24 de mayo de 2014

Entremeses literarios (CLXXV)

CAÍDA DEL CIELO
Juan Martini
Argentina (1944)

Si su destino hubiese sido un cementerio marino; si un error en New York la hubiese sentado en otro vuelo, verbi gratia: en el Boeing 747-200B de KAL que aque­lla noche, después de su habitual escala en Anchorage, el veterano comandante Chun Byung In conduciría hacia la cresta de la leucemia bélica; si, por tanto, los restos de su cuerpo derivasen aún hoy en aguas del Mar de Japón, bajo flores coreanas y fantasmas siberianos; si los gobier­nos occidentales -por así decirlo- se hubiesen visto en la obligación de repudiar también el estallido de sus tiernos muslos, el íntimo holocausto entre medusas de sus brazos y su pelo, las abyectas dentelladas del tiburón que habría asaltado su lecho de plancton, sus ojos y su vien­tre en esa fría y última morada de altas olas en mareas in­clementes; si el anónimo piloto de un caza Sukhoi 15, y el mariscal Nikolai Ogarkov, y el comentarista de tele­visión Genryk Borovik, y la propia y austera agencia Tass hubiesen debido imputar a la involuntaria pero infalible memoria de un misil aire-aire no sólo las pérdidas irre­parables y los nombres inolvidables de Lawrence P. Mc­Donald (Georgia), congresista demócrata y líder de la extrema John Birch Society, y de Rebecca Scruton (Connecticut), joven viuda y madre, sino además los de una ignota (Olivos), melancólica y esbelta huérfana y heredera argentina; si ella, entonces, hubiese embarcado en el Korean Air Lines Flight 007, que desde el New York City's John F. Kennedy International Airport, acu­diría ciegamente a la cita secreta de su último duelo celestial, sería admisible creer en consecuencia que quizás ella, a bordo, habría esparcido en el olvido las cenizas fatuas de la película "Man, woman and child" y habría probado con recelo un plato de "zucchini au gratín", y se habría humedecido más tarde sus espléndidos labios con un sorbo de vino rojo, y habría hojeado conmovi­da las páginas del "Time" del 12 de septiembre de 1983, o se habría limado las uñas desdeñando las miradas explí­citas de un ardiente súbdito oriental, o se habría dormi­do después de haber fumado un cigarrillo, inapetente y aburrida, sin advertir las bases terrenales de Petrapavlosk, en la península de Kamchatka, y Vostochniy, en la isla de Sakhalin, abajo, ni los guiños, las luces parpadeantes, el aleteo convencional y metálico de los Mig 23, arriba, colmillos de lobos nocturnos, heridas de una estrella car­nívora, aullidos esteparios que cortarían la ruta que ya no conducía angelicalmente al Seoul's Kimpo Airport. Y si así hubiese sido, si su destino aquella noche hubiese si­do un destino real -amable y humano-, ella no hubiera podido llegar hasta aquí para preguntarme, como acaba de hacerlo, si es verdad que ya no la quiero.


NUEVA ARS POÉTICA
Osvaldo Sauma
Costa Rica (1949)

Ya sin afán ni aspiraciones sólo escribo para no morirme antes de tiempo, para liberar al amor y al rencor del combate feroz de las vísceras y no olvidarme jamás de los artífices de la usura. También para sentir (de vez en cuando) ese nirvana transitorio de toda creación furtiva del silencio.


O UNA COLUMNA DE HUMO
Mar Horno García
España (1970)

A la cola, como todo el mundo, lo pusieron. Subió un poco la cabeza y vio una larga fila. Sin querer, empezó a imaginar que todos eran una sarta de cuentas de un collar infinito. Una larga cadena de preciosos eslabones dorados. Una hilera de olivos de su tierra amada. Una línea discontinua de una carretera que desembocaba en la playa. Una bandada de pájaros que volaba hacia el sur. Una ristra de conchas marinas unidas por un hilo de plata. Una retahíla de palabras que formaban un poema, y se olvidó, completamente, de que solo eran una recua de reses. Y al fondo, los hornos crematorios.


