25 de enero de 2013

Oneti reflexiona (4). Sobre Horacio Quiroga, hijo y padre de la selva

Los primeros veinte años de Juan Carlos Onetti permanecen en una nebulosa que el propio novelista ha ayudado a crear. Escéptico ante la posibilidad de recordar verazmente la infancia, pudoroso ante ese magma que lo fundamenta como la base de un iceberg, Onetti ha esquivado casi siempre la información sobre su origen y sobre los años de aprendizaje. Jorge Ruffinelli (1943), crítico literario uruguayo radicado en Estados Unidos donde es profesor de la Escuela de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Stanford, cuenta que de la niñez del autor de "Juntacadáveres" queda "el recuerdo de los lugares, los barrios donde fue desenvolviéndose paulatinamente la vida escolar, y el liceo interrumpido porque no podía aprobar dibujo. Aún adolescente, comenzó a trabajar los diversos oficios terrestres -portero, mozo de cantina, vendedor de entradas en el Estadio Centenario, funcionario de una empresa de neumá­ticos- que continuaría muchos años hasta desembocar en la actividad periodística al filo de los treinta". En enero de 1933 Onetti tenía veinticuatro años y publicaba su primer cuento en Buenos Aires. Poco antes, en 1932, el diario "La Prensa" había organizado un concurso para el área sudamericana, y "Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo" apareció entre los diez primeros textos seleccionados. Tiempo más tarde, Onetti recordó aquel cuento y reconoció en él "la influencia de Joyce, a pesar de que todavía no había descubierto el monólogo interior".
En 1934 regresó a Montevideo tras su primera permanencia en la capital argentina. Allí continuó los diversos oficios de la sobrevivencia y en 1939, gracias a la fundación del semanario "Marcha" encontró un camino más seguro y próximo a su vocación de escritor: el periodismo. "Marcha" significó para Onetti la oportunidad para desarrollar en diferentes vías el talento que venía madurando casi en secreto. "Durante un par de años su actividad fue múltiple -recuerda Ruffinelli-: desempeñó la secretaría de redacción, escribió agresivos comentarios literarios, volcó ironía en una serie de cartas firmadas Grucho Marx (sin o), redactó cuentos policiales inventando autores anglosajones cuando la urgencia periodística lo exigía, y seleccionó materiales para la página literaria". Onetti se refirió a aquella época con sentimiento y humor: "En la época heroica del semanario (1939-1940), el suscrito cumplía holgadamente sus tareas de secretario de redacción con sólo dedicarles unas veinticinco horas diarias. A Quijano (el director) se le ocurrió, haciendo números, que yo destinara el tiempo de holganza a pergeñar una columna de alacraneo literario, nacionalista y antiimperialista, claro. Recuerdo haberle dicho, como tímida excusa, desconocer la existencia de una literatura nacional. A lo cual contestóme, mala palabra más o menos, que lo mismo le sucedía a él con la política y que no obstante, sin embargo y a pesar podía escribir un macizo y matemático editorial por semana sobre la nada. Así nació Periquito el Aguador, empeñado en arrojar su piedra semanal en la desolación del charco vacío".
El "charco vacío" al que hacía referencia tenía que ver con lo que él consideraba la "inexistencia de una literatura urugua­ya", una literatura que abandonara "las vetustas concepcio­nes estéticas y el espíritu provinciano que delataba el miedo al cambio, el miedo a narrar el propio presente". Cuando el 23 de junio de 1939 "Marcha" publicó las bases de su certamen cuentístico, Onetti -escudado tras el seudónimo de Periquito el Aguador- escribió: "Un examen actual de la literatura uruguaya dejará forzosamente una impresión pesimista. Hay numerosas firmas de prestigio, pero es indiscu­tible que nuestras letras no se renuevan. Entendemos que ellas sufren hoy de una pobreza, falta de carácter y de élan que las mantienen por debajo de la calidad espiritual del pueblo uruguayo. Aun cuando no se establecen limitaciones para la intervención en este concurso, 'Marcha' declara que su móvil es descubrir y presentar escritores nuevos, capaces de dar a la literatura nacional el impulso que tanto necesita. Que cada uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede encontrarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arle. Fuera de nosotros no hay nada, nadie. La literatura es un oficio; es necesario aprenderlo, pero más aún es necesario crearlo". Por entonces hacía apenas dos años que el cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) había puesto fin a sus días en Buenos Aires tras enterarse de que padecía una enfermedad incurable.
La vida de Quiroga estuvo signada por el infortunio: muertes de familiares y amigos -por accidentes, por enfermedad o por suicidio-, vaivenes laborales, estrecheces económicas y desdichas afectivas. Esa vida dramática, siempre cercana a la soledad, la decadencia y el fracaso, y embarullada con experiencias con el hachís y el cloroformo, alimentaron su tarea cuentística, una de las más importantes de América. La muerte fue protagonista en su obra y acompañó a los personajes de sus cuentos, en algunos casos resignadamente, en otros con violenta desesperación. Esos personajes -pioneros abandonados en los confines de la selva, empresarios alocados, rudos peones de las plantaciones y hasta animales humanizados como en las fábulas clásicas- le sirvieron para crear un mundo de intransferible personalidad, un ámbito cruzado por una sutil frontera entre la vida natural y la civilización. Esos dos espacios de sociabilidad, esos dos ámbitos de pertenencia -la selva misionera y la ciudad de Buenos Aires- fueron los espacios en los que Quiroga escribió sus poemas, sus cuentos, sus novelas, sus dramas y sus ensayos breves. Pero su camino en la literatura comenzó, al igual que Onetti, en el periodismo.
