17 de enero de 2016

Emily Brontë y la historia de un relación tempestuosa (2)

El amor de Catherine por Heathcliff es una realidad primera, inquebrantable. Sin embargo, cuando Hindley lo rebaja al rango de los domésticos, admite que casarse con él sería "degradarse", aunque inmediatamente reafirma su amor. Ella dice que lo ama "no porque sea bello, sino porque él es más yo de lo que yo soy". Entonces, altanera y fogosa, en un arre­bato seduce a Edgar Linton subyugado por su "exuberante vivacidad". Linton no es más que el adinerado y manipulable vecino de la Granja de los Tordos, el otro de los escenarios donde se desarrolla la novela, y que encarna a la perfección los valores tradicionales. Ante esta evidencia, casarse con él es un acto que no tiene ningún alcance real: es sólo comodi­dad, que justifica de la siguiente manera: "Si nos casáramos, seríamos pordioseros. Mientras que si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a rebelarse y a sacarlo del poder de Hindley". Habla de él como de un hermano elegido, cu­yo amor habría sustituido al que antes sentía por su hermano de sangre. Más que un hermano, ve en él a su doble, aparentemente andró­gino, como ese extraño organismo bifronte organizado morfológicamente como un ser dual como son los personajes centrales de “Macbeth”, la obra de William Shakespeare (1564-1616), una especie de siameses adheridos entre sí por un pegamento inviolable: el proyecto de la autosatisfacción narcisista.
Sin darse cuenta de que esto quizá disimule un incesto (que desea oscuramente), Catherine, a diferencia de Ma­non -la protagonista de “Manon Lescaut”, la novela de Antoine François Prévost (1697-1763)- no brilla por la debilidad de su compañe­ro, sino, en cambio, por su grandeza salvaje. Sin embargo, ella no es nada, algo que se advierte en sus relaciones con Linton o en sus reacciones ante la violencia monomaníaca de Heathcliff. Él, un niño encontrado, de orígenes oscuros, "casi tan negro como si viniera del diablo", es de los que sienten "un placer salvaje en excitar la aversión más que la estima de sus pocos conocidos". Combi­na la susceptibilidad de Otelo y la ferocidad de Calibán (personajes shakesperianos también) limitado a la esclavitud. Esto, en lo que a la magnitud desmesurada del odio se refiere, porque en él el odio es la sombra que proyecta el amor.
Al ver que su amada Catherine elige en matrimonio a Linton, Heatcliff huye de Cumbres Borrascosas y regresa a los tres años, esta vez convertido en un rico propietario. Nada se sabe sobre ese período: ni dónde se refugió, ni cómo se educó, ni cómo hizo su fortuna, pero lo cierto es que su regreso supone el inicio de la tragedia en Cumbres borrascosas. Katherine se ha casado. También su hermano Hindley, quien ahora lo recibe con gusto debido a su nueva posición económica. Pero Heatcliff sólo planea cruelmente no sólo devolver el mal que un día cometieron contra él sino también el destino de las sucesivas generaciones: “He vencido a mis antiguos enemigos y ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus descendientes”. Heathcliff vive sólo para la venganza; su violento y tenebroso amor hacia Katherine hará que ella se vea envuelta como por una red que acabará matándola cuando nazca su hija, Cathy. Entretanto, él se casa con Isabella, hermana de Linton, sin amarla, y la maltrata cruelmente; maneja a su antojo a Hindley y a su hijo Hareton, dejando a este último inculto y salvaje para vengarse de los malos tratos que Hindley le había infligido a él cuando era niño.
Fascinación tenebrosa, sinceridad funesta que desconcierta a los fuertes y atrae a los débiles: no necesita amenazas, promesas o mentiras para llegar a su objetivo. Su energía sobrenatural, que vemos en la misma época en, por ejemplo, el Vautrin de “La comédie humaine” (La comedia humana) de Honoré de Balzac (1799-1850) o el Fabrizio de “La chartreuse de Parme” (La cartuja de Parma) de Henri Beyle,  Stendhal (1783-1842), provie­ne directamente de la novela gótica de los tiempos de Horace Walpole (1717-1797). Se alimenta de una segunda obsesión, la venganza, que apunta a dejar en la ruina a un enemi­go, por un lado, a un rival, por el otro, y a recuperar el estatuto que le acordó su padre adoptivo, que restaura su dignidad y lo convier­te en el igual de Catherine. Una desmesura de este tipo funda una estética particular. Las novelas burguesas de Samuel Richardson (1689-1761) o Henry Fielding (1707-1754) fueron incapaces de dar cuenta de esta experiencia singular. Emily Brontë se sitúa también en las antípodas del realismo balzaciano, fundado en la psicología y en la realidad social del tiempo. Anuncia el romance norteamericano, un géne­ro novelesco distinto que algunos años más tarde se impondría con “The scarlet letter” (La letra escarlata) de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y con “Moby Dick” de Herman Melville 
(1819-1891).


