo que con cualquier obra literaria: si se representa “El otro Judas”, que escribí hacia los veintidós años y seguramente empecé a imaginar mucho antes, yo no pienso en cómo era el muchacho que escribió esa pieza; la veo, sencillamente como obra mía. No puedo dejar de verla en presente. El “Yo”, lo que nos establece como personas ahora y aquí, es siempre una continuidad indisoluble. El muchacho que anota sus reflexiones sobre el amor y la muerte en los años ’50 y el escritor que ahora habla sobre eso, no son dos personas distintas, son la misma: son yo.

En sus "Diarios" se menciona a Maryna, un “personaje imaginario” a quien usted le escribió cartas durante 1953 y 1954. ¿Por qué empezó a escribirle? ¿Por qué dejo de hacerlo?

Maryna era, en efecto, un personaje imaginario, hecho, como todos los personajes imaginarios, de una o más personas reales. Empecé a escribir esas cartas por las mismas íntimas razones por que empecé a escribir los cuadernos: por necesidad de aclarar, en mí mismo, mis ideas acerca del amor, de Dios, de la libertad, de la literatura. En realidad, no dejé de escribirlas; sencillamente las perdí. O las guardé tan bien que en los últimos 60 años no volví a encontrarlas. Eran, o son, mis primeros intentos de hacer ficción con mi pensamiento o de poner mi pensamiento en una ficción. Si las encontrara algún día, seguramente encontraría allí el fundamento de todo lo que escribí hasta hoy.

En un momento, refiriéndose al diario, usted dice “estoy perdiendo la costumbre de escribir hacia adentro”. ¿Escribir ficción es escribir hacia afuera?

Escribir ficciones es escribir buscando la libertad del lector. El verdadero acto literario se consuma en dos movimientos: la escritura y la lectura. La escritura es un acto de libertad que va hacia el lector, quien juzga ese texto desde su propia libertad; en ese momento empieza el hecho estético y el sentido de la literatura. No sé si esto contesta la pregunta.

En los “Diarios” habla de su pasión por el ajedrez. ¿Encuentra alguna relación entre ese juego y la escritura?

Ninguna. Tengo, eso sí, una teoría algo arbitraria acerca de que la estructura de un buen cuento y la de una partida de ajedrez son análogas. La apertura, el medio juego y el final son los tres momentos de una partida, y esto puede ser la metáfora del inicio, el desarrollo y la resolución de un cuento. Lo mismo podría aplicarse a la forma sonata en música, a la obra de teatro en tres actos e, incluso, a la arquitectura de la tragedia formulada por Aristóteles. Lo más interesante de todo esto es que no sirve para nada.

En muchos tramos se muestra la escritura como un trabajo de la voluntad, del esfuerzo; un trabajo minucioso, incluso interminable. ¿Qué lugar ocupa la inspiración en su obra?

No creo en la inspiración. Edgar Poe ya explicó para siempre el malentendido que encierra esa palabra. La inspiración fue un invento de los poetas románticos del siglo XIX, y muchas veces es sólo una coartada: un modo de no aceptar los absurdos, los titubeos, las casi vergonzosas indecisiones que preceden a la construcción de una obra de arte. Existe, por supuesto, eso que Thomas Mann llamaba la idea súbita; existe, si queremos, algo así como aquel repentino furor sagrado lindante con la locura de que hablaban los griegos, pero nadie puede creer en serio que una novela de quinientas páginas o una obra en cinco actos son el producto incesante de esa iluminación momentánea. La literatura sigue siendo, para mí, un trabajo de la voluntad, del esfuerzo. Un trabajo minucioso e, incluso, interminable.

En su cumpleaños treinta usted escribe “ni mi obra ni mi vida concuerdan con el Abelardo Castillo ideal que a veces vislumbraba”. ¿Eso ha cambiado?

No ha cambiado en absoluto, de lo contrario tendría que decir la tontería de que “me siento realizado”. Y la condición de lo humano, para mí, es precisamente la irrealización, lo inconcluso. El hombre es, felizmente, el único animal inconcluso; sólo lo concluye la muerte.

Existen muchas referencias a Córdoba (algunos viajes, algunas relaciones, las primeras páginas de “Crónica de un iniciado”). ¿Cuál es su relación con Córdoba?

No sólo las primeras páginas, toda la novela “Crónica de un iniciado”, así como “El Evangelio según Van Hutten”, transcurre en Córdoba. Mi relación con Córdoba debo buscarla en la infancia; solía ir en los veranos a la ciudad o a las Sierras con esa tía que aparece en los “Diarios”, que fue mi madre sustituta. Mientras escribía “Crónica de un iniciado” volví muchas veces a Córdoba. Todavía hoy puedo recorrer mentalmente la ciudad tal como era hasta los años ’60. El derruido balcón del Obispo Mercadillo, el Colegio Jesús María, la vieja terminal de ómnibus, el amarillo y algo siniestro departamento de policía frente a la Plaza Mayor, los tranvías recorriendo a dos manos la calle Vélez Sársfield, la “casa del marqués”… Córdoba y Buenos Aires son mis dos ciudades; San Pedro, el pueblo que elegí como natal.

Usted estuvo en la ciudad durante el Cordobazo. ¿Qué efecto tuvo en usted ser testigo de lo que pasó?

Esta pregunta ya está contestada en el diario, con fecha 30 y 31 de mayo de 1969. Hay ahí varias páginas donde digo qué fue y qué significó para mí el Cordobazo. Pero, si realmente les interesa, históricamente, el tema, no deberían preguntarme a mí, sino a cualquier cordobés que haya sido estudiante u obrero durante esos días. O a cualquiera de aquellos hombres y mujeres que, sin serlo, arrojaban muebles desde las ventanas y los balcones de sus casas, para que los chicos hicieran barricadas.

En 1990 usted anotó que “no hay una sola de las ideas políticas, morales, religiosas, que parecían verdades en el ’60, o aún en el ’70, que hoy tenga la menor validez”. ¿Alguna de esas ideas ha vuelto a ser válida en los veinticuatro años que pasaron desde que escribió eso?

Pienso exactamente lo mismo que en 1990. Lo que no significa que no se puedan imaginar nuevas teorías emancipadoras, nuevos proyectos religiosos, nuevas utopías sociales. Y aún más: es moralmente necesario que lo hagamos. Cada época debe volver a darse sus nuevos valores.

26 de junio de 2016

Abelardo Castillo: "El verdadero acto literario se consuma en dos movimientos: la escritura y la lectura. Cuando se conjugan, empieza el hecho estético y el sentido de la literatura" (1)

Abelardo Castillo (1935) es uno de los escritores argentinos más importantes que abordó todos los géneros: poesía, ensayo, cuento, novela y ahora los diarios. Entre sus obras más importantes se destacan “El otro Judas”, “Israfel”, “Cuentos crueles”, “El que tiene sed”, “Las palabras y los días”, “Crónica de un iniciado”, “Ser escritor” y “El evangelio según Van Hutten”. También creó y dirigió las míticas revistas literarias “El Grillo de Papel”, “El Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco”. Pertenece a una generación en la que el compromiso político y el literario estaban muy unidos. Como todo joven de inclinaciones progresistas, leyó a Karl Marx (1818-1883), a Friedrich Engels (1820-1895) y a Vladimir Lenin (1870-1924). Fue y es socialista, nunca fue peronista, siempre mantuvo una actitud independiente desde el punto de vista político ya que, tal como él mismo afirma, el compromiso de un escritor se revela en sus actos, no se despliega en su obra. La siguiente entrevista a cargo de Hugo Beccacece apareció publicada en el suplemento “ADN Cultura” del diario “La Nación” el 30 de mayo de 2014.


Conservaste los cuadernos de tus diarios durante muchos años. ¿Los escribiste pensando en publicarlos en algún momento?

Nunca pensé en publicarlos hasta hace cuatro o cinco años. Un día, me puse a leerlos y se me ocurrió que les podían servir a chicos y a gente que escriben. Hablé con Julia Saltzman, de Alfaguara, se llevó los cuadernos para leerlos y, una vez que lo hizo, me dijo que los quería publicar de inmediato. Van a ser dos volúmenes. Llegaremos hasta 2006. Tuve que hacer la transcripción de los primeros cuadernos, manuscritos, a la computadora. Hay muchas cosas que están en el diario, pero que sólo yo sé a qué se refieren. Están escritas en una especie de código. Me acuerdo muy bien de qué designo en ese código e incluso podría detectar páginas enteras que he escrito en absoluto estado de ebriedad. Sin embargo, mi borrachera no se nota. También pude detectar mi malicia en todas esas entradas, porque casi no hablo del alcohol. Y yo era muy alcohólico. No hace mucho, estaba hablando con Sylvia (Iparraguirre), mi mujer, y ella me dijo: “Encontré una descripción muy linda de una ardilla en tus cuadernos”. Y no era una ardilla, era una chica, a la que yo no podía nombrar. La convertí en una ardilla. Una metamorfosis. Anotaba cierto tipo de cosas y las mezclaba en el diario con ficciones y con poemas. A los poemas, los eliminé. Por supuesto, algún día voy a publicarlos. Ese libro de poemas se llamará La fiesta secreta, porque la poesía fue para mí mi fiesta secreta. Empecé a escribir los “Diarios” en San Pedro. No tenía dieciocho años. Esas entradas, las cartas que escribí a mis novias, son mi taller de escritor.

