12 de octubre de 2012

Entremeses literarios (CLIX)

HECHIZO AZAROSO
José Luis Velarde
México (1956)

Los amantes fueron de brindis en brindis y de caricia en caricia hasta agotar tres o cuatro botellas de vino y diversos placeres hasta extraviar cualquier frase coherente. La somnolencia pareció aniquilar sus fuerzas menguadas, pero no dejaron de beber mientras las bocas enrevesadas pronunciaban diálogos imposibles de traducir. Durante horas dijeron palabras más parecidas a un idioma extranjero o a un hechizo tan antiguo como la misma humanidad, pero a ellos no les importaba entenderse, aunque las frecuentes carcajadas parecían afirmar lo contrario. El azar permitió a la mujer proferir un encantamiento poderoso y doble efecto justo cuando el amanecer iluminaba la habitación de los amantes. El hombre no supo que se trataba de un hechizo destinado a sanar y devolver a la normalidad a la persona capaz de pronunciarlo; ella nunca se enteró de que las palabras recién dichas mandaban al infierno a cualquier otro que se encontrara a menos de un metro de distancia. Cuando ella se descubrió sola apenas pudo suponer que el hombre se había ido por culpa de alguna frase hiriente escapada sin desearlo. Desde entonces la mujer bebe con frecuencia y no para de hablar, aunque nadie le entienda. Jura, a cualquiera que se le ponga enfrente, que mientras le alcancen las fuerzas seguirá emborrachándose cada vez que le sea posible, pues sabe que no es capaz de explicarse el abandono del único hombre que juró amarla para siempre.


PROVOCACIÓN
Federico Levin
Argentina (1982)

Todos los días, desde hace unas semanas, me veo obligado a ver, a través de la ventana del bar en el que me siento en los mediodías a escribir mis cuentos de recién despierto, me veo obligado a ver -porque pasa- a la mujer que camina llevando ese cochecito que no porta bebé alguno. No pienso responder a la provocación.


RUMOR DE PASOS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Al principio parece que todo esté en orden. El viejo marino fumando su pipa en la primera página, a la izquierda. Enfrente el ingeniero canario destinado a Cuba tras la filoxera. Los patriarcas de la dinastía: varones enjutos y recios que soportan el peso de la familia desde la memoria y la fotografía. Ninguna mujer en las páginas inaugurales del siglo XIX. A continuación van desfilando, cada uno en su página, generaciones de hombres y mujeres perfectamente etiquetados, en varias de sus edades y actitudes. Al principio con sus miradas antiguas y sus peinados anacrónicos, después más asequibles. Siempre acompañados de sus contemporáneos, que tienen la decencia de ir envejeciendo con ellos. Pero una vez se ha recorrido la historia de la familia con el asombro y la curiosidad que requiere la manera tradicional, se puede volver a pasar las páginas del álbum, ahora sin fijarse en los vestidos o las expresiones, sin preguntarse quién era ésta o aquel. Hay que desenfocar y desapegarse. Entonces se puede percibir una ligera corriente de aire, una vibración que recorre todas las páginas sin situarse en ninguna. Como un rumor de pasos que se adelantan o unas alas membranosas desplegándose. Son los dos suicidas, que no saben en que página situarse y revolotean traviesos. Ambos son personajes muy especiales, varones añadidos al árbol genealógico por matrimonio, lo que aumenta su incomodidad por estar en este álbum (¿tendremos las mujeres de mi familia tendencia hereditaria a elegir maridos suicidas? -me pregunto- ¿o somos tan insufribles que provocamos suicidios?). El caso es que a veces tienes la sensación de haberlos visto en una foto, pero luego los vuelves a buscar y no consigues encontrarlos. Aunque ambos son muy esquivos, no tienen nada que ver el uno con el otro. El suicida más reciente es un bailarín en la treintena (al que conocí personalmente y con el cual bailé en una boda familiar siendo yo adolescente) que no pudo soportar que le hubieran cesado como primera figura en la mejor compañía alemana de ballet clásico. El otro suicida se remonta a otra época (principios del siglo XX), a otra cultura (la alta sociedad cubana) y a otra vergüenza (un diagnóstico de enfermedad venérea incurable e inaceptable por parte de su esposa y su familia). Ahí están sus viudas, envejeciendo a medida que pasan las páginas mientras sus maridos permanecen siempre jóvenes, rasgando la membrana del tiempo, jugando al escondite entre fotos de extraños: uno de puntillas, haciendo un demi-plié en todas las esquinas antes de escabullirse, y el otro tratando de seducir a todas sus futuras parientas jóvenes. Me resulta muy desagradable que estos dos intrusos se burlen de todos (incluyéndome a mí) desde su eterna desfachatez. ¿Cómo se atreven a trastocar las coordenadas del tiempo y del espacio de esta manera, a jugar con algo tan sagrado como el orden cronológico? Nunca pensé que un par de ectoplasmas pudieran irritarme tanto. Me están entrando ganas de hacer algo al respecto, algo así como encender una hoguera de hierbas aromáticas en la página central y esperar a que salgan tosiendo medio asfixiados. Aquí estoy, preparada con la pala de las moscas.