La dimensión privilegiada de esta mutación genérica que emprende Emily Brontë es el espacio más que el tiempo: las configuraciones espaciales se imponen en detrimento de las maduraciones temporales. También se define por la simplificación de las líneas, la estilización de la puesta en es­cena, el acento sobre la tensión espiritual, incluso sobrenatural, que anima las pasiones. Más cerca de la ópera “Tristan und Isolde” (Tristán e Isolda) de Richard Wagner (1813-1883) que de la antes citada novela “Manon Lescaut”, “Cumbres borrascosas” descubrió un medio de expresión que hace justicia plenamente a la especificidad de su tema. El espacio está estructurado de manera esquemática, a la mane­ra de un drama de Shakespeare, con una economía ejemplar de los medios.
Existen dos polos alegóricos fuertemente magnetizados, zonas prohibidas recíprocamente, que invitan a la transgresión. Por un lado está la finca con la habitación de Catherine, lugar de una infancia compartida con Heathcliff, paraíso perdido que preserva en su corazón. Por el otro la mansión, lugar social de la edad adulta de la exis­tencia matrimonial de Catherine con Linton, prisión dorada que se convertirá en su tumba. Estos espacios se adecúan a la estructura del libro, compuesto por dos partes, propicio para las reverberaciones de reflejos y ecos. En la bisagra del díptico, la muerte de Catherine y el nacimiento de Cathy marcan la frontera entre las manifestaciones y las metáforas del amor. La composición del libro toma la forma de un ballet: figu­ras de contradanza entre las parejas, permutaciones, inversiones de roles, desplazamientos, condensaciones, familias descuartizadas, ani­quiladas y recompuestas por la generación siguiente. Incluso cuan­do Catherine desaparece, su mirada -"los bellos ojos negros de los Earnshaw”- sigue brillando en los rostros de los sobrevivientes.


El mito del eterno retorno gobierna y moldea la acción: Cathy descubre el amor precisamente a los diecinueve años, edad en la que su madre la daba a luz en la desesperanza. Obligada a casarse con el hijo enfermizo y repugnante que Heathcliff había tenido con Isabella, luego de la muerte de éste cobra afecto por Hareton, el hijo de Hindley. A esas alturas, el temperamento de Heathcliff ya está agotado: desea la muerte para reunirse con su amada. “¡Ojalá termine este tormento! -suplica- ¡Katherine Earnshaw, quiera Dios que no descanses mientras yo viva! Si hay espíritus que andan errantes por el mundo, ¡quédate siempre conmigo, toma cualquier forma, vuélveme loco! Pero, ¡por favor!, no me dejes en este abismo donde no puedo hallarte. ¡Oh, Dios mío! ¡Cómo decírtelo! ¡Yo no puedo vivir sin mi vida! ¡No, yo no puedo vivir sin mi alma!”.
Con este recurso, Emily Brontë consigue maximizar la fuerza de sus personajes, fuerza que resulta potenciada por el entorno, entorno que tiene una dosis de electricidad. Y para agravar la sensación de encierro, los jóvenes de Cumbres borrascosas y la Granja de los tordos terminan casándose entre ellos, ya que no hay nadie más en el horizonte. Al final se produce una relación endogámica: Cathy y Harenton son primos. Al margen del siglo y del tiempo, el amor loco se perpetúa de esta manera. En el umbral del libro, el lector se entera de que la finca Cumbres borrascosas lleva grabada sobre su puerta la inscripción “Hareton Earnshaw, 1500”. Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Son el nombre  y la fecha del último de la descendencia, Hareton Earnshaw, con el que la historia vuelve a comenzar su ciclo.


Lejos, muy lejos en el tiempo y en el espacio, quedó aquel violento monólogo de Heathcliff ante la agonizante Catherine, tal vez el más lacerante y categórico de toda la novela: “Ahora me demuestras lo cruel que has sido conmigo, cruel y falsa. ¿Por qué me despreciaste? ¿Por qué traicionaste a tu propio corazón Katherine? Yo no tengo una palabra de consuelo. Tú te mereces esto. Tú misma te has dado muerte. Sí, ya puedes besarme y llorar y arrancarme besos y lágrimas: te abrasarán, te condenarán. Si me amabas, ¿qué derecho tenías a abandonarme? Sí, contéstame, ¿qué derecho a satisfacer un capricho ruin como el que tuviste por Linton? Dímelo. Porque tú misma, por voluntad propia, hiciste lo que ni la desgracia, ni el envilecimiento, ni la muerte, ni nada de lo que Dios o el Diablo nos pudieran infligir habría logrado en su empeño de separarnos. No he sido yo quien ha roto tu corazón, te lo has roto tú misma, y al hacerlo has destrozado el mío. Y la peor parte me toca a mí, porque aún tengo fortaleza. Pero, ¿acaso deseo vivir? ¿Qué clase de vida será la mía cuando tú…? ¡Oh, Dios mío! ¿Acaso te gustaría a ti vivir si te encerraran el alma en una tumba?”.