Algo que llama la atención es que desde el principio de los “Diarios”, te observás, te estudiás y te retratás escribiendo el diario, preguntándote la legitimidad de escribirlo, cuestionándote si la sinceridad es posible en ese género. Parece la actitud de un creyente católico que va a confesarse y teme que se le olvide el último pecado que acaba de cometer. ¿No hay allí un resto de tu pasado religioso?

Es muy probable. A los doce, a los trece y hasta los catorce años, estuve a un paso de entrar en el seminario. Es el momento en que sitúo la pérdida de la fe. Yo había estudiado con los salesianos y después iba a entrar en el seminario, pero me di cuenta de que ése no era mi mundo. Mi relación con el cristianismo es muy fuerte. Hoy, incluso, pienso que se puede ser cristiano sin creer en Dios, siendo agnóstico. Lo esencial del cristianismo no es Dios, sino el otro.

La relación con Sabato es uno de los temas más frecuentes en tu libro. Al principio, en la juventud, sentías por él y por su obra una gran admiración.

El Sabato que descubrí cuando yo tenía catorce años, cuando él publicó “Uno y el universo”, escribía muy bien. Para mí, era un modelo de escritura. Descubrí la literatura argentina con “Uno y el universo” de Sabato (mucho antes de conocerlo) y con “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges. Más tarde leí a Cortázar. Los tres me hicieron comprender que era posible la literatura nacional. El tipo de prosa de “Uno y el universo”, que va unida en mí a la lectura de Bertrand Russell, esa prosa nítida, es la misma que yo admiraba en el Poe de “Marginalia”, no en el de los cuentos. Yo era muy bueno en matemáticas, cuando era chico. Pensaba estudiar física y filosofía. Siempre me gustó todo lo que fuera conciso y preciso. “Uno y el universo” influyó en mí porque Sabato estaba todavía muy cerca del físico. Cuando leí “El túnel”, en una de las primeras ediciones, los personajes Juan Pablo Castel y María Iribarne se trataban de tú. Ésa fue la primera pregunta que le hice a Sabato cuando lo conocí. ¿Por qué había utilizado el tuteo en “El túnel”, Arlt y el mismo Borges usaban el vos. Ernesto dudó un segundo y me dijo: “La clase alta”. Y yo pensé que no estaba en lo cierto. La clase alta usaba el vos. Mucho después Ernesto hizo una corrección de “El túnel” y cambió el tuteo por el voseo. Pero no reflexionó nunca sobre los problemas del lenguaje. Lo que lo perjudicaba a Ernesto eran los adjetivos, los “abismos”, la “lejanía”. Tenía un sentido del humor notable. Una vez que lo visitamos con mi mujer; nos reímos tanto que ella le dijo a Ernesto: “Nunca me reí tanto como hoy”. Y él le contestó: “Sí, pero la procesión va por dentro”.

No podía abandonar el personaje dramático que se había forjado.

La parte de “torturado” no se la toleraba. La inteligencia crítica y paródica de Ernesto era formidable. Y eso era lo que no quería usar. Prefería aparecer ante el mundo como el dueño universal del dolor. El éxito de “Sobre héroes y tumbas” le hizo mucho mal. Mientras dudó sobre sí mismo fue un hombre excepcional. Además, al año de publicarlo aparece “Rayuela”, y eso lo destruyó. Dejé de ser amigo de verdad de Ernesto en la década de 1960. Después nuestra amistad siguió formalmente. Cuando quiero acordarme bien de Sabato, me acuerdo de “Uno y el universo”, de ciertos pasajes de “Sobre héroes y tumbas”, el “Informe sobre ciegos”, y del hecho de que integró la Conadep. En una ocasión, me encontré con Mujica Lainez en la Feria del Libro y nos pusimos a caminar por esos largos pasillos y, de pronto, vimos una gran foto de Sabato, Manucho dijo: “Ése sufre, sufre, pero nos va a enterrar a todos”. Y fue cierto, al menos respecto de Mujica Lainez. Por eso, cuando Ernesto llegó a los noventa, yo me acordé de lo que había dicho Manucho y dejé de fumar.

Casi no hablás de política en tu libro, ni de la dictadura de los años ‘70.

No quería que el miedo entrara en mi diario. En esa época, yo publicaba El ornitorrinco, una revista que entrañaba riesgos. Mi pensamiento político estaba allí, no necesitaba volcarlo en mi diario. Siempre tuve muy clara la frase de Sartre que me mantuvo con salud mental durante la dictadura: “Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana”. Así empieza Sartre “La república del silencio”. Hoy podemos salir al balcón y decir lo que se nos ocurra y, en el fondo, a nadie le importa nada. La libertad se pone a prueba en acto. Cuando uno no puede hacer ciertas cosas, cuando ir a visitar a un preso es peligroso, cuando sacar una revista literaria también lo es, entonces comprendés qué es la libertad. Tampoco quería contaminar “El Ornitorrinco” conmigo. Por algo, la revista tenía ese nombre; porque como el ornitorrinco, estaba hecha de parches; la hacíamos hombres y mujeres con formaciones y pensamientos distintos. Lo que nos unía era la reacción contra la dictadura.

En 1956 decías que querías escribir una novela desmesurada. Supongo que era “Crónica de un iniciado”.

De todo eso me di cuenta mucho después. Pasando en limpio los “Diarios”, encontré una entrada muy temprana donde decía que quería hacer una novela que pudiera leerse como si fuera un mazo de naipes, no importaba el orden en que se leyeran los capítulos, y eso lo dije mucho antes de “Rayuela”. Buscaba escribir una novela que me tomara toda la vida. “Crónica de un iniciado” me llevó treinta años, no de escritura, pero sí de trabajo y maduración. Esa novela la tenía escrita en los años ‘70, cuando la conocí a Sylvia, pero se publicó en 1991. En el medio, escribí “El que tiene sed”, mi novela catártica sobre el alcoholismo. Mis modelos eran “La casa” de Mujica Lainez, Borges, Sabato y la literatura europea. Toda la vida leí poetas. Si tengo que pensar en un libro modélico, citaría “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rilke. No sé de dónde me vino la idea de escribir un diario. Porque el “Diario” de Kafka lo leí después de empezar a escribir el mío. “Los cuadernos de André Walter” de André Gide, tuvieron una influencia enorme en mí.

Sin embargo, no citás mucho a Gide.

Al principio, lo cito bastante. Hay muchas cosas importantes que no menciono, me lo hizo notar Sylvia. Por ejemplo, mi encuentro con Nicolás Guillén, que vivía en Buenos Aires, fue decisivo. Yo tenía veintidós años, le conté entero “El otro Judas”; él me dijo: “Ésa es una gran obra teatral”. Y entonces la escribí. Cuando eso ocurrió, no lo registré en el diario, lo escribí posteriormente. Necesito un tiempo para saber si los hechos fueron reales o no, esenciales o no, y a veces, me olvido. No sé si cito a Marcel Schwob. Es uno de mis escritores preferidos. “El libro de Monelle” me parece más interesante que “Los alimentos terrestres” de Gide. Me paso leyendo los “Diarios” de Gide y no lo cito. Siempre me impresionó su sinceridad como religioso, como esposo, como homosexual. Otro autor que me fascina, pero a ése lo cito mucho, es Tolstoi.

Le dedicás un capítulo a Borges, otro a Cortázar, pero uno de los escritores por quien demostrás más cariño y admiración en tus diarios es Leopoldo Marechal. A pesar de eso, no le consagrás un capítulo especial. ¿Por qué?

En el volumen siguiente de los “Diarios”, hay un capítulo sobre Marechal. Fue uno de los hombres que más quise, a pesar de que pensábamos de un modo muy distinto. Marechal era peronista, yo no lo era. Al principio, Marechal era católico, después dejó de serlo. Marechal me decía: “Vos sos un ateo que cree que es ateo. En el fondo, creés”. Yo le respondía: “Con ese criterio, yo podría decir que usted es un ateo que no lo sabe, que cree que cree”. Él era un ser de una bondad extraordinaria. Le interesaban los otros. Además, dejaba hablar a Elbia, su mujer. Cuando ella hablaba, él se callaba. Todo eso en un escritor es rarísimo.

La polémica Sartre-Camus marcó tu generación y, de algún modo, sigue vigente hoy. Para Sartre, era inevitable ensuciarse las manos para cambiar el mundo. Camus, en cambio, creía que el fin no justificaba los medios, defendía la honestidad y la pureza.

