22 de marzo de 2014

Periodismo de autor (XI). Isidoro Blaisten: "Postales y apuntes guardados en un viejo sobre amarillento"

Isidoro Blaisten (1933-2004) fue uno de los más sutiles cuentistas de nuestro medio, dueño de un extraordinario sentido del humor, un manejo preciso del lenguaje coloquial y relámpagos de fulminante poesía. Nacido en Concordia, Entre Ríos, en 1943 se radicó en Buenos Aires, en donde fue fotógrafo de plaza, vendedor de productos químicos, viajante de comercio, periodista, redactor publicitario y corrector antes de llegar a ser considerado uno de los mejores narradores argentinos por la crítica nacional e internacional. Deudor de una vida sencilla, capitalizó sus vivencias y lecturas para lograr el objetivo de ser apreciado tanto por el lector ingenuo como por el académico, cultivando un realismo costumbrista, un extraordinario sentido del humor, un manejo preciso del lenguaje coloquial y relámpagos de contundente poesía.
Su amplia obra literaria se inició en 1965 con su libro de poemas "Sucedió en la lluvia", al que le seguirían los cuentos de "La felicidad", "La salvación", "El mago", "Dublín al sur", "Cerrado por melancolía", "A mí nunca me dejaban hablar", "Carroza y reina", "Al acecho" y "Antología personal". Publicó también los libros de ensayos "Anticonferencias" y "Cuando éramos felices" y una única novela, "Voces en la noche", la que sería su última obra.
Blaisten, quien siempre se autodefinió como un "humilde cuentista", publicó su primer cuento, "El tío Facundo", en 1968 en la revista "Sur". Luego ejerció el periodismo literario en las revistas "Siglo XX" y "El Escarabajo de Oro", y en los diarios "Democracia", "La Nación" y "Clarín", entre otros medios periodísticos. Desde 2001 fue miembro de número de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente de la Real Academia Española. 
Varios de sus libros fueron traducidos al inglés, francés, alemán, griego y serbio, y sus cuentos, en los que puso de manifiesto su humor y su destreza para amalgamar la ironía, lo grotesco y las particularidades lingüísticas de la realidad urbana, han sido publicados en numerosas antologías en América Latina, Europa y Estados Unidos.
En sus últimos años dirigió talleres literarios y combinó el ejercicio de la literatura con su oficio de librero de barrio. El artículo "Postales y apuntes guardados en un viejo sobre amarillento" apareció originalmente en el diario "La Nación" y fue incluido en el libro "El diario íntimo de un país. 100 años de vida cotidiana" publicado en 2000.

Según decía Borges, "así como habla la gente, así es la gente". Con el correr del tiempo, los cam­bios que se han ido produciendo en el lenguaje coloquial marcan el cambio de nuestras costum­bres. De alguna manera, la historia del cambio de éstas es la historia del cambio de nuestra lengua coloquial.
Hacia principios de esta centuria, la gente mayor conservaba una acentuación de fin de siglo. La acen­tuación grave de palabras agudas: máiz por maíz, páis por país. Hoy en día, la palabra promoción queda re­ducida a "promo" y la paz interior, tan difícil de lograr, se apocopa en "tranqui". Los padres son "pa" y "ma" y to­do está "rebién". 
Pero no solamente la forma, sino el sentido de las palabras fueron cambiando. Para nuestros abuelos, expresiones como "debemos consensuar", "proviene del riñón del menemismo", "objeto bizarro", "el referente" o "el imaginario colectivo" serían una fuente de per­plejidad, porque, para nuestros abuelos, bizarros eran los granaderos que cruzaron el Ande colosal, y los co­lectivos no eran imaginarios sino un invento argenti­no que surcaba las calles de la ciudad desde 1928.
Por el contrario, las frases "es un piojo resucitado", ''eso está escrito a la que te criaste” o "¡Hijo, qué me has traído a casa! ¿Una milonguita?" sonarían raras a los oídos de los jóvenes rockeros. Les faltaría el referente. Habría que explicarles que el término milonguita deriva de un tango y las milonguitas eran mujeres que dejaban el barrio abombadas por las luces malas del Centro y terminaban como florcitas de fango, co­mo muñequitas de carne, como objetos sexuales que venden su cuerpo en el cabaret y, cuando se daban cuenta de lo que hicieron, habrían dado toda su alma por vestirse de percal. Hacia los años cuarenta, la su­premacía del tango era evidente.
Más o menos por esos años, había una confitería o bar danzante que se llamaba Marzotto. ¿Qué pensa­ría la juventud de hoy al ver y oír la siguiente propa­ganda?: "¿A dónde va, don Otto?. A Marzotto". Había también mutilados por el vicio. La propagan­da de los cigarrillos 43 decía: "Hasta quemarme los dedos, siendo un 43". Los cigarrillos no tenían filtro y no existía la compu­tación. Para la gente de antes, los verbos escanear, faxear o resetear son incomprensibles. En cambio, el tranvía, mejor dicho, la desaparición del tranvía, implica también la desaparición de un hábito de lenguaje.
Hubo una época en que la vida de un porteño esta­ba signada por el tranvía. Cuando era niño, papá y mamá le cantaban: "Talán, talán, pasa el tranvía por Tucumán". De adolescente, le gritaban: "Dejá la puerta abierta, nomás, ¿naciste en un tranvía vos?". Y de adulto, siempre había alguien que, melancólica y poéticamente, lo animaba: "A los veinte años, cualquier tranvía te deja en la puerta".


