1 de agosto de 2012

El influjo de William Faulkner (1). Márgara Averbach

El escritor estadounidense William Faulkner (1897-1962) nació en New Albany y creció en las cercanías de Oxford, Mississippi. Siendo el mayor de cuatro hermanos de una familia tradicional sureña, en 1915 abandonó el colegio y trabajó en un banco de su abuelo antes de enrolarse en la Fuerza Aérea de Canadá durante la Primera Guerra Mundial. A su regreso, ingresó como veterano en la Universidad de Mississippi, la que pronto abandonó para dedicarse a escribir viviendo de trabajos ocasionales. Voraz lector de cuanto libro estuviese a su alcance (Conrad, Twain, Melville, Shakespeare, Proust, James), dio sus primeros pasos como escritor en la granja familiar de Oxford, de cuyo modesto transcurrir y el de sus alrededores extraería el mítico mundo que creó en su obra. En el verano de 1921 encuadernó "Vision in spring" (Visiones de primavera), su primer libro de poemas, y entregó el volumen de 88 páginas a su futura esposa. El poemario fue guardado por ella hasta 1972 y recién en 1984 fue autorizada su publicación por su hija. En 1924, estando en New Orleans, publicó por su cuenta "The marble faun" (El fauno de mármol), otro libro de poemas, y comenzó a trabajar en un periódico de esa ciudad. Allí conoció al escritor Sherwood Anderson (1876-1941), quien le ayudaría a encontrar un editor para su primera novela, "Soldiers' pay" (La paga de los soldados), en 1926, y para la siguiente un año después: "Mosquitoes" (Mosquitos). En 1928 Faulkner iluminó la literatura con una idea singular: la creación de un territorio imaginario, el condado de Yoknapatawpha en el sur de Estados Unidos, en el cual transcurrirían sus siguientes cinco novelas: "Sartoris", "The sound and the fury" (El sonido y la furia), "As I lay dying" (Mientras agonizo), "Sanctuary" (Santuario) y "Light in august" (Luz de agosto). A Yoknapatawpha lo habitó con sus propios antepasados, indios, negros, oscuros ermitaños provincianos y groseros blancos pobres, seres marginales y patéticos todos ellos, pero profundamente conmovedores. Al cumplirse los cincuenta años de la muerte de Faulkner -que en vida vendió poco y ni siquiera después del premio Nobel ganado en 1949 alcanzó un éxito editorial resonante- se renuevan las reseñas críticas de su obra, una obra compleja que mantiene plena vigencia.

Márgara Averbach (1957). Escritora y traductora argentina. Doctora en Letras egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y Traductora Literaria de Inglés egresada del Instituto Superior de Enseñanza en Lenguas Vivas. Ha trabajado como docente de Literatura Norteamericana y, como traductora, editó más de cincuenta novelas. Se dedica al estudio de la literatura de las minorías étnicas estadounidenses y ha colaborado en varios medios periodísticos haciendo crítica literaria. Es autora de más de una docena de libros de literatura infantil y juvenil, entre ellos "Cuentos de arriba y de abajo", "Dos magias y un dinosaurio", "Cuentos de la brújula", "El año de la vaca", "La madre de todas las aguas", "Solo y su sombra", "Lo que cuentan los iroqueses" y "La charla". También escribió dos libros para adultos: "Aquí, donde estoy parada" (cuentos) y "Cuarto menguante (nouvelle). En la revista "Ñ" nº 457 del 30 de julio de 2012 publicó el artículo "El hombre que inventó el mundo".