EL PAJARERO
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina (1920-2005)

Todos los amaneceres recorría el bosque saludando a los pájaros con las manos en alto e imitando sus píos, gorjeos y silbos.
- ¡Avecitas mías, aladas hermanas! ¡Livianos corazones de la maña­na, alegría del cielo! ¡Aquí está mi pecho, si necesitáis nido! ¡Aquí mis manos, para calentaros si tenéis frío! ¡Cuánto os amo, hijas del Sol y del aire, volvedoras golondrinas, armoniosos jilgueros, gorriones saltarines, ruiseñores de la noche! ¡Aquí estoy yo, vuestro hermano! ¡Buenos días, buenos días...!
Así decía el pajarero mientras armaba sus ligas en los lugares del bosque concurridos por los pájaros: algún manantial o los senderos don­de caían de los carros de los labradores granos de trigo, mijo o alpiste. Al mediodía comía sus ajos y anchoas emparedados en rodajas de pan frito, bebía media bota de vino y se detenía a descansar, siguiendo con arrobo y lágrimas de ternura en los ojos el vuelo de sus hermanos alados. Luego, desandando sus pasos, recogía el fruto de su labor, medio cente­nar de pájaros de toda especie, los descogotaba en el acto y los vendía en la plaza del mercado
- ¡A los ricos pajaritos para el guiso de hoy! ¡Pajaritos, pajaritos pa­ra el arroz y la polenta! ¡Pronto, pronto, que no quedan más!
A unos pasos de allí, en el lugar de la plaza reservado para actos cí­vicos, casi siempre había un candidato a senador, edil, pretor o cualquier otro puesto discernido por el voto de las gentes, proclamando con gran­des ademanes y voces ante algunos incautos, su infinito y desinteresado amor por el pueblo.


PEQUEÑO DETALLE
Alonso Ibarrola
España (1934)

El cadáver se halla sobre el lecho mortuorio. La viuda, hacendosa hasta en el dolor, no descuida el más leve detalle. El aposento está limpio y ordenado, pero con un plumero prosigue su concienzuda búsqueda de polvo por todos los rincones, mientras musita unas oraciones. Otra señora, de luto riguroso, acurrucada en un rincón, observa sus afanes y musita asimismo unas oraciones. El féretro, colocado a los pies del difunto, aguarda... Se oye un timbrazo. Las dos mujeres interrumpen sus oraciones y se miran interrogativamente: "¿Serán ellos?". La viuda no responde y se dirige a la puerta, alisándose el cabello. Sí, son "ellos". El momento es trágico, y la viuda comienza a llorar desconsoladamente mientras indica con la mano dónde se encuentra su marido. El caballero, acompañado de una enfermera, se introduce en la cámara mortuoria. La viuda, abrazada a su amiga, aguarda fuera. "Era tan bueno, tan bueno..., pero no debería haber hecho esto", musita. Pasa el tiempo y, por fin, el caballero y la enfermera aparecen. "¡Señora, la conducta de su marido es un ejemplo! La Humanidad necesita de hombres como él, porque la Humanidad necesita ojos. ¡Gracias, en nombre de los que no ven! Uno de ellos, gracias a su marido, verá...". La viuda arrecia en sus sollozos. El caballero besa su mano y se dirige hacia la puerta, acompañado siempre de la enfermera. De nuevo a solas, las dos mujeres se dirigen a la cámara mortuoria, como si quisieran cerciorarse de que el muerto está allí... Sí, efectivamente, está allí, pero ahora tiene una venda sobre los ojos; mejor dicho, sobre las cuencas vacías... Los sollozos de la viuda se elevan de tono. La amiga la abraza... "¡Es un santo! ¡Es un santo!", musita. De nuevo, el timbre de la puerta de la calle. Es el caballero: "Perdón, señora. Su marido usaba gafas, ¿verdad?". La viuda asiente con la cabeza, con lágrimas en los ojos. "Si no le importa..., sería conveniente que me las entregara, porque el 'otro' las necesitará, naturalmente...".


PERDERSE DE VISTA
Roxana Palacios
Argentina (1957)

Difícil, a tu edad, perderse de vista. Por muy arbitrario que sea tu tamaño siempre hay una gota de agua que se convierte en espejo, un deseo que proyecta la imagen impalpable, minúscula, gigantesca. Siempre hay alguien que conoce la forma de tu cabeza, la posición en que te gusta dormir. A tu edad, difícil desaparecer; alguien, por ejemplo, puede estar guardando ahora mismo tu recuerdo en un cajón, tu ignorancia en su bolsillo. También puede pasar que al final de todo te quedes en la pared formando parte de las fotos de fa­milia como mi bisabuela, blanca y negra en el hueco de la escalera. Inútil esconderse, aunque creas que una especie de velo te cubre a veces, tu sueño está más expuesto de lo que pensabas. Algunos lo saben. Es que el sordo y el ciego reconocen la lluvia de distinta manera.