Una particularidad incierta fueron los cambios que experimentó la moneda: patacones, pesos fuertes, pesos moneda nacional, pesos ley, australes. Estas deno­minaciones se correspondían con imágenes dibujadas en los billetes. El papel moneda fue pasando de la Li­bertad con gorro frigio a la Justicia con la balanza en la mano, pero sin venda en los ojos. Y fueron los distintos nombres del dinero los que señalaron en la Argentina cambios fiduciarios, variables económicas, inflaciones y estados del corazón. "Vento", "viyuya", "tela", "guita" son sustantivos abstractos, es lo que se tiene o lo que falta, es incontable y por tanto care­ce de medida y de mesura. En cambio, "canario", "fra­gata", "luca", indican por orden de aparición el máximo valor del dinero. "Canario" es el más antiguo, equivalía a 100 pesos y el color del billete era amarillo, amari­llo canario.
Hay un tango que habla de los "canarios" y predice un final poco feliz: "A tu viejo el millonario lo voy a ver al final con la bandera a media asta cuidando coches a nafta en alguna diagonal". 
He aquí un castigo, una premonición y un cambio de trabajo que reflejan la crisis del '30. El ingenio popular había creado un dicho: "De cada pueblo un pai­sano", que aludía al rejunte, una heterogénea vajilla o una vestimenta compuesta de un saco de un traje, un pantalón de otro traje, un chaleco de un tercero, y así sucesivamente.
Como signo de pobreza se había consolidado la alpargata y, pese al famoso eslogan "Alpargatas sí, li­bros no", la alpargata estaba en los libros. En la célebre obra de Samuel Eichelbaum, "Un guapo del '900", hay un diálogo en el cual Ecuménico López, que está protegiendo el honor y la honra de su patrón sin que éste lo sepa, contesta con desesperada insolencia: Don Alejo: "Conmigo no te hagas el pícaro. ¿Me has entendido? Ya sabes que soy la horma de tu zapato". Ecuménico: "De mi alpargata, en todo caso".
De mi infancia en el campo recuerdo un verbo que empleaba mi hermana Paulina, una palabra cu­riosa: "alpargatear". Creo que Sarmiento ya lo antici­pó en Facundo: "Estaba otra vez un gaucho res­pondiendo a los cargos que se le hacían por un ro­bo. Facundo le interrumpe diciendo: 'Ya este píca­ro está mintiendo; a ver... cien azotes...'. Cuando el reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se ha­llaba presente: 'Vea, patrón: cuando un gaucho al hablar esté haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo'". El gaucho no sabe mentir, carece de cinismo y la mentira lo avergüenza. Ese gesto de mirar al suelo, de hacer dibujitos con la puntera cuando no dice la verdad, se llama "alpargatear".
De esa época, de esa niñez, recuerdo dichos extraños. En Entre Ríos hay uno que dice "Agarra grande y ándate lejos". La cosa viene de los asa­dos en las estancias. El gaucho entrerriano es de una profunda delicadeza; no le gusta que lo vean comer. Sobre todo si está en la estancia del pa­trón. El hombre del interior también dice: "Más roñoso que violín de ciego" o "Más flaco que piojo e' peluca".