En efecto, siendo muy joven y viviendo en Salto, su ciudad natal, comenzó a colaborar en las revistas "Gil Blas", "La Revista" y "La Reforma", en inclusive llegó a fundar su propia publicación literaria, "Revista de Salto" en 1897. Luego de un decepcionante viaje a París en 1900 (hacia donde se embarcó como un dandy y regresó sin equipaje, con ropa usada y pasaje de tercera clase), se instaló en Buenos Aires y continuó colaborando en diversas revistas populares como "Caras y Caretas", "Fray Mocho", "PBT", "El cuento ilustrado", "El hogar", "La novela semanal", entre otras, donde perfeccionó su práctica literaria. Fue en "Caras y Caretas" que inauguró el cuento breve y moderno en la literatura rioplatense: la extensión del relato impuesta por la revista en función del espacio incidiría decididamente en la economía narrativa de sus cuentos. El mismo lo recordaría dos décadas más tarde en su artículo "La crisis del cuento nacional" publicado en el diario "La Nación" el 11 de marzo de 1928: "Luis Pardo, entonces jefe de redacción de 'Caras y Caretas', fue quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito de severidad. El cuento no debía pasar entonces de una página, incluyendo la ilustración correspondiente. Todo lo que quedaba al cuentista para caracterizar a los personajes, colocarlos en ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual, interesarlo, impresionarlo y sacudirlo, en una sola y estrecha página. Mejor aún: 1.256 palabras. Tal disciplina, impuesta aun a los artículos, inflexible y brutal, fue sin embargo utilísima para los escritores noveles, siempre propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía; y para los cuentistas, obvio es decirlo, fue aquello una piedra de toque, que no todos pudieron resistir".
De ese modo fue que la intensidad y la concisión pasaron a formar parte del estilo de Quiroga, algo que lo convirtió en el más destacado discípulo en el Río de la Plata de sus venerados Poe, Maupassant y Kipling, autores a quienes reescribió, citó y tradujo, tanto en sus cuentos y en los ensayos que acompañaron la escritura de ficciones como en sus crónicas periodísticas sobre la profesión literaria, la retórica del cuento o los vínculos entre literatura y mercado. El cuidado estilístico, la precisión descriptiva, la ausencia de color local y el uso del efecto en el final de los relatos fueron puestos de manifiesto en sus cuentos reunidos en "Cuentos de amor, de locura y de muerte", "Cuentos de la selva" y "Anaconda", pero sobre todo en los de su última etapa: "El desierto", "Los desterrados" y "Más allá". Desde su inicial "Los arrecifes de Coral" de 1901, una combinación de poemas, prosa lírica y cuentos que resumía el clima literario del momento dominado por el preciosismo modernista, Quiroga pasó por un período marcado por tendencias naturalistas (las novelas "Los perseguidos" e "Historia de un amor turbio"), hasta empezar a recorrer el camino que lo llevaría a consagrarse como el gran maestro de la narración breve latinoamericana con sus logradas historias escritas con un sabio equilibrio entre lo fantástico y lo real, y en las que predominaron el pesimismo, la angustia, la muerte y el misterio.
Horacio Quiroga, de quien Borges -con su proverbial desfachatez- dijo alguna vez que era en realidad "una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza", comenzó a mediados de 1936 a padecer unos fuertes dolores de estómago que lo obligaron a internarse en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. El 18 de febrero de 1937, al enterarse del diagnóstico definitivo (cáncer de próstata), salió a dar un paseo por la ciudad. Regresó al hospital por la noche y, en la madrugada del día siguiente, el cianuro que había ingerido lo hizo entrar definitivamente en la inmortalidad.