Yo estaba del lado de Sartre, pero emocionalmente me encontraba del lado de Camus. El modo de encarar la realidad de Sartre era no hacerle nunca el juego a la derecha; esa posición era la que a mí me servía de medida; pero la honestidad de Camus, que era como la de Gide, me resultaba muy valiosa. La ética y la moral son dos cosas distintas. La ética es una especie de norma que compromete a la especie. La moral tiene que ver con el individuo. 

25 de junio de 2016

Javier Echeverría: "Todo lo que uno hace en las redes sociales deja huella, deja rastro. Ahí queda la potencialidad del control por motivos de seguridad o por motivos de vigilancia"

Javier Echeverría (1948) es un filósofo, matemático y catedrático español. Especializado en ética y filosofía de la ciencia, se ha dedicado a las relaciones entre técnica y ciencia, a las nuevas tecnologías de la información y al papel del ser humano y la sociedad como conjunto. Prolífico autor de ensayos en torno a su labor investigadora, ha publicado en ese sentido “Telépolis”, “Los señores del aire. Telépolis y el Tercer Entorno”, “Ciencia del bien y el mal” y “La revolución tecnocientífica”, obras todas ellas en las que analiza la evolución de la ciencia y la tecnología, su impacto en las redes sociales y la enorme importancia de los medios de comunicación por su vinculación con el mercado, lo que favorece el control y el poder sobre las sociedades. Lo que sigue es una complicación de las entrevistas que Echeverría concedió a Patricia Serrano Antolín para la página web del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, y a Inés Hayes para el nº 663 de la revista “Ñ” del 11 de junio de 2016.


¿Qué es la tecnociencia?

Es una mixtura, una hibridación entre la cultura científica, la cultura de los ingenieros y las culturas política, empresarial y en muchos casos, militar. Cuando esos cinco agentes hacen alianzas estratégicas y colaboran entre sí es cuando se puede hablar propiamente de tecnociencia. En el momento en que hay política científica y sistemas nacionales de ciencia y tecnología, hay tecnociencia. Y esto que hoy en día nos puede parecer muy normal, no siempre ha sido así sino que se trata de una novedad del siglo XX. En la tecnociencia, los grandes proyectos o las líneas prioritarias de investigación vienen marcadas por los políticos, por los empresarios o por los militares, y los científicos y los ingenieros ofrecen resultados en esas direcciones. Es una ciencia planificada.

¿Qué repercusiones tiene la nueva estructura en la actividad científica?

Los científicos y los ingenieros que trabajan en tecnociencias pierden autonomía pero ganan otras ventajas como mayor financiación o acceso a grandes equipamientos. Sin embargo, los investigadores que están al margen de esta estructura, es decir los que realizan sus investigaciones en líneas no consideradas estratégicas por la política científica, salen claramente perjudicados, se sienten marginados y reciben menos financiación. Se abre en las comunidades científicas una brecha: por un lado, los científicos y por otro, los tecnocientíficos.

¿Cómo es esa situación?

Digamos que hay dos etapas. La tecnociencia comenzó en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Los proyectos más claros fueron el Proyecto Manhattan, por el que se desarrolló la bomba atómica, el del ordenador ENIAC y el de los Laboratorios de Radiación, donde se estudiaba el espectro electromagnético para el desarrollo de radares. Después de la guerra, se decide mantener el nuevo sistema de control sobre la ciencia porque se considera que había resultado muy beneficioso y comienza así una época de grandes proyectos científicos financiados por el Gobierno y el Ejército. Es decir, el modelo excepcional de ciencia para tiempos de guerra se vuelve estable. Pero a partir de los años ‘80, con la Administración Reagan se produce un nuevo giro en el sistema y la empresa y la inversión privada pasan a ser el motor de la tecnociencia. En la Unión Europea en general, ese cambio cualitativo todavía no se ha producido. Una de las características de la tecnociencia es que no puede avanzar si a la vez no hay una avance tecnológico que la sustente y, por lo tanto, no hay avance del conocimiento científico si no hay avance tecnológico. Pero yo creo que ese no es el motivo principal. En la segunda época de Estados Unidos las que triunfaron fueron las pequeñas y medianas empresas, que han terminado siendo poderosas multinacionales.

¿Cambian con el nuevo modelo los valores de la ciencia?

Los valores científicos siguen permaneciendo, es decir, se sigue persiguiendo la búsqueda de conocimiento pero se hace de una forma subsidiaria. Es decir, el conocimiento científico pasa a ser instrumental. Por ejemplo, en el proyecto Manhattan se generó muchísimo conocimiento científico importante, como el cálculo de la masa crítica del uranio y del plutonio o el desarrollo de las técnicas de fisión. Quiero decir que los físicos nucleares, los ingenieros y el resto de investigadores que participaron allí, seguían sus valores epistémicos para resolver problemas científicos y técnicos, pero todo ello estaba englobado de cara a otro tipo de fin. En la tecnociencia, la búsqueda del conocimiento está subordinada a los objetivos políticos, militares o empresariales.

Muchos científicos dicen que ellos no son los responsables de cómo se apliquen los resultados de sus investigaciones...

Efectivamente no fueron los científicos quienes lanzaron la bomba atómica pero sí quienes la posibilitaron. Si uno trabaja en tecnociencia, ya sabe en qué marco desarrolla su investigación. En muchas ocasiones, surgen conflictos de valores de la comunidad científica que está sumida en la tecnociencia, poniendo de manifiesto los cambios que produce el nuevo modelo. Si antes estos conflictos se solucionaban dentro de la propia comunidad científica, ahora se resuelven políticamente o a través de "lobbies" de empresas. Los científicos tienen que aprender a moverse en pasillos políticos, a buscar financiación, a hacer gestión, a venderse, a hacer marketing... Todos estos cambios son facetas de la revolución tecnocientífica.

La tecnociencia es muy poderosa. ¿Cómo se puede controlar?

En el momento de evaluar líneas de investigación, no sólo hay que valorar los aspectos científicos, tecnológicos, políticos o económicos, sino también sus efectos ecológicos o sanitarios. Hay que introducir valores sociales en esta estructura que representen los intereses de la sociedad, que no quiere renunciar a las aplicaciones tecnocientíficas, lo que quiere es más transparencia y una mejor atención a sus usuarios. Se trata de ir generando órganos de tal manera que estén representados no sólo los científicos, los ingenieros y los interesados, sino también la sociedad, los pacientes, los movimientos ecologistas... En otras palabras, conseguir un control social de la ciencia o una democratización de la ciencia, que la sociedad se involucre más en la toma de decisiones y en el control de la actividad tecnocientífica. Esa me parece una vía racional. La política científica depende de los valores.

¿En qué sentido?

Por ejemplo, pensemos en la Nanotecnología. Según los valores sobre los que se planifique la investigación, puede estar enfocada a aplicaciones industriales, militares, medioambientales o médicas. Y así ocurre con prácticamente todas las disciplinas. En la medida en que los valores sociales, democráticos o ecologistas se incorporen más al diseño de las políticas científicas, tendremos tecnociencias más beneficiosas para la sociedad en su conjunto o tendremos tecnociencias más beneficiosas para los militares o los empresarios.

¿Se ha convertido la tecnociencia en una estructura global?
La tecnociencia se ha ido expandiendo por disciplinas y también por países. Empezó con la Física y las Matemáticas, y luego se amplió a Biología, Medicina y Farmacología. Pero no está en todos los países del mundo. Se puede decir que lo que se llama Tercer Mundo es el conjunto de aquellos países que no tienen tecnociencia y Primer Mundo, aquellos que sí la tenemos o estamos en vías de desarrollo tecnocientífico.

En su concepción de “Telépolis” usted hablaba de consumo productivo: ¿es una idea vigente?, ¿cómo se aplica a este presente?

Aquello era una intuición de mi parte, yo no soy economista y por lo tanto no la desarrollé, pero sigo pensando que es válida y además ahora sí hay autores que la están desarrollando en serio. La idea es muy sencilla: en “Telépolis” yo ponía como ejemplo la televisión. En la medida en que un programa de televisión, por ejemplo, un campeonato mundial de fútbol tiene mil millones de telespectadores, inmediatamente el segundo publicitario aumenta de valor. Cuando es masivo, el consumo genera valor, ésta es la idea.

Es una idea vigente adoptada en los llamados nuevos medios, ¿no?

La metáfora que yo utilizo para entender las redes sociales es compararlas con una ciudad. Hace años que hablo de Telépolis: en este mundo digital, los datos de todo lo que hacemos están siendo almacenados, con lo cual pueden reconstruir perfectamente si quisieran lo que cada cual hace a lo largo del día al usar este tipo de tecnologías, eso les da un poder enorme y los usuarios, creo, son muy poco conscientes de que están siendo vigilados. Es decir, cuando las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) nacieron, no se sabía para dónde iban a evolucionar y han ido evolucionando clarísimamente hacia el control, con lo cual yo más que Tecnologías de la Información y la Comunicación las llamaría Tecnologías de la Información y del Control. Se facilitan las comunicaciones pero para controlarlas, no los contenidos necesariamente sino para controlar con quién se comunica uno, cuáles son las redes de amigos, lugares por los que uno navega, por los que uno circula, cuáles son las tendencias, qué mensajes se reenvían, se tuitean, etc: las redes de relaciones tienen un valor inmenso. Y claro, esto es exactamente lo que les interesa a las empresas que gestionan las redes sociales.