REBAJAS
Isabel Mellado
Chile (1967)

Fui a comprarme un abrazo en las rebajas, pero no tenían mi talla. Solo había uno rosado y tupido que me quedaba ancho. La vendedora trató de persuadirme para que lo comprara, argumentando que era calentito y muy práctico, porque me permitía llevar mucho sentimiento puesto. Además, por la compra de uno me regalaban un apretón de manos u otras partes del cuerpo. Sonaba ten­tador, pero debía pensarlo. Entretanto fui a otro mostra­dor a oler las sensaciones de la temporada otoño-invierno que este año son de tendencia claramente bucólica derro­tista, con un dejo de minimalismo bélico. Ojalá me alcan­ce el dinero para alguna mala intención, un par de sospe­chas y al menos una corazonada.


REVOLUCIÓN
Slawomir Mrozek
Polonia (1930)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por "ese cierto tiempo". Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, "cierto tiempo" también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario…


UN HOMBRE CON SOMBRERO NEGRO
Inés Mendoza
Venezuela (1970)

Casi toda la gente que iba en coche se detenía a mirar al hombre con sombrero negro que estaba sentado en una glorieta. No sólo se detenían, algunos también le tomaban fotos. Pero apenas los que iban en los coches pasaban por otras glorietas próximas, se quedaban atónitos al ver que en cada una había sentado un hombre con sombrero negro. La ciudad estaba a tope. Las glorietas también, quizá el mundo. Así que toda la gente de los coches empe­zó a preguntarse por qué había sentados en las glorietas tantos hombres con sombrero negro. Y cada uno de los hombres con sombrero, por su parte, también empezó a preguntarse por qué toda la gente que iba en coche se detenía a mirarle atónita y a hacerle fotografías.


GLOBALIZACIÓN
Agustín Martínez Valderrama
España (1976)

Cogí una bolsa de plástico. Una bolsa de plástico cualquiera, de esas que te dan en el economato. Me la puse en la cabeza y le hice dos agujeros a la altura de los ojos, uno en la nariz y otro en la boca. Luego la anude fuerte a mi cuello, no fuera a ser que viniera una ráfaga de aire y se la llevara volando. Una vez listo, salí a la calle a dar una vuelta. Y mientras paseaba tranquilamente, des­cubrí que todo el mundo llevaba una bolsa de plástico en la cabeza. Una bolsa con dos agujeros a la altura de los ojos, uno en la nariz y otro en la boca. Una bolsa de plás­tico cualquiera, de esas que te dan en el economato.


AL ABRIGO
Juan José Saer
Argentina (1937-2005)

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que, en un hueco del respaldo, una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido. Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.

LA CUEVA
Fernando Iwasaki
Perú (1961)

Cuando era niño me encantaba jugar con mis herma­nas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del Polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusie­ron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán. He oído que mamá ha muerto.


ANTIHEREJÍA PRÁCTICA
Karl Menninger
Estados Unidos (1893-1990)

En el año del Señor de 1682.
Al anciano y querido Sr. John Higginson:
Se ha hecho a la mar un barco llamado Welcome que lleva a bordo cien o más de las personas malévolas y heréticas llamadas cuáqueros, con W. Penn a la cabeza, el jefe de ellos. El Tribunal General ha dado órdenes sagradas al maestro Malachi Huscot, del barco Porpoise, para atacar al Welcome disimuladamente y tan cerca del Cabo de Cod como sea posible y hacer cautivos a Penn y a su fiel gente, de manera que el Señor sea glorificado en esta nueva tierra y no burlado con la adoración demoníaca de esta gente. Podrían sacarse muchas ventajas si se vende el grupo completo a los Barbados, donde se obtienen buenos precios por los esclavos, en ron y en azúcar; y no solamente haremos gran bien al Señor castigando a los malvados, sino que haremos grandes bienes a Su Ministro y pueblo.
Vuestro en las Entrañas de Cristo, Cotton Mather.