Unas semanas antes de cumplirse los cincuenta años de la muerte de Quiroga, el escritor paraguayo Rubén Bareiro Saguier (1930), profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de París, comenzó a preparar un número especial de la prestigiosa revista francesa "Río de la Plata" (de la que era integrante del Comité de Redacción). Bareiro Saguier conocía a Onetti de haberlo cruzado en diferentes coloquios literarios. La simpatía entre ambos escritores surgió de una humorada, en medio de una charla informal, que el escritor paraguayo recuerda así: "Me vino a la memoria una anécdota que me habían relatado, cuando Juan Zorrilla de San Martín, autor del celebrado 'Tabaré', llegó al puerto de Asunción, allá por 1905". "Sucedió -narra el paraguayo- que Juan Zorrilla, sorprendido por la multitud que lo aguardaba en el muelle, consideró oportuno dirigirse a sus admiradores. Así, aferrado a una de las barandas del buque comenzó su discurso con esta frase: 'Paraguay, Uruguay, algo hay…'". La anécdota le hizo tanta gracia a Onetti que cada vez que lo llamaba desde Madrid a París iniciaba el diálogo con esa frase ya convertida en contraseña: "Barba, algo hay…". La amistad entre ambos escritores fue tomando espesor y cuando Bareiro Saguier le solicitó el texto para el número conmemorativo de la "Río de la Plata", Onetti no dudó. Junto con el envío le mandó una esquela: "Como ignoro en qué consiste el homenaje a Quiroga que están programando, me tomo la libertad de hacerte llegar estas cuartillas que encontré buscando papeles perdidos". El número monográfico sobre la obra de Quiroga, nunca llegó a ver la luz y el texto de Onetti fue publicado poco después por la revista de cultura "Takuapu" del Paraguay y, el 20 de febrero de 1987, por el diario montevideano "El País" bajo el título "Horacio Quiroga. Hijo y padre de la selva".


La única vez que vi a Quiroga "in corpore" fue en una esquina de Buenos Aires. Lo había leído tanto, sabía tanto de él, que me resultó imposible no reconocerlo con su barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho. Era inevitable ver, mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había estado retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias. Y cuando apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse, recordé un verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista "Martín Fierro", cuando Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo, "el general Quiroga va en coche al muere".
Estoy seguro de que en aquel viaje -al hospital, según supe- él ya sospechaba lo que yo sabía. Un común amigo, Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba con Quiroga y éste lo visitó brevemente, a su estilo, cuando bajó de la selva para consultar médicos en Buenos Aires. Hay quien afirma, audazmente, que a veces, en una por millón, el paciente tiene un promedio intelectual superior al del médico. Este fue el caso de Quiroga. El director del hospital, que ya había afilado el bisturí, estuvo conversando con el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la malsana curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas, optimismo, circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.
Poco después de que las cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto, Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una biografía del escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta biografía impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores por amor de una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta la muerte del biografiado, mantiene hoy su carácter de única. La tuve, la perdí en vaya a saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga desde los insinceros, decadentes "Arrecifes de coral" y el derrotado viaje a París hasta su muerte en el refugio de un hospital.
Luego, pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios críticos e intelectuales de diversa especie viajaron a la selva misionera con el absurdo propósito de ver allí algo que se le hubiera escapado al maestro. Mucho antes, un gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima a la que habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condición de que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un "mood" propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo, el uruguayo izaba una bandera. Pero ni los pre muerte ni los pos agregaron nada de importancia a la biografía de Brignone y Delgado, nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni en librerías de viejo ni en bibliotecas de amigos.
Cuando su obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin tremendismo, con cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de que una novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación de bajar a Buenos Aires. Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y la congoja de una muerte trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había estado conjurando al exigir a otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que él mantuvo hasta el fin. Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita más o menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resistió mucho su llamado. Aquel viaje-visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor con intensidad diversa.
La más importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Eglé -maravillosa persona- al presentarle a una compañera de colegio, muchacha de gran belleza. Poco tiempo después, Quiroga se casó con ella y la llevó, como cazador y presa, a su casa en la selva norteña. La segunda consistió en una larga temporada de fiestas y reuniones en las que admiradores y aspirantes a buenos discípulos rodearon al maestro tanto en su residencia de las afueras, en la localidad de Vicente López, como en hogares y restaurantes porteños. Aquí el hombre huraño, tan parco en tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia y humilde que había construido con sus manos, bajó la guardia, supo ser amable, cordial y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no había sido vana y tenía a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa. Tantos meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera consecuencia.
Ahora, una aparente digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más o menos un año después de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida. Cáfilas de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para atacar al muerto. Recuerdo que la ola de baba verdosa llegó a tal altura que la revista "Life" cedió una doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra las hienas comecadáveres. Ese artículo fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y muerto, tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable. Tal vez hubiera alguna rata en el festín.
Algo muy parecido ocurrió con Quiroga vivo. Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico. El maestro cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta que era desafío y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda los nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.
Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios. Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia del no morir- de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de expresarlas con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces, se les escapara un "añamembuí" dirigido al patrón invisible y de crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de revólver y látigo; o al destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones. Para el mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando.
El aire acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45º centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a 5º bajo cero. Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene que firmar un papel, la "contrata", por el que se compromete a trabajar en los obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patrón oculto. Allí no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve.
Terminada la "contrata", los supervivientes, llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso, un subcapataz. Allí pasan algunos días y, sobre todo, noches. La caña corre, las mujeres abundan y todas casualmente se llaman Venérea. El sub simula acompañarlos en la gran orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello. Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra "contrata". Días después, los mensú remontan el río, amontonados como animales, y vuelven, por otros dos o tres años, al martirio del infierno breve.
Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado "La bofetada", Quiroga escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca de la frontera de Brasil. La violencia me repugnó siempre, pero mientras leía el cuento mis simpatías acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.