¿Y es un control para redireccionar el consumo, mercantilizar la comunicación, o es un control político?

Bueno, puede ser un control político y efectivamente de servicios de inteligencia o de seguridad, o puede haber servicios de seguridad de la propia empresa. No sólo los Estados tienen servicios de seguridad, cualquier empresa recurre a servicios de seguridad privados. Independientemente de que puede haber un gran componente de control por motivos de seguridad, por ejemplo para detectar “hackers”, gente que hace “ciberdelincuencia”, todo lo que uno hace deja huella, deja rastro, entonces ahí queda la potencialidad del control por motivos de seguridad o por motivos de vigilancia. El objetivo primero y lo que tiene valor económico -y a mí me parece que es la clave de la cuestión-, es el hacer estudios de mercado gratis o mucho más barato, y entonces estas grandes empresas han encontrado un instrumento donde pueden conocer las preferencias, intereses y rechazos de los usuarios. Y para los gestores de las redes sociales esos datos son valiosísimos, se ponen a comercializarlos y valen millones.

¿Cómo recibió el impacto de los Papeles de Panamá?

Independientemente de la valoración política que yo hago de esa información, lo que me interesa saber es cuánto se ha pagado por esos datos. Seguramente fueron millones. Esos datos se gestionan como una mercancía. Hoy hay un mercado de la información y del conocimiento, con lo cual lo que está sucediendo con las tecnologías es que en lugar de orientarse a una polis democrática, hacia un ámbito democrático regido por normas de la sociedad civil, claramente se ha orientado hacia un ámbito donde la seguridad prima. Por un lado, el control de la seguridad; por otro, el estudio de mercado y la comercialización de los datos, que es la clave: el gran negocio está hoy en la venta de los datos. Si uno encuentra un gran yacimiento de información, por ejemplo, esto de los Papeles de Panamá, se hace no sólo rico sino poderoso, porque puede ejercer su poder mediático y tumbar a tal o cual o chantajear a alguien: “Tú eres político y vas a ganar las elecciones ten cuidado porque tenemos estos papeles tuyos”. Esto se hace en todos los países del mundo, es el poder de los datos, el “tecno poder”, donde los datos obtenidos gracias a las tecnologías generan otra modalidad de poder que es superior a la de los Estados.

Es supranacional.

Supranacional, por supuesto, y no está controlado por ningún país, ni siquiera por los Estados Unidos. Si un presidente de los Estados Unidos se atreviera a enfrentarse a Google, a Apple, a todas esas empresas que tienen nombre, caería inmediatamente. Hoy, las tecnologías son capaces de reconstruir perfectamente escenas que luego la persona como tal no tiene en absoluto las competencias tecnológicas como para defenderse. Quiero decir con ello que son entidades supranacionales, yo les llamo “los señores del aire”, se les puede llamar también “señores de las nubes”, y éstos controlan al poder financiero. Desde el poder financiero y desde los medios se controla en gran medida la vida política: el poder ahora está en el mundo digital, en el tercer entorno, tiene poder quien dispone de los datos, quien dispone de la información y la gestiona bien. El poder y la riqueza surgen hoy de la “tecnociencia”, del conocimiento científico tecnológico; si bien sigue surgiendo efectivamente de los ámbitos industriales y de los recursos naturales, el poder está en los datos, en la información y el conocimiento, en lo que se llama economías de la información y del conocimiento.

¿Y qué papel tienen las redes sociales en este contexto? ¿Sólo comunican o son herramientas de control?

Dentro de las redes distinguiría a las que son abiertas y donde uno no está controlado. Me refiero en concreto a WhatsApp, que es una aplicación que se usa muchísimo y en la que uno habla con quien quiere y que tiene que aportar sólo tres datos básicos y punto y donde el control (que igual lo hay) es muy escaso, entonces ahí se puede producir una comunicación muy directa, mucho más abierta que como sucede con otras redes sociales como Facebook, Twitter y otras. Uno sabe que todos esos documentos, esas fotos que se suben, o esas conversaciones, o todos esos archivos pasan a ser guardados y almacenados en la nube. Yo desconfío por completo de ese almacenamiento de datos. Cuando se habla de datos personales se suele hablar de las creencias políticas, religiosas, etc., eso muy probablemente a los gestores de la nube no les interesa en lo más mínimo, es una cuestión de la época anterior, de la modernidad, por decirlo en términos tradicionales. En cambio, lo que les interesa de verdad es lo que los usuarios hacen al usar las tecnologías porque para ellos lo que se hace, cuántas veces, qué páginas web se visitan, qué videos de YouTube se ven, qué fotos se suben, qué documentos, por dónde navega uno, es vital, así como qué cosas compra o qué cosas curiosea. Yo soy enormemente crítico con respecto a estas redes donde, si bien hay una comunicación que parece muy abierta y con los propios amigos, en realidad es una comunicación con un “Gran Hermano” que está presente sin que uno tenga conciencia, aun cuando ese “Big Brother” no sea un Estado ni un gobierno. Se habla muchísimo y hay gran preocupación con el control de los datos por parte de los gobiernos y de las agencias de seguridad, y yo por supuesto estoy en contra de que eso suceda porque hay que respetar la intimidad y la privacidad, y donde hay una conversación privada no tiene que interferir nadie. Lo preocupante es que, en cambio, se admite perfectamente que los gestores, las empresas que gestionan las redes sociales, pueden almacenar los datos de lo que uno hace al navegar y procesarlos.

24 de junio de 2016

Michael Roberts: "El capitalismo tiene una duración limitada en la historia de la organización social de la humanidad"

La productividad (producción por trabajador por hora) es un componente importante en la tasa de incremento del Producto Bruto Interno (PBI) de las economías capitalistas más avanzadas porque genera tanto crecimiento de bienes como crecimiento del empleo. En esas economías, el crecimiento del empleo se ha desacelerado durante las últimas décadas, de modo que se hizo necesario un crecimiento más rápido de la productividad para compensarlo. Eso implica que la desaceleración del crecimiento en valores absolutos debe ser reemplazado por un crecimiento más rápido en nuevos valores relativos. La desaceleración de la productividad afecta a todas las principales economías y el crecimiento de la productividad laboral global no da señales de recuperarse. Es más, se prevé un debilitamiento mayor de la productividad continuando una tendencia a la baja a largo plazo. Lo que estas cifras muestran es que la capacidad del capitalismo (o al menos de las economías capitalistas avanzadas) para generar mayor productividad está disminuyendo, por lo que los capitalistas han tratado cada vez más de obtener beneficios extras en la especulación financiera e inmobiliaria. Basta con mirar el crecimiento en el stock de capital acumulado en las economías capitalistas avanzadas. Un reciente informe del FMI concluye que el mercado de trabajo "desregularizado" (contratos a tiempo parcial o contratos de empleo temporal de fácil contratación y despido), resultado de la aplicación de las políticas neoliberales en las últimas décadas, puede que haya aumentado los beneficios, pero no ha hecho nada para mejorar la productividad e incluso podría haberla empeorado. A pesar de que dentro de las empresas se están aplicando tecnologías innovadoras que mejoran la productividad a un ritmo acelerado, en realidad sólo se trata de un efecto residual de la brecha entre el crecimiento del PBI real y la productividad de la mano de obra y los insumos de capital. De hecho, las economías más desarrolladas muestran un crecimiento cercano a cero o incluso negativo de la Productividad Total de los Factores (PTF), que es la diferencia entre la tasa de crecimiento de la producción y la tasa de incremento del trabajo o el capital. Por lo tanto, es más probable que el crecimiento de la productividad se haya ralentizado debido a que el impacto de las innovaciones aún no es suficiente para compensar la incapacidad de los capitalistas en la mayoría de las economías de intensificar la inversión. De hecho, no es la tecnología por sí misma la que aumenta la productividad y el crecimiento económico. Si cae la inversión de capital, lo que sigue es una disminución de la productividad del trabajo, lo que demuestra claramente que no es la tecnología por si misma la que causa un aumento de la productividad. En otras palabras, el crecimiento de la productividad sigue dependiendo de que la inversión de capital sea suficientemente importante. De toda esta problemática habla el economista británico Michael Roberts (1948) -autor de "The great recession" (La gran recesión) y "The long depression" (La larga depresión)- en la entrevista realizada por Paula Bach y Esteban Mercatante para el nº 28 de la revista "Ideas de Izquierda" de abril de 2016.


Está por salir su nuevo libro. En la presentación del mismo se afirma que “la economía global sigue padeciendo una depresión”. Considerando que la mayoría de los analistas de la economía mundial se refiere técnicamente a la Gran Recesión para abarcar el período de 2008/09, seguido por un crecimiento extremadamente débil de la economía mundial, ¿cuáles son los elementos que lo llevan a definir la crisis actual como una “depresión”?

