3 de abril de 2016

Samanta Schweblin: "Un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes" (2)

Se entiende que un escritor es ante todo un administrador de la información que posee sobre la historia que narra y sobre sus personajes. No todo lo que sabe sobre una historia es indispensable para que se entienda la narración. Cuando ese conocimiento no plasmado en la escritura es perceptible para el lector estamos, sin dudas, ante una obra bien escrita. Es lo que ocurre en las historias de Samanta Schweblin: el lector es también protagonista, es quien cierra el círculo. La autora de la novela “Distancia de rescate” y los libros de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías” logra crear en su escritura -a partir de situaciones cotidianas- historias siniestras, oscuras, cargadas de tensión y vértigo, que se leen “de una sola sentada”, como pretendía Edgar Allan Poe (1809-1849) en “The philosophy of composition” (La filosofía de la composición). Samanta Schweblin es, para buena parte de la crítica, la escritora argentina con mayor proyección. Es la inventora de personajes que se atreven a cambiar, a salirse de los moldes, a probarse en situaciones que no siempre controlan; la autora que, gracias a su capacidad de observación y su habilidad narrativa, logra traducir al lenguaje de la ficción la verdad oculta que hay debajo de las formas. Sigue a continuación la segunda y última parte de la edición de entrevistas que Schweblin concedió a distintos medios periodísticos argentinos en los últimos tiempos.


Ricardo Piglia, en una entrevista, le otorgaba algunas características particulares al género de la “nouvelle”, que la distingue de la novela larga y del cuento, como la de man­tener un secreto, "un sentido sustraído por al­guien" alrededor del cual juega el texto y se construyen sus intrigas y sus redes, algo muy presente en tu escritura. ¿Cuál es tu visión?

Es muy interesante la distinción que hace Pi­glia entre cuento y “nouvelle”. La idea de un fi­nal que en el cuento coincide con el propio final del cuento y, en cambio, en la “nouvelle” es­tá puesto en otro lado. La ambigüedad extre­ma de la “nouvelle”, en la que nunca sabemos si la historia que pensamos que se ha contado es la que verdaderamente se ha contado. Pien­so en algunas de mi “nouvelles” preferidas, como "Muy lejos de casa" de Paul Bowles, o "El nadador en el mar secreto" de William Kotzwinkle, o "El ruletista" de Mircea Cărtărescu, y son libros que cumplen perfectamente con estas tendencias.

Cuando empezaste a escribir, ¿pensaste que iba a gustar tanto tu literatura, que iba a te­ner tanta repercusión? ¿Cómo te llevas con eso?

No, no. Por supuesto que no. Es que la idea de dedicarme a la escritura ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Por eso incluso me pu­se a estudiar cine, cuando en realidad ya estaba muy compenetrada con la escritura. La reper­cusión de los libros da muchos lectores y eso siempre se agradece. Tiene una contracara para mí desconocida hasta ahora, y es que el tema de las entrevistas y los compromisos sociales em­piezan a ocupar un lugar más importante en la agenda, y son cosas que nunca me gustaron de­masiado. Pero qué más puedo pedir, estoy vi­viendo de lo que me gusta, y de lo que considero que mejor se hacer, es un gran privilegio.

A pesar de vivir en Alemania seguís si­tuando tus historias en Argentina, en “Distan­cia de rescate” tocás una problemática muy propia de Argentina como son las consecuen­cias del uso de agrotóxicos en el campo. ¿Qué te llevó a cruzar tu “nouvelle” con esa cuestión? ¿Tiene que ver con hacer una denuncia social?

Vivo en Alemania pero sigo pensando y escri­biendo en Argentina, y creo que será así por lo menos por un tiempo más. Hoy por hoy nece­sitaría una excusa muy fuerte para escribir sobre Alemania, porque mi mundo sigue estando an­clado en Argentina. Lo primero que surgió durante la escritura de “Distancia de rescate” fue la relación entre Aman­da, Carla, Nina y David, y todo el tema de las migraciones. El glifosato fue una búsqueda pos­terior, cuando entendí el tipo de accidente que estaba necesitando para contar esta historia. Pero llegué a él por mis propias preocupaciones como ciudadana argentina. Hacía tiempo que venía siguiendo con espanto las políticas sojeras y las consecuencias nefastas de las fumiga­ciones con glifosato en la gran mayoría de los productos que consumimos. Así que fue un gran alivio poder volcar algo de todo ese horror en el libro. Estuve tentada de poner nombres y mar­cas muchas veces, pero la literatura no puede ser informativa con estas cosas. Si logro trans­mitir algo del horror que me provocó como ar­gentina entender lo que esta pasando en este momento en el campo argentino, me doy por satisfecha.

¿Qué es lo importante para vos a la ho­ra de escribir? ¿Cómo lográs construir esa tensión que atraviesa toda tu literatura y que nos hace leerte al borde de la silla de princi­pio a fin?