Yo entré al mundo de Faulkner a los catorce años. Apenas di un paso en ese universo, sentí que jamás podría abandonarlo. Las historias de pueblo chico; la voz barroca, envolvente; los personajes inolvidables, los hechos que rigen todo y jamás se dicen, todo me atrapó de tal manera que, seis meses después, me prohibí la lectura durante un año: me había dado cuenta de que esa escritura se había colado en la mía y la dominaba. El Premio Nobel, nacido en el Sur estadounidense, es uno de esos escritores que llevan a quienes los siguen directamente hacia la emoción, que los arrastran a ella con un alud de palabras infinitas pero cuidadosas, muy pensadas. Si, como dice Umberto Eco, cada libro elige a sus lectores, los de Faulkner nos buscan a nosotros, los que queremos sentir mientras leemos. Ese llamado está planificado: Faulkner tiene tácticas para arrebatarnos de nuestro mundo y llevarnos al suyo. Por ejemplo, muchos de sus narradores empiezan a contar la historia con indiferencia hasta que esa historia los va envolviendo y los involucra por completo, a ellos y a los que leen. Eso le pasa al pueblo de Jefferson, narrador del famoso cuento "Una rosa para Emily" y también a Quentin Compson en "¡Absalón, Absalón!". Por eso, Quentin en uno de mis libros favoritos repitiendo una y otra vez que no, que no odia al Sur, que no lo odia. La emoción no es casual, no. Tampoco el largo de las oraciones en Faulkner, esas frases que se vuelcan sobre sí mismas durante veinte renglones, a veces más. Para entender por qué este rasgo típicamente faulkneriano es uno de los ejemplos más cabales de la buena escritura, que siempre borra las fronteras entre "forma" y "contenido", hay que pensar en el manejo del tiempo.
Faulkner nació en una de esas familias blancas del Sur de los Estados Unidos que poseyeron esclavos, las familias de las que surgieron los grandes líderes de la Independencia, como Washington y Jefferson. A mediados del siglo XIX, el poder lo tenía el Norte y el Sur perdió la Guerra Civil. Su forma de vida, totalmente dependiente de la esclavitud, se extinguió con la Abolición. Los sureños blancos sintieron que la cultura que habían perdido (más aristocrática, menos individualista y menos interesada en el dinero que la del Norte, tal cual la definían ellos) era mejor que la de los triunfadores. Por esa razón, la literatura sureña de principios del siglo XX (Faulkner entre otros) mira con nostalgia crítica la era anterior a la Guerra. Hace un análisis negativo de la esclavitud pero no termina de entender que, sin ella, su forma de vida hubiera sido imposible. Por eso, como bien dijo Sartre, el relato faulkneriano no conoce el futuro, camina mirando hacia atrás, hacia el pasado.
En Faulkner, la sintaxis está directamente relacionada con eso. Podría decirse que su sintaxis mira a su propio pasado. La oración faulkneriana se ve interrumpida constantemente por paréntesis muy largos, narraciones completas, subordinadas dentro de subordinadas, enumeraciones infinitas. Cada pocas palabras hay que releer el comienzo para no perderse. Así, el presente de la oración (que como todo lenguaje es una línea, como el tiempo en Occidente) es incomprensible sin su pasado. Un ejemplo cualquiera de "La aldea" (difícil entender el "estilo Faulkner" sin un ejemplo): "A causa de eso había bebido un poco más de lo que acostumbraba, cosa que (hombre de humor naturalmente caprichoso aunque sano y robusto), unida a su terrible idea fija sobre lo femenino que las trágicas circunstancias de su desgracia habían creado en él y el hecho de que no sólo debería regresar y establecer una vez más contacto físico con el mundo femenino del que había abjurado hacía tres años, sino que el momento en que se requeriría hacerlo sería precisamente aquel (la hora entre el crepúsculo y la oscuridad) de toda la jerarquía del día que él menos podía soportar... lo había dejado en un estado de ánimo impredecible y entonces fue cuando se dirigió al establo y encontró que la vaca estaba ausente".
La mayor parte de la ficción faulkneriana transcurre en Yoknapatawpha, un condado inventado con su capital, Jefferson, sus arroyos, sus pueblitos y sus latifundios. Faulkner copia de Balzac la idea de crear un territorio dentro de una zona real del mundo, en su caso, el estado de Mississippi. Desde "El sonido y la furia" hasta "Los rateros", su última novela, sus cuentos y novelas van trazando la historia del condado y analizando así la del Sur todo, marcadas ambas por la esclavitud, el racismo y la derrota en la Guerra Civil. Desde la llegada de los blancos a la zona hasta el siglo XX, se puede seguir esa historia de libro a libro. Es una historia completa desde un punto de vista blanco. Ahí están todas las clases sociales del Sur: la aristocracia terrateniente y dueña de esclavos; la diminuta clase media en los pueblitos; los esclavos negros; los indios y los blancos pobres, a los que los sureños llaman "white trash" (basura blanca, en traducción literal). Faulkner suele comparar esa sociedad (a la que critica y defiende al mismo tiempo) con la norteña, corrupta, individualista, obsesionada por el dinero. En el mapa de Yoknapatawpha, que aparece en algunas ediciones, figura el número de habitantes, divididos en tres razas (indios, negros y blancos) y una declaración famosa: "William Faulkner, único dueño y propietario".
Si se lee más de un libro del autor, el regreso recurrente a ese mundo ficticio tiene un efecto muy parecido al de la ficción "histórica": cuando aparecen en un relato figuras como Napoleón o San Martín, la acción parece continuarse fuera de las páginas porque los lectores conocen la vida de los personajes. Los habitantes de Yoknapatawpha viven más allá de cada libro. Los reconocemos de historia en historia. El humor suicida de Quentin Compson en "El sonido y la furia" es el mismo que contaba el Sur en "¡Absalón, Absalón!"; el fiscal Gavin Stevens, la misma persona racional y correcta en "Intruso en el polvo" y "Gambito de caballo". Por eso, los sentimos respirar más allá de las palabras. Por eso, la lectura de Faulkner produce, en palabras del crítico francés Claude Edmond Magny, una "fuerte sensación de realidad". Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer reformularon esta idea con sabor latinoamericano. Por eso, el Macondo de García Márquez existe fuera de las páginas de "Cien años de soledad" en muchos otros libros con todos sus José Arcadios y sus Aurelianos (hay que agregar que el juego basado en la repetición de los nombres también es faulkneriano: por ejemplo, hay dos Quentin Compson en Yoknapatawpha, un varón y una mujer).



La relación de Faulkner con sus lectores es interesante y muy compleja. Sus novelas pasaron desapercibidas hasta que llegaron a Francia y a otros países, como Japón. Esa repercusión en el exterior tuvo mucho que ver con la forma en que terminó por convertirse en un autor canónico dentro de la cultura blanca estadounidense, que por otra parte no es la única importante, mal que le pese a la parte conservadora de la Academia. Al contrario, los cuentos del sureño siempre tuvieron más popularidad y él vivió de ellos por un tiempo. En los cuentos, claro está, las oraciones son más cortas y la comprensión mucho más fácil pero la exigencia a los lectores sigue siendo mucha. La naturaleza de esa exigencia no es la misma que se encuentra en sus contemporáneos T.S. Eliot y Ezra Pound, entre otros. Faulkner no hace citas constantes y por lo tanto, no pide lecturas previas a quienes se asoman a su mundo. Lo que se necesita es paciencia e ingenio para dilucidar lo que está pasando, tiempo para volver atrás frecuentemente, al pasado sintáctico y argumental de lo que se lee porque sin ese pasado, el presente es incomprensible. En ese sentido, la literatura de William Faulkner es mucho menos elitista que la de autores como Eliot y Pound.
Por