En mi libro intento hacer la distinción entre la generalmente llamada “recesión normal” y una depresión. La producción capitalista no se expande de una manera armoniosa, con crecimiento constante de la inversión, el producto, los ingresos y el empleo. El ciclo de alzas y bajas (cuando la inversión colapsa y el producto y el empleo se contraen) usualmente ocurre cada ocho-diez años en las economías modernas. El grado de contracción varía. Sin embargo, en la historia del capitalismo industrial moderno de los últimos ciento cincuenta años, hubo unas pocas veces en las que la contracción fue muy profunda y duradera y la “recuperación” posterior es tan débil que las tasas previas de crecimiento en el producto y el empleo nunca se restablecen. Estos períodos son los que defino como “depresiones” en el libro. El capitalismo (y el resto de nosotros) ha sufrido tres de estas depresiones en los últimos ciento cincuenta años. La depresión de finales del siglo XIX (1873-1890); la Gran Depresión de los años ‘30 (1929-1942) y lo que ahora llamo la Larga Depresión (2008-20??). Las recesiones ocurren regularmente por lo que yo llamo el ciclo de la rentabilidad. Lo que define si las compañías capitalistas invierten es si esperan realizar ganancias de lo producido o no. Las compañías no invierten ni producen cosas o proveen servicios para satisfacer lo que la gente necesita. Eso es secundario. El capitalismo es un modo de producción orientado a hacer dinero y ganancias. Sin ganancia, no hay inversión, ni por lo tanto producción. Esto crea una contradicción fundamental en el proceso capitalista de inversión y producción. Los capitalistas sólo pueden obtener ganancias empleando la sangre, el sudor y esfuerzo de los trabajadores que no poseen nada más que su capacidad de trabajar. Y los capitalistas están compitiendo unos contra otros en el mercado para vender los productos o servicios por la máxima ganancia. Esto los fuerza no sólo a intentar estrujar los salarios al mínimo y hacer que los asalariados trabajen tanto y tan duro como sea posible; los capitalistas también intentan introducir máquinas ahorradoras de trabajo que disminuyan la dotación de la fuerza de trabajo al mismo tiempo que incrementan la productividad de los trabajadores remanentes. Los costos por unidad de tiempo se reducen y los capitalistas, con el último grito de la tecnología ahorradora de trabajo, pueden tener mayores ganancias que sus competidores en el mercado. Pero si todos introducen la misma tecnología, esto significa que la fuerza de trabajo se reduce en relación al valor de la maquinaria que está siendo empleada. Por un lado la productividad de la fuerza de trabajo se está incrementando, pero por otro lado el valor extraído a la fuerza de trabajo tiende a encogerse (relativamente). Por lo tanto hay una tendencia para que la tasa general de ganancia obtenida de los desembolsos en tecnología y fuerza de trabajo caiga. Esta es la contradicción fundamental de la producción capitalista porque ésta se realiza con miras a la ganancia, no a las necesidades. Los capitalistas invierten para incremetar la ganancia; esto estimula la productividad y la producción, pero pasado un tiempo la rentabilidad sobre el capital invertido empieza a caer. En un cierto punto, más inversión significa menos ganancia y los capitalistas dejan de invertir y ocurre un desplome. Como dije, esto parece ocurrir cada ocho-diez años aproximadamente. Pero más que esto, la tendencia de la tasa de ganancia a caer a medida que se desarrolla el capitalismo a lo largo del mundo, eventualmente conduce a una caída de largo plazo. La rentabilidad del capital en las principales economías era mucho más alta en el siglo XIX o a finales de la Segunda Guerra Mundial de lo que es hoy. Esto es un indicador de que el capitalismo tiene una duración limitada en la historia de la organización social de la humanidad. Pero la rentabilidad no cae en línea recta. Hay períodos en los que la rentabilidad del capital aumenta (por más de dos décadas) y luego períodos en los que cae (por más de dos décadas). Una depresión ocurre (cada cincuenta-setenta años más o menos) por una conjunción de contradicciones: una reducción gradual en la rentabilidad, disminución en los precios de los productos, el colapso de una burbuja financiera e inmobiliaria. Es decir que una serie de cosas confluyen para convertir una recesión en una depresión, como hemos visto desde 2008.

¿Cómo caracteriza el período de crisis de los años ‘70 y la recuperación posterior, que hasta hace poco era convencionalmente definida como la Gran Moderación?

La Segunda Guerra Mundial permitió una masiva destrucción de valor del capital (no solo física como en Europa y Japón) sino también de valor como en los Estados Unidos, así como un marcado incremento en la tasa de explotación. Como resultado después de la guerra, la tasa de ganancia en Estados Unidos y eventualmente en todos los demás lugares, era muy elevada, y las nuevas tecnologías desarrolladas durante la guerra junto a la disponibilidad de masiva fuerza de trabajo excedente y crédito de las finanzas del dólar estadounidense sentaron las bases para un largo boom (1946-65). Pero eventualmente la ley de Marx de la rentabilidad comenzó a ejercer su influencia y la tasa de ganancia cayó marcadamente desde 1965, culminando en dos recesiones importantes en 1974/75 y 1980/82. Estos desplomes debilitaron a la clase trabajadora y crearon la oportunidad para que la clase dominante impusiera las políticas neoliberales de leyes contra el trabajo, recortes de gasto público, bajas de impuestos para las corporaciones, relajamiento de las regulaciones a las finanzas, etc. La rentabilidad aumentó desde comienzos de los ‘80 hasta fines de los ‘90; se extendió la globalización del capital y tuvimos la Gran Moderación. Sin embargo, esto no podía durar, y la ley de Marx comenzó a dominar nuevamente desde fines de los ‘90, conduciendo finalmente a la Gran Recesión.

Usted ha planteado como probable una recesión en Estados Unidos en 2017. ¿Cuáles son las contradicciones estructurales que observa en la economía estadounidense y qué relación tendrían con un proceso recesivo el año próximo?

Para ser más precavido en el pronóstico (una tarea difícil, algunos dirían imposible), vengo planteando que otra recesión o desplome ocurrirá probablemente en uno o tres años. Digamos que hay una probabilidad de 20% de ocurrencia en 2016 pero una de 75% de que tenga lugar en 2018. Creo que esto ocurrirá porque la inversión capitalista permanece globalmente demasiado débil para restablecer el crecimiento del producto y del empleo a nivel global. Efectivamente, mes a mes, las agencias internacionales como el FMI o la OCDE o el Banco Mundial, revisan a la baja sus pronósticos para el crecimiento del producto global para el próximo año. Incluso los Estados Unidos, que logró la mejor recuperación relativa desde la Gran Recesión de 2008/09, está creciendo en términos reales poco más que 2% al año, comparado con su promedio de largo plazo de 3,3% al año. Europa a duras penas crece por encima del 1%, al igual que Japón. China, el gran milagro de crecimiento de los últimos treinta años con crecimiento anual de dos dígitos, está batallando para crecer por arriba del 5-6% anual, mientras que las otras grandes “economías emergentes” como Brasil, Rusia y Sudáfrica, están en recesión. El fracaso para recuperarse se debe mayormente a dos contradicciones estructurales. La primera es que la rentabilidad del capital no se restableció a sus niveles previos de antes de la Gran Recesión. E incluso entonces, la rentabilidad de las principales economías estaba en una onda descendente desde el pico de finales de los años ‘90 y ahora está bien por debajo del nivel de rentabilidad alcanzada en la llamada Época Dorada del capitalismo de posguerra (1948-1965). Esto mantiene la inversión baja y por lo tanto el crecimiento de la productividad es muy débil y no hay pleno empleo. El capitalismo puede salir de esta situación de baja productividad sólo de una forma: recortando el costo del capital. Pero esto significa cerrar viejas plantas y equipos, dejando que las empresas capitalistas quiebren, barrer sus activos y dejar en la calle a sus trabajadores (en otras palabras, otro desplome). Segundo, uno de los mayores disparadores o causas de la Gran Recesión fue la gigantesca expansión del crédito y la especulación en bienes raíces e instrumentos financieros antes del “crash” en 2007/08. Esta fue una respuesta de los capitalistas a la caída en la rentabilidad del capital productivo antes señalada. Los inversores se volvieron hacia los mayores retornos en la especulación financiera o en lo que Marx llamó el “capital ficticio”: la propiedad en acciones y bonos de una porción de lo que el capital productivo puede tener de ganancia. Cuando los bancos colapsaron porque este capital ficticio resultó ser simplemente eso –ficticio-, los gobiernos tuvieron que intervenir y salvarlos. La alternativa habría sido una recesión aún más profunda. Pero esto significó que los gobiernos debieron emitir más deuda y aumentar los ingresos por impuestos y los recortes en gasto público y provisión de servicios. El capitalismo fue salvado (aunque aún se arrastra) por las fuertes inyecciones de dinero y crédito de los gobiernos y bancos centrales. Como resultado, la deuda total (privada y pública) no cayó globalmente, al contrario, aumentó aún más. Así que, el capitalismo se encuentra en un estado de baja rentabilidad e inversión y deuda elevada. Esa es la combinación para la débil recuperación. Todos los intentos de los bancos centrales y gobiernos para poner en marcha las economías han fracasado. La depresión sólo puede ser quebrada por otra caída que permita librarse del capital “improductivo” y reduzca la carga de la deuda mediante “defaults”. Lo peor está por venir.