Me gusta la tensión, quizás porque soy muy distraída y necesito que un texto me sostenga fuerte, me demande, me envuelva. Es algo que siempre exigí como lectora. Y con tensión no me refiero a la intriga del “thriller” o del terror. Hay algo más, a veces incluso puede ser muy su­til. Esa sospecha de que se descubrirá algo nue­vo o de que en la travesía podríamos pensar en algo en lo que nunca antes habíamos pensado. La gratificante sensación de que, a cambio de nuestra lectura, el texto nos devuelve algo. Así que cuando escribo busco también esto, es que creo que la literatura siempre gira alrededor de estas energías de la tensión y la atención.

Sobre la llamada "nueva narrativa argentina", ¿te sentís parte de ella? ¿Existen para vos cosas en común en esa nueva generación de escritores?

Me siento parte de una generación a la que le ha tocado vivir cambios y experiencias comunes. Los primeros y no muy productivos entreveros entre literatura e internet, la fluida comunica­ción con otros escritores de Latinoamérica, el disparo de nuevas y muy buenas editoriales in­dependientes que le devolvieron a los libros la espontaneidad, la diversidad y la calidad que los grandes monstruos editoriales habían ido lavan­do. En ese sentido han pasado muchas cosas que nos marcan y nos forman corno generación. Pe­ro creo que en el sentido estricto de la escritura somos heterogéneos, escribimos desde mundos, géneros y poéticas muy distintas. También, en ge­neral, somos una generación que se lee mucho entre sí, y se lee bien. Quiero decir, se lee con apertura, nutriéndose y pensándose a sí misma con generosidad y curiosidad, más allá de los gé­neros, las políticas y las estéticas.

En esa generación, ¿hay algo que los distancie de la tradición y los distinga de algún modo?

No puedo identificar nada en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación, quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos.

Dentro de esos nuevos escritores desta­cados hay varias mujeres, aunque en el género de la literatura fantástica o del absurdo, que trabaja, como lo haces vos, en ese límite entre lo real y lo extraño, predominan los hombres. ¿Cómo es para una escritora entrar en este universo? ¿Te tocó lidiar con estas etiquetas sobre lo que debería escribir una mujer?

Por supuesto. Bajo la etiqueta de cuentista, a veces te preguntan si escribís "cuentitos para chi­cos". O hay que bancarse que, como halago, a una le digan que escribe como hombre. Pero es parte del juego, todos lidiamos con las etiquetas, los hombres también. Y a veces -en algunos ám­bitos- luchar contra ellas también es subrayarlas. Creo que en literatura lo mejor que podemos ha­cer las mujeres para ganarnos nuestro espacio es escribir lo más genuina y furiosamente posible.

En una entrevista dijis­te que estás muy alejada de la academia, que no te sentís para nada una intelectual, ¿podes contarnos más sobre eso?

Es que tengo un gran respeto por la academia, por los teóricos. De verdad, hay que salir de Ar­gentina para entender -y esto siempre hablando en líneas generales- lo analíticos, profundos y complejos que somos a veces los argentinos cuando nos sentamos a pensar. Admiro eso, y quizá lo admiro tanto porque justamente me siento bicho de otro rebaño. Mi formación "ar­tística" -si es que existe algo así- empezó a mis seis años, de manos de mi abuelo materno, que era artista plástico, grabador. Mi formación vie­ne de un taller en el que se trabajaba con tintas, chapas, ácidos, buriles. Vengo de una familia de artistas plásticos y se me entrenó desde chica para ese mundo de lo visual, de lo tangible.

También mencionaste la biblioteca de tus padres. ¿Tu primer acercamiento a la literatura son esos libros familiares?

Era una biblioteca que me permitió leer desde muy, muy chiquita porque mis papás tenían un jardín de infantes y mi mamá era maestra jardinera, y había una cantidad de bibliografía para chicos enorme. Nadaba en libros para chicos que además no eran míos, entonces tenía una fascinación porque quizás eran libros que venían uno o dos días y después volvían a la biblioteca del Jardín de Infantes. A los once o doce empezó la incursión a la biblioteca de los adultos, que tenía muchos autores del “boom”, muchos clásicos como Dostoievski o Kafka. Vivía en Hurlingham y era muy lindo viajar al centro para comprar libros en las mesas de saldos de Corrientes con mis primeros dineritos. Además los libros que eran baratos, los que me podía comprar, eran los bodoques, los ladrillos de las colecciones de clásicos. Después, el descubrimiento de algunos autores que me alucinaron, como Cortázar o Boris Vian, que descubrí en la biblioteca de una amiga.

¿Y mucha lectura en el tren?

Leía muchísimo en el tren. Típico de la gente que vive en provincia y va a estudiar a Capital y que tiene una hora y media o dos de ida y lo mismo de vuelta. Tenía todo un sistema que me permitía bajar del colectivo leyendo y sacar el boleto del tren sin bajar la mirada, porque todo ese tramo del colectivo al tren, que eran como quince minutos, me parecía una pérdida de tiempo enorme. Había sacado la cuenta y, a lo largo del mes, eran como ocho libros que podía leerme si no bajaba la vista en ningún momento.

Distancia de rescate” fue primero un cuento de “Siete casas vacías”, ¿qué fue lo que te llevó a transformarlo en una “nouvelle”?