Ya en la ciudad, tuve un maestro en sexto grado que nos había enseñado que el francés era el idioma de la diplomacia y que por eso primaba. Nos quedó lo de primaba. Era cierto. Las madres solían decir: "¡Qué tan­to rendez-vous!" o "Se hizo solo, sin réclame" (esto quería decir bajo perfil). Todos los zapatos eran "beige", las faldas tenían "plissé-soleil" y el tango estaba lleno de "cocottes", de "mishés", de "macrós" y de "quartiers". Los ca­barets se llamaban Sans Souci, Chanteclaire, Pigalle y Petit Pigalle. Ese mismo maestro nos había enseñado que no debía­mos decir fútbol sino balompié. Esta expresión nos cau­saba gracia y por eso nosotros seguíamos diciendo fútbol, o "fulbo", y si nos queríamos hacer los cultos, "fóbal". Decir "fulbo" era de ordinarios, pero decir "fóbal" era de finos.
En esa época no existían ni mediocampistas ni za­gueros ni laterales. Salvo el arquero, que después pa­só a ser guardavallas -y hasta hubo uno que cantaba tangos que se llamaba Musimesi, "el guardavallas can­tor"-, salvo el guardavallas, digo, todo en el fútbol ve­nía del inglés. Nadie lo discutía y todos lo deformaban. El "fullback", el zaguero, era para nosotros el "fulbá"; como había dos, eran los dos "fulbás". El "center-half" era el "centrejá", que podía ser izquierdo o derecho, como los "güines", con ge, que venía de "wing", denominados ahora ala derecha y ala izquierda.
Lo único más o menos parecido al inglés era el "centroforward", porque la palabra "jans", que sonaba como un nombre propio alemán, no era sino la palabra inglesa "hands". Y lo que hoy se llama posición adelantada era el famoso "orsái", que no era otro que el "off-side". Y digo famoso porque Homero Manzi lo haría inmortal en las estrofas del tango: "Si el alma está en orsái, che bandoneón". Esta palabra "orsái" quedó y quedará en el habla natural de Buenos Aires. Quiere decir que algo está descolocado, fuera de lugar. Tiene, además, un dejo de tristeza, evoca las ilusiones perdidas. Pero como todo adelantado es un transgresor, tam­bién evoca a aquel que es castigado por adelantarse, por correr a destiempo detrás de la esperanza.
Hubo palabras que cambiaron de sentido. Hoy en día, la noticia nos informa que el queso sufrió una ponderación del 5 por ciento. Antes, los economistas no se metían con esta palabra. Antes ponderar era ha­blar bien de alguien. Yo recuerdo a mi madre y a mis cinco hermanas (cuando eran solteras), y mi madre las ponderaba delante de los candidatos: "Sírvase joven, esta torta la hizo la nena". En realidad, la torta había sido comprada por mí en la panadería y confitería El Cañón Porteño. Había tam­bién una propaganda: "Toda ponderación es poca. Tome sidra Carioca".


Pero quizá la palabra, el neologismo, que mejor sim­boliza el devenir de los tiempos en nuestro país es "tru­cho". Trucho es voz de nuestro tiempo. Corresponde a la manifestación de una desconfianza básica, resume a "meter la mula", "berreta" y "curro". Todas estas considera­ciones caben en la palabra "trucho". Todo lo trucho es falso y en época de falsedades, to­do es trucho: el fiscal es trucho, el abogado es trucho, el médico es trucho, el diputado es trucho. "Trucho" suena a truco, a algo que se ha trucado. Es un juego de espejismos y posee un valor imaginario; a ve­ces, además de provocar indignación, despierta simpa­tía. Algo de la picaresca se oculta debajo de su disfraz.
Como todo lo que está vivo, el lenguaje coloquial crece, se desarrolla y después muere. Ya nadie dice "tiquismiquis", "botarate", "biógrafo" o "pajarón", quedan algu­nos "otarios" y hay quien pronuncia "grip" en lugar de gri­pe, pero la esencia y la vivacidad del habla, su colo­rido y su ingenio permanecen en la lejanía de la me­moria de lo que alguna vez fuimos.