En la recuperación en Estados Unidos poscrisis de 2008/09, se observa una divergencia bastante notable entre el desempeño de los servicios (y las finanzas) y la producción industrial. ¿Cómo analiza esa situación?

Sí, en cada una de las economías más desarrolladas, los sectores de los llamados servicios domésticos lo están haciendo mejor que los sectores industriales y manufactureros. Eso es porque los hogares y consumidores todavía pueden pedir prestado a muy bajas tasas de interés y así gastar más aunque el crecimiento salarial sea débil. Eso ayuda a la venta minorista, los servicios, la construcción, sector inmobiliario, etc. Pero el crecimiento del sector manufacturero -que es clave- es muy débil e incluso está cayendo: hay limitada inversión y el comercio mundial se ha estancado. ¿Impulsarán los sectores de servicios al manufacturero o viceversa? Este último es menor como proporción del PBI, pero sin embargo es la fuerza más importante para impulsar la inversión en activos productivos y la productividad. La inversión es lo que importa, no los consumidores yendo a los negocios.

¿Cómo ve que podría darse una suficiente destrucción de valor de capital que abra las puertas de una verdadera recuperación económica?

Nada es permanente. No existe la crisis permanente en el capitalismo ni en ningún sistema. Yo sostengo que para que el capitalismo salga de esta Larga Depresión tendrá que ocurrir una nueva recesión que permita que se incremente la rentabilidad y disminuya la carga de deuda. Esto puede ocurrir después de una destrucción del valor del capital de grandes proporciones no vista desde la Segunda Guerra Mundial (aunque en esta ocasión no sea mediante una guerra). Y esto sólo es posible si la clase obrera en las economías capitalistas más importantes no hace nada para reemplazar al sistema capitalista a través de la lucha de clases.

¿Cómo imagina una destrucción equivalente a la de la guerra, sin guerra? ¿Por qué descarta un escenario de guerra?

Yo creo que es posible que el capitalismo se recupere y logre otra “edad dorada” sin atravesar otra guerra (por supuesto, todos los días hay guerras en todas partes bajo el dominio imperialista). La depresión de fines del siglo XIX terminó sin una guerra, aunque la recuperación en la década de 1890 y posterior estuvo basada en el enfrentamiento entre las potencias imperialistas por las colonias que finalmente condujo a la Primera Guerra Mundial. Pero como ya dije, la actual Larga Depresión no va a terminar sin una nueva recesión como mínimo. Si no hay acción de la clase trabajadora en las economías más ricas, las clases dominantes lograrán revivir sus economías nuevamente sobre las espaldas de los trabajadores. De todos modos, la rivalidad entre las potencias imperialistas se va a intensificar con el conflicto con China e India convirtiéndose en la central desde el 2020 en adelante. Pero la clase dominante estadounidense y sus aliados desearían evitar una guerra mundial (no es buena para los negocios), y ésta solo podría ocurrir si un régimen fascista o militar llegara al poder en Estados Unidos, Japón, etc.

Un debate importante en los últimos tiempos es cuál es el futuro de China, si va camino a convertirse en una gran potencia o se trata de una economía grande y dinámica pero que continúa siendo dependiente y dominada por el imperialismo. ¿Cómo caracterizaría el lugar que ocupa hoy China en el sistema mundial capitalista, y qué perspectiva le ve? Y, relacionada con ésta, ¿cuál considera que fue su rol en sostener el crecimiento global desde 2009 hasta hoy?

China ha sido un milagro económico, creciendo más rápido y por más tiempo sostenido que cualquier otra economía en la historia humana, sacando de la extrema pobreza a cientos de millones de personas desde 1949. Es ahora el principal manufacturero global y la segunda economía del mundo en términos de PBI. Esto fue posible gracias a la expropiación de los terratenientes y de los capitalistas lacayos del imperialismo durante la revolución y guerra civil de 1946/9. Una economía que es mayormente de propiedad estatal con un plan nacional de inversiones, se probó como la vía más exitosa que el capitalismo podía tener en China. La apertura de secciones de la economía a la inversión extranjera capitalista, mientras que el Estado se mantuvo como dominante, también sacó la economía adelante desde los años ‘80. Pero un mayor crecimiento se encuentra obstaculizado por un régimen autoritario que no permite reformas democráticas y juega con la idea de moverse completamente hacia la dominación capitalista de la economía con sus líderes como multimillonarios. El desarrollo de posguerra en China fue el resultado del fracaso (hasta ahora) del imperialismo de lograr el control de la economía china. El Estado y los burócratas del partido todavía dominan la inversión, el empleo y el comercio, para disgusto de los economistas y gobernantes de Occidente. Durante esta Larga Depresión, la economía china -que mantiene mayoría de propiedad y control estatal- contribuyó con el grueso del crecimiento económico global mientras que las potencias occidentales flaquearon. Pero la debilidad del crecimiento global y la mayor influencia de los funcionarios favorables a las políticas procapitalistas en China condujeron a un gran enlentecimiento que amenaza el progreso futuro de su economía.

¿Considera que el capital puede lograr nuevas fuentes de mano de obra barata al nivel de lo que fue China? ¿Cuáles?

El capitalismo está siempre buscando nuevas vías para extraer valor de la población trabajadora. La globalización de la fuerza de trabajo bajo el modo de producción capitalista desde 1980 fue un factor poderoso para contrarrestar la caída de la rentabilidad del capital que las grandes economías imperialistas sufrieron en los ‘70. Explotar nuevas fuentes de fuerza de trabajo en Asia, América Latina, África y las economías post-soviéticas fue significativo. Y el ejército de reserva de fuerza de trabajo en campesinos, trabajadores rurales y subempleados urbanos no se encuentra aún agotado. No hay nada como la fuerza de trabajo de China, aunque esta no puede ser utilizada plenamente para la ganancia capitalista de todos modos. Pero aún hay más valor para extraer en India, Birmania, Vietnam, Indonesia, Brasil, África, etc. El capitalismo no está muerto aún.

23 de junio de 2016

Jorge Panesi: "La literatura es un mar en expansión, en cuya superficie y profundidad descansan pequeños tesoros"

Jorge Panesi (1945) es crítico y ensayista, profesor de Teoría y Análisis Literario en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y en la Facultad de Filosofía y Letras de Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha sido Profesor Invitado en la Universidad de la República (Uruguay), en la Pontificia Universidad Católica de Santiago (Chile) y en la Universidad de California (Estados Unidos). Sus ensayos, en los que muchos especialistas identifican una de las voces principales de la crítica literaria argentina de la actualidad, aparecieron en libros, revistas especializadas y otros medios culturales, tanto de nuestro país como del resto de América y Europa. Autor de los libros "Felisberto Hernández" y "Críticas", ha escrito numerosos artículos especializándose en autores como los argentinos Eugenio Cambaceres (1843-1888), Jorge Luis Borges (1899-1986), Silvina Ocampo (1903-1993), Manuel Puig (1932-1990), Juan José Saer (1937-2005) y Néstor Perlongher (1949-1992); y los franceses Walter Benjamin (1892-1940) y Jacques Derrida (1930-2004). Mauro Libertella lo entrevistó para la revista Encrucijadas nº 33 de julio de 2005.


¿Qué se estudia en la Carrera de Letras?

La Carrera de Letras no solamente se dedica a la literatura, sino al campo de los discursos, del lenguaje, del estudio de todo esto. Digamos: de la lengua en un sentido amplio, general, vasto y también especializado. A partir de 1983, lo que la Carrera de Letras sobre todo trató de desarrollar y recién ahora se puede decir que está más o menos completo es justamente esta orientación a los estudios de lingüística, que va desde la lingüística aplicada, la sociolingüística, la psicolingüística. Cosa que a Borges le parecía estrambótica, extravagante: cuando salió el plan de estudios de la Carrera de Letras, Borges decía que le parecía un sin pago que la literatura inglesa fuese intercambiable por la sociolingüística. ¿Qué es la sociolingüística? decía Borges. Evidentemente, no estamos hablando sólo de literatura.

Y dentro de cada una de estas disciplinas, ¿encontramos posiciones dispares o contradictorias?

Obviamente. Uno puede pensar que el conocimiento se genera o se construye, como dice Habermas, con el pacto, el acuerdo. Yo creo que los pactos racionales existen, pero me parece que hay una visión un poco más nietzscheana: uno de los motores del saber es justamente la polémica que cada nuevo conocimiento que se construye genera. En la literatura esto es corriente, que una generación se oponga a la anterior. Siempre me acuerdo que el celebre Khun, en "La estructura de las revoluciones científicas", decía que los literatos, la gente de arte, le preguntó alguna vez cómo podía hacer para trasladar la teoría de los paradigmas de las revoluciones científicas al plano del arte y la literatura, y éste decía: "¿Pero cómo?". En realidad yo extraje esta noción de los cambios del paradigma justamente en algo que en la historia del arte y la literatura era corriente: que una escuela se opusiera a otra anterior o coetánea. Esa rivalidad es evidente. O esa guerra de conocimientos.