Simplemente, no funcionaba. Fue un cuento que reescribí muchísimo, ya no recuerdo cuán­tas veces, y no me conformaba. Fue en uno de esos tantos borradores que apareció la voz de David. Cuando David habló, lo ordenó todo. Cuando David le pregunta a Amanda, constan­temente, ¿qué es lo importante?, también me lo estaba preguntando a mí. Obligándome a no bifurcarme, a avanzar lo más rápido posible pe­ro también atenta a cada detalle. Descubrí que era una historia que necesitaba introspección, la revisión y la búsqueda que solo un diálogo intenso entre dos personas me podía dar, y so­bre todo, necesitaba ciento treinta páginas más de las que yo estaba acostumbrada a manejar.

¿Tenés alguna opinión particular de es­te género? En varias entrevistas dijiste que elegís, con “Siete casas vacías”, volver al cuento. ¿De dónde parte esta elección para vos?

No lo siento como una elección. Es algo que trae la propia idea, creo que en el germen de una idea ya hay una pista del género, la exten­sión, la voz, el ritmo. De todas formas estoy muy curiosa con lo que está pasando con las “nouvelles”. Creo que lo mejor de mis últimas lec­turas tuvieron que ver con este género. Hay una intensidad, que viene del cuento, y a la vez una profundidad, que da la extensión de la novela, que me resultan muy atractivas.

En “Distancia de rescate” y “Siete casas vacías” hay un cambio en tu modo de escribir, una mayor homogeneidad en el estilo, los temas y los escenarios. Como si la búsqueda de tus libros anteriores comenzase a definirse de un modo más claro hacia cierta dirección.

Sí, claro. Son evoluciones, si reescribiera “Pájaros en la boca” sería muy distinto de como fue, ni mejor ni peor. En mi caso el cambio tiene que ver con acercarme al realismo, un género que no me llamaba la atención antes. También como lector te vas haciendo un canon más amplio y te das cuenta de las tradiciones en las que te interesa enmarcarte. Está bueno tomar esa decisión de manera intuitiva, cuando uno todavía no conoce del todo el árbol genealógico, pero después es útil saber con quiénes dialogás. Es cierto que “Siete casas vacías” es más homogéneo en el tono, el color, los climas y hasta la geografía de los cuentos que “Pájaros en la boca”, y ni hablar de “El núcleo del disturbio”, que era directamente un “collage” de géneros y voces. Como un pintor que hace bocetos antes de empezar un cuadro.

¿Que tienen en común, en tu visión, los cuentos de "Siete casas vacías"?

Casas, cajas, listas, cuerpos desnudos, vecinos, jardines, ropa y angustia. Lo que más me impresionó fue encontrarme, casi con sorpresa, con un libro tanto más realista que los anteriores, tanto más cercano y hasta por momentos autobiográfico. Y aún así descubrir también que esta sensación constante de que algo terrible y fuera del registro de lo real podría suceder de un momento a otro -que es algo aparentemente muy presente en lo que escribo-, podía mantenerse intacto en un registro tanto más cercano al realismo. Quizá sea esa grieta, esa zona oscura, lo que siempre estoy buscando, escriba el género que escriba.

Todos los textos cabalgan sobre la pregunta “¿qué es lo importante?”, y uno piensa en qué es lo que juzga importante la autora.

Hay dos búsquedas: una es la del texto, que si bien es un texto con mucha acción y en el que suceden muchas cosas, es un texto muy reflexivo. Como si fuese una sesión de psicoanálisis en donde uno se pregunta y se re pregunta muchas veces lo mismo y no se contenta con cualquier respuesta. Pero también fue una especie de leitmotiv para escribir, es una pregunta que me hago todo el tiempo cuando escribo, pero sobre todo con este texto. Es una pregunta que tiene que ver con como construyo mis mundos literarios, es una pregunta tonal en mi cabeza.

¿Un llamador?

Un llamador, un concentrador y un limpiador.

¿En el sentido de la corrección?

Exactamente. Es como respetar al lector. Soy una lectora muy exigente y muy abandónica. Abandono muchos libros en cuanto siento que el narrador no está controlando todo y no sabe perfectamente lo que está haciendo, siento que ya no puedo confiar en él y ya no me interesa. Es algo que practico mucho y siento que es una responsabilidad como narradora cuidar ese tiempo.

Debe ser muy difícil sentarse a escribir porque debés tener miedo a que alguien haga lo que vos hacés.

Sí, es terrible, es un gran abortivo. Pero son momentos distintos. En los momentos creativos uno funciona como una esponja, cuando uno absorbe e intenta generar ideas nuevas, y hay momentos que son de corrección, limpieza e higiene de un texto.

Imagino un nivel de autoexigencia muy alto.

Sí, y en verdad es un problema porque pareciera que cualquier texto que puede fallar o que no vaya a ser grandioso no vale la pena que sea escrito. Por suerte cuando uno escribe realmente cree que lo que uno hace es maravilloso, grandioso y que jamás alguien escribió algo parecido pero después cuando al día siguiente uno lo lee se da cuenta que es una porquería. Por suerte el momento creativo tiene una sobredosis de endorfinas que ayuda a avanzar sin criticar tanto.