MANOS QUE VEN
Ángel Olgoso
España (1961)

Una eterna tarde de verano. Subimos la callejuela de este pueblo blanco y calmo del sur cogidos de la mano. En la esquina, tres ancianas a la sombra, absortas en sus labores de costura, indiferentes a la indiferencia de los turistas. Unas sillas de anea, una pequeña radio, unos geranios, un bisbiseo, unas aspidistras. Ella sólo ve los vestidos negros, las infinitas arrugas de la piel. Querría decirle que forman un aparte con el tiempo, con el mundo, que la inmemorial habilidad de sus dedos es una manifestación de lo sagrado, que esos movimientos tienen algo de arácnido, de inconmovible y que no pre­vén el desconsuelo cuando urden los destinos. Querría decirle que mientras una hila, otra devana y la última corta la hebra de la vida de los hombres.


CADA MORTAL TIENE SU SOMBRA
Graciela Licciardi
Argentina (1953)

Se me escapó la sombra. Fue un día en que estábamos en la plaza. Gustavo y yo. El nene era chico. Yo lo estaba buscando y como es de imaginar, no podía dejarlo solo para ir detrás de la sombra. No parece tan importante, pero no es así. Desde ese día no pude encontrarla más. Yo siempre digo que cuando está nublado o se va el sol, nadie tiene su sombra. Y no sólo cada mortal, sino las cosas, los animales, hasta las paredes. Todo, todo. Menos yo, me entiende. Al único que le pudo pasar esto es a mí, se da cuenta. El caso es que nadie se tiene que cuidar de pisar su propia sombra porque ella siempre va adelante de cada uno, o detrás o al costado izquierdo o al costado derecho; pero los pies de la sombra coinciden siempre con los del dueño. La mía, que anda suelta por ahí, no se sabe qué suerte pueda correr, la pobrecita.
Seguro que en menos que canta un gallo me la pisotean de lo lindo y entonces cuando la encuentre no me va a servir para nada; en realidad no sé para qué puede servir la sombra de uno, pero si todos la tienen por qué no la voy a tener yo, no.
Lo que pasa es que yo le voy a decir algo, vea, yo necesito la sombra para saber que existo, me entiende. Porque si no me veo proyectado cómo sé que soy. Además no puedo confiar en nadie, porque si no tengo sombra cómo voy a hacer. No puedo ser nada, no me parezco a nada porque no me veo, porque no soy. Hacía un tiempo, cuando todavía podía ver el sol ahí arriba, me gustaba porque me llegaban muchos paisajes para los ojos y también oía los sonidos y sentía las señales de cosas que me traspasaban; eran ruidos raros que venían de todas partes y no me dejaban tranquilo y yo sabía que era porque no tengo sombra. Últimamente me siento que no soy, que es como si yo me aparezco pero que no estoy en ningún lado y es por eso que tengo que encontrar mi propia sombra.
Y ahora, cuando estoy bajo esa luz del cuarto todo blanco, mi cuerpo no se refleja ni en el piso ni en las paredes ni en ningún lado. A veces, cuando otros me hablan, o me miro en el espejo, me parece que existo, que soy alguien, pero a veces, sólo a veces. Hace rato que estoy buscando mi sombra, pero creo que pronto voy a encontrarla, porque esos señores vesti­dos todos iguales siempre me dicen lo mismo, y cuando me pongo un poco nervioso, me tienen de los brazos fuerte fuerte y entonces oigo que alguno me dice vení que te hago sombra y me baja los pantalones.


EL VIAJE
Cristina Fernández Cubas
España (1945)

Un día la madre de una amiga me contó una cu­riosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón in­terior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le lle­vaba helados para la comunidad y conversaban du­rante horas a través de la celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. "Si no le importa", dijo la abadesa tras los saludos de rigor, "me gustaría ver el convento desde fuera".Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. "Es muy bonito", concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al conven­to. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias.


FIDELIDAD DE LAS ESTATUAS
Álvaro Menen Desleal
El Salvador (1932-2000)

A la circunstancia de que las estatuas no fueran del todo mudas atribuye Casiodoro (Variarum libri duodecim, VII, 13) el que los ladrones no terminaran con el arte de Roma: fue necesario armar pa­trullas nocturnas en la ciudad para pro­teger las estatuas de bronce de la rapiña de los ladrones de metal; pero los ladro­nes eran numerosos, y las patrullas fue­ron incapaces de contenerlos. Las estatuas de bronce estuvieron a un paso de desaparecer de Roma; pero no hay manera de cortar una estatua de bronce sin que el metal suene aparatosa­mente al golpe de los instrumentos, y el ruido que desvelaba a los ciudadanos era una especie de pedido de auxilio al que acudían las patrullas. Las estatuas que­daban casi siempre magulladas; pero quedaban... Versiones de la época se­ñalan que las estatuas, poco a poco, apren­dieron a emitir sonidos cada vez que un sospechoso se les acercaba en la oscuridad de la noche, sin que para ello fuera ya necesario el tocarlas.
Por otro lado, también ha habido esta­tuas valientes en la guerra. Cuando los godos invaden Roma el año 537, atacan con especial ferocidad el Mausoleo de Adriano (el Castel Sant'Angelo de hoy). A punto de caer en manos enemigas, un soldado romano, aterrorizado, como todos sus camaradas, ante la inminencia de la victoria goda, lanzó una estatua encima del invasor. Al caer a tierra, la estatua se portó valientemente y dejó de aplastar soldados invasores sólo cuando alguien logró cortarle la cabeza de un mazazo brutal. Naturalmente, los soldados roma­nos lanzaron más estatuas; tuvo tanto éxito la hueste marmórea (según la pin­toresca descripción de Procopio) que el Mausoleo no llegó a caer nunca en manos enemigas, y por 1865 años más la cons­trucción siguió sirviendo de fortaleza. A los héroes damnificados pertenecen los fragmentos de mármol que los agriculto­res italianos desentierran a cada rato hoy en día.
Es curioso, sin embargo, el hecho de que los romanos tardaran tanto tiempo en descubrir la fidelidad de las estatuas y su amor por la gran urbe, aunque bien puede atribuirse tal ceguera a cierto com­plejo de culpa por los excesos cometidos en tiempos anteriores (como el siglo IV, cuando se colocaban las esculturas de las cabezas de famosos políticos de la época sobre restos de estatuas antiguas). Bien puede pensarse que los romanos sabían perfectamente de esta fidelidad, y que era para su protección que llegaron a acumular en las calles de Roma, de acuerdo a Curiosum Urbis y Notitia Urbis, 22 estatuas ecuestres, 88 estatuas de divinidades bañadas en oro, 74 de divini­dades labradas en marfil y 3785 estatuas de bronce, aparte de 36 arcos de triunfo, y esto en la tardía época imperial, venida ya a menos la grandeza romana. Ceguera o no, la verdad es que, antes aún del epi­sodio bélico en el Mausoleo de Adriano, las estatuas habían dado ya numerosas pruebas de su amor a Roma: fue a su ac­titud de estática vigilancia y patriótica inmovilidad que la urbe no perece del to­do en los incendios provocados por Alarico el año 410, por Genserico en 455 y en 472 por Ricimero.
Una de las demostraciones de fidelidad de las estatuas que más nos conmueven es la que dan a propósito de la visita de Constante II a Roma, cuando se pone de manifiesto de una vez para siempre que las estatuas, como los caballeros, sólo for­man al lado de las causas perdidas. Cerca de doscientos años más tarde de la caída del Imperio de Occidente, Roma, después de mucho tiempo de no ver la cara de un emperador, recibe en el 663 a Constante II, quien llega a la ciudad con el apenas oculto propósito de llevarse a Constantinopla todo lo que de la vieja ciudad valga la pena. Le echa mano por eso a cuanta pieza de metal ve, incluyen­do el techo de placas de bronce dorado del Panteón que su predecesor, Focas, había regalado al Papa el año 609. Constante II llena las bodegas de su nave con el botín, y parte a adornar las calles y las plazas de su metrópoli. Pero las estatuas romanas se confabulan y hunden el barco en Siracusa, con todo y emperador. Es innecesario agregar que las estatuas, debido a su naturaleza, no tenían posibilidad alguna de salvación en el naufragio, cosa que, por saberla bien ellas, hace más que ejemplar su heroico acto. Esta fidelidad de las estatuas a la ciu­dad de Roma (donde vivían, en un mo­mento dado, tantas estatuas como habi­tantes) se debió más que todo a los amo­rosos cuidados que los Cumtor statuarum les prodigaban. Se cuentan casos (no extraordinarios, por cierto, en época tan extraordinaria) en que estos empleados del gobierno citadino abandonaron a sus mujeres y a sus hijos para residir a la sombra de sus estatuas favoritas, para ellos más queridas que la familia.