Desde esta perspectiva de los paradigmas que se suceden y se reemplazan, ¿cómo podemos pensar tu último programa de Teoría y Análisis Literario, que abrió con Borges y cerró con Aira?

Ahora me lo hacés notar, pero no era deliberado. También te puedo decir que había otras cosas en el medio, por ejemplo estaba Faulkner y había algún poeta contemporáneo. Borges es como una necesidad, un gancho, y en este programa es el canon, como Faulkner es el canon. Aira es como un aspirante al canon, eso tiene que ser discutido. Me parece que eso siempre se da en algún momento: en un momento era Borges o Mallea, y triunfó Borges; ahora quizás sea Piglia-Saer versus César Aira. Si uno plantea este tipo de confrontación y cree que la literatura o la crítica literaria funcionan por esta especie de guerra encubierta, necesariamente lleva a este tipo de maniqueísmo.

Aira es un aspirante al canon, pero vos, como profesor, dándoles de leer Aira a quinientos estudiantes, estás de algún modo construyendo este nuevo canon.

Yo tengo algo muy claro, tanto dirigiendo una cátedra como dirigiendo el departamento, yo creo en ese sentido que la mejor manera de dirigir es dirigir lo menos posible. O sea, tener una oreja muy atenta a lo que ocurre, que no pasa por uno que encamina y pone el látigo, sino más bien qué es lo que ocurre en el entorno. Yo tengo un oído en mis colaboradores jóvenes, que seguramente están mucho más afilados en saber que es lo que está ocurriendo en un hoy determinado. Si ellos me dicen Aira, no es que yo lo desconozca, pero ellos me dicen "esta vez mejor Aira". Una vez, por razones evidentemente didácticas, se me ocurrió enseñar otra vez la novela de Piglia "Respiración artificial", y los ayudantes me dijeron: "Los alumnos sienten que es una novela que no soportan, que es una novela atrasada". Yo no lo imaginaba. Dije: "Bueno, pueden aprender el formalismo ruso a través de una novela argentina", me parecía muy simpático. Pero los alumnos buscaban otra cosa, querían debatir otra cosa o no veían en ese tipo de literatura algo que los motivara al debate.

Y cuando se enseña Piglia o Aira, ¿qué papel juega la teoría?

La teoría para mí es un discurso que permite pensar algunas zonas de la literatura. Sirve únicamente para pensar la literatura. Nada más. Y me parece que es bastante. No una teoría que le imponga reglas externas sino que sea una teoría que se haga al calor de la producción de los textos y de la producción crítica en general. De hecho, no creo que haya ninguna teoría literaria que no haya sido pensada respecto de una práctica concreta: los formalistas y el futurismo, Luckacs y el realismo del siglo XIX, etcétera. Lo peor que podría hacer es erigir como un escalón superior del conocimiento a la teoría literaria.

¿Cómo funciona esto en la Argentina?

No creo que se practique la teoría literaria como tal en la Argentina. Es decir, nadie se dedica a las investigaciones teóricas y nadie funda un cuerpo colegiado para estudiar teoría literaria en forma pura. Eso me parece muy bien en la Argentina. Uno tiene estupendos críticos literarios, de la vieja generación, de la mía, de la generación actual. Pero son siempre investigadores que estudian la literatura con un interés teórico, es diferente a hacer teoría. Si Todorov en alguna época escribió un largo libro, malo, sobre la literatura fantástica, creyendo que la literatura fantástica concluía en el siglo XIX, Ana María Barrenechea en tres páginas demuele ese libro, como si la crítica literaria argentina tuviera justamente ese contacto con la problemática literaria y no tuviera tiempo para sentarse en el cielo a contemplar o a legislar desde allí.

En Argentina entonces no se produce teoría literaria del mismo modo en que se lo hace, por ejemplo, en Francia, pero igualmente hay una necesidad de enseñar teoría literaria...

Hay una necesidad de enseñar teoría literaria por razones que no son solamente pedagógicas, sino políticas. Me parece que siempre la teoría literaria de algún modo es la parte de la literatura que estuvo más ligada con lo político, por su propia naturaleza. Una vez, antes de entrar en la oficina me detuvo una cartelera del Centro de Estudiantes con las materias del cuatrimestre y algunos textos. Literatura alemana, Literatura del siglo XX, Sociolingüística, Griego, Gramática, Teoría y análisis literario. Y los textos: "¿Qué es un autor?" de Foucault, "Nadja" de Breton, "Teoría estética" de Adorno. Busqué algún orden que erigiera a esos nombres bajo la forma de un sistema o una línea. Si bien no encontré una línea que me guiara, sino distintas direcciones posibles, sentí que esa cartelera me disparaba desde el fondo del papel una y otra pregunta.

¿Qué buscás en un texto de teoría y en un texto literario?

Suena un poco frívolo, pero creo que lo que buscan un poco todos. En primer lugar, que tanto uno como otro me diviertan. Es decir, un texto de teoría literaria tiene que plantearme un problema bajo una nueva luz totalmente insospechada, una resolución totalmente diferente de cosas que yo pensaba de una manera casi consuetudinaria. Puede ser que no sea una revolución de eso mismo que yo había pensado, puede que sea una pequeña luz hacia otro lado, un pequeño caminito para otro lado. Eso me divierte, me provoca una especie de euforia. La literatura siempre es eso: la generación de un entusiasmo en uno que tiende a desparramarse para todos lados y uno no sabe cómo desparramarla mejor.

¿Eso es, de algún modo, lo que hace un profesor de Literatura?

La teoría literaria puede ser enseñada porque pretende cierta objetividad, pero lo que es dificultoso o imposible de enseñar es la literatura. Entonces lo que uno hace con la literatura es pensarla, analizarla, pero en el fondo lo que un profesor de Literatura hace es transmitir siempre un entusiasmo. Incluso se deben contagiar cosas para que el alumno después pueda rechazarlas. Yo diría que en el momento actual es un entusiasmo cómplice en la medida en que apela a ese entusiasmo por una complicidad como de iniciados. En el sentido de que los que leen literatura la leen sabiendo que pertenecen de algún u otro modo a un círculo secreto y sospechoso que no cuaja de una manera habitual o corriente con los otros círculos. Los auténticos estudiantes de Literatura son los que están en contra de algo, incluso sin saberlo.

Esta pertenencia del estudiante de Letras y del lector de literatura en general a esa especie de gueto o secta secreta tiene su reverso oscuro en tanto muestra que la literatura, en algún punto, va desapareciendo...

Cuando uno ve que en las escuelas la literatura como fenómeno cultural se restringe, sin ser reemplazada por nada, uno dice "bueno, ahí es cuando la literatura como fenómeno de la lengua tiende a desaparecer", y esa desaparición sí hay que lamentarla un poco o bastante en la medida en que si la educación argentina está mal, la enseñanza de la lengua, que me parece básica en todo sentido, está muy mal. Y enfatizo: no sé si hay salvación o remedio en este momento, pero todos los que nos dedicamos a la literatura, a la lengua, tendríamos que pensar qué hacer. ¿Qué hago desde mi especificidad? La lengua está despreciada, mal enseñada.

¿Y qué se puede hacer, concretamente, desde la carrera?

En la carrera hay investigaciones sobre la lingüística aplicada a la enseñanza del español como lengua extranjera. Investigación sobre la lengua segunda, que tiene que ver, por ejemplo, con los grupos indígenas, donde hay sin duda una tarea que hacer con el olvido y la desatención. Se trata justamente de ver cómo enseñar el español, que para muchos grupos es una lengua segunda, cómo se los alfabetiza. Marcar un territorio. Pensemos que la literatura es un mar en expansión, en cuya superficie y profundidad descansan pequeños tesoros. El estudiante de Letras llega a la carrera buscando un mapa de naufragio y se le dan algunas pistas para llegar al fondo sin ahogarse, encontrar su texto y llevarlo a la superficie para transformarlo. En ese "agenciamiento colectivo de enunciación", dado por los profesores, los alumnos y los libros, el náufrago construye su propio tejido que es a la vez red y descomposición, identificación y distanciamiento, regla y excepción.

Por el placer de nombrar, ¿qué autores te entusiasmaron y te siguen entusiasmando?

¿Por el placer de nombrar? Un poco al azar: evidentemente Borges. Con Borges me pasó una cosa muy extraña. Yo leía mucho a Borges y tenía la idea de que nunca iba a poder escribir nada sobre Borges. Hubo un homenaje acá en la Facultad por la muerte de Borges donde participaron muchos y yo no quise participar porque me generaba una especie de parálisis crítica. Hasta que quién sabe por qué, salí de la parálisis. ¡Cómo un crítico literario no va a escribir a favor o en contra o no va a dar su tributo a Borges! Lo hice dos veces: una vez a propósito de Borges y el nacionalismo y otra sobre la relación literaria entre Borges y las mujeres. Otro que el que me emocionó mucho cuando era joven era Cortázar. Sobre Cortázar nunca pude escribir nada y lo leía mucho, y en este momento creo que sería incapaz de escribir ni siquiera medio homenaje a Cortázar. Creo que habría que revalorizarlo, leerlo de alguna otra manera. Después hay otras cosas que leo con absoluto interés que pertenecen a mi generación, como Lamborghini y Gombrowicz. Todavía me sigue maravillando que en cierta época ese culto por Gombrowicz no venía acompañado de las reediciones de "Ferdydurke". Son esas lecturas apasionadas en que uno sabe que hay tanta pasión, y el crítico literario tiene que tener el gesto dialéctico de la sospecha sobre la pasión. O entregarse sin tanta dialéctica. A mí todas mis pasiones me generan un superyó que me dice "cuidado".

¿Y cómo ves, por otro lado, el estado de la traducción en la Argentina?

Curiosamente es un tema que reaparece técnicamente. Creo que sigue habiendo muy buenos traductores a pesar de que no hay un aparato. Los traductores no traducen sólo por el placer de traducir, traducen también para ganarse la vida. Curiosamente, se ve esa energía de la traducción en gente que tiene que ver con la poesía. Ahí me parece bastante significativo: gente que brinda esos esfuerzos por la nada, y en esa nada poética consiste el esfuerzo. Ahí hay cosas muy interesantes.

¿Qué es una buena traducción?

No tengo la menor idea. Uno podría pensar que una buena traducción es aquella que uno la lee como si estuviera escrita en español, pero los mismos traductores te dicen que no, que la traducción tiene que dejar que lo extranjero del texto resuene como extranjero en castellano. Tiene que tener esa sombra de distancia interior, lo cual es evidentemente más complejo que escribir el original. Me parece bien la cita de Benjamin, un texto exige, clama la traducción. Porque un texto que se resigne a permanecer en la propia esfera lingüística y cultural está en cierto modo amputado. La literatura creo que tiende a una universalidad. La literatura sigue siendo el primer fenómeno de globalización. El lector apasionado que no sabe checo, que no sabe alemán, y sin embargo tiene la apetencia de incorporar eso. En esta Facultad se enseñan siete literaturas extranjeras y a todas se las enseña en traducción. Funciona el imperio de la traducción en su máxima potencia. Nunca pueden estar especializados en literatura francesa o italiana, pero por otro lado se refuerzan los contactos de la cultura argentina desde una posición muy íntima respecto de lo otro. Es paradójico. Escenas de lectura, la casualidad o el destino me pusieron, a lo largo del mes, en algunas clases de la carrera. Estuve en aulas chicas y vacías, pequeños cubos en donde se leía a Joyce y a Kafka, como perdidos en mundos posibles. Estuve en enormes auditorios, donde el silencio sepulcral sólo se rompía cuando el profesor retomaba el hilo del discurso, acaso perdido en algún corredor de la sintaxis. De uno u otro modo, siempre me sentí en una escena de lectura: el estudiante leyendo al profesor y a sus compañeros, el profesor leyendo la literatura y su enseñanza. De eso se trata.

Cuando un estudiante de Letras estudia alguna de las literaturas se acerca a los textos literarios pero también a las figuras de los autores, sus vidas, su mito. ¿Cómo funciona eso que, de algún modo, es exterior a la obra?

Yo creo que la literatura, a pesar de que estoy pensando en contra de mis preocupaciones teóricas que hablan de que el sujeto que escribe desaparece en aquello que escribe, es una gran fábrica de mitos y de sujetos míticos. Esta dimensión de crear el mito subjetivo que es necesaria a la literatura. Si algo demostró Foucault es que la literatura moderna no puede prescindir de esta entidad que se llama "autor". Por supuesto, un autor relacionado con un fantasma, que está ahí entre afuera y adentro del texto. Hay gente que diría que el texto mismo es el que crea el mito del escritor. Pero pienso que no sólo el escritor en su conducta, en su charla, en su manera, refuerza algo que está en los textos o que directamente está en contraposición con los textos. Y yo creo que ahora, para crear ese tipo de mitología, los medios escritos que todavía le dedican algún parrafito a la literatura son el lugar en donde esos mitos circulan y la oportunidad de que el escritor los cree también. A veces no desde una manera deliberada, pero a veces ya tener una actitud frente a los premios, tener una actitud frente a otro escritor supone algo. Fogwill en esto es un maestro. Otro maestro, lleno de reticencias y de polémicas, es Aira, son dos maestros en la construcción de mitos.

Podemos pensar en filósofos como Nietzsche, Sartre, Deleuze que escribieron a favor de la caída de los mitos. ¿Qué relación hay, entonces, entre la filosofía y las letras?

Las tres carreras de esta facultad están absolutamente ligadas: Filosofía, Letras e Historia. La tensión entre la literatura y la filosofía la tenemos desde Platón en adelante. A mí me parece muy provechosa esta tensión entre el discurso de la filosofía y el discurso de la literatura, que se miran, se olfatean como perro sospechoso uno del otro. Siempre se están mirando con el rabo del ojo, una para no caer en la otra y viceversa. Uno podría decir que la deconstrucción es como el último avatar de esto mismo. No creo que la filosofía sea un género de la literatura y que todo sea literatura. Me parece que hay un juego de la filosofía y de la literatura que es institucional, y si un filósofo puede ser más literario, eso lo marca o lo diferencia. Y necesariamente un filósofo debe ser un escritor y un escritor no tiene que necesariamente ser un filósofo.

¿Y qué es un escritor?

Yo diría alguien que está situado en una posición que piensa en los restos: en lo que quedó, en lo que va a quedar, en lo que está quedando. Con eso hace algo. Un escritor tiene que ver con los restos: con lo que se olvida, con lo que se deja, con lo que cae a un costado. Esto se ve claro en Perlongher. Y con esos restos que una cultura o una sociedad dejan caer, se hacen radiografías de lo que se tira, de lo que se deja.

¿Cómo se relaciona con la política?

Está volviendo Sartre. En literatura cuando más intencionado es alguien que escribe en un sentido consciente, es sospechoso. A lo mejor es un prejuicio adorniano mío. La política también es como un devenir absolutamente permanente y lo que vos creés de un modo consciente que es compromiso ético, político, en una oleada posterior quedó demostrado qué equivocación histórica cometías. Alguien que puede escribir no demasiado atento a eso pero al mismo tiempo sin cortarlo, y dejar que eso (la cultura, la política) actúe sobre vos, me parece que es la única manera ética de trabajar sobre eso que te afecta. No quiere decir que algunas obras de compromiso no sigan funcionando. La política sería literaria cuando es imprevisible, pero la política es como el discurso del cliché.

Desde esta visión del escritor como alguien que trabaja con los restos y que deja que la realidad actúe sobre él, podemos volver al ámbito de la facultad. ¿Qué lugar ocupa la Facultad de Filosofía y Letras dentro de la UBA?

Hoy, igual que ayer, la Facultad de Filosofía y Letras siempre fue sospechada y sospechosa. El papel que cumple es el de la sana extranjeridad connacional. ¿Qué es este discurso que funciona acá? Creo que hay también un folklore propio de Filosofía y Letras que se presenta como revolucionario y que yo lo veo bastante pacato, incluso dentro de una carrera como Letras, en que se supone están con el oído atento a la realidad social. Me parecen discursos muy poco "aggiornados" y manifiestan un tipo de compromiso, para usar una palabra sartreana, pero no se atreven a pensarla en serio. No se atreven a pensarla con otros parámetros más que los que tienen, que son los heredados. Uno puede tomar gente de esta facultad y con respecto de lo que pasó en el 2001, 2002, uno se encuentra con cosas sorprendentes. Uno diría, "bueno, está bien, una cosa que te apabulla no te permite pensar demasiado", pero lo que uno le exige a un intelectual es que piense su condición y las condiciones que lo rodean desde algún ángulo interesante. No sé si verdadero: interesante quiere decir que te lo presente desde otro ángulo. Habría que hacer el ejercicio de leer todas las palabras que se dijeron en ese momento y el denominador común sería apabullante.

Y en este contexto, ¿cómo está el nivel de las cátedras?

Siempre fue heterogéneo. En la carrera te encontrás con que hay que fabricar de la nada, como algunas lingüísticas y otras disciplinas que en Argentina no tienen tradición. Por ejemplo, una exigencia que fue puesta por los alumnos cuando se cambió el plan de estudios, que exigían literatura eslavas. A mí me parece un desafío, algo que se está desarrollando. Lo que se supone es que la Carrera de Letras lo que debe tener es un alto desarrollo y excelencia en literatura argentina y latinoamericana. Esto era inobjetable cuando estaba Sarlo. Ahora el desafío es para los discípulos de Sarlo. A veces los sucesores no están a la altura del maestro, y a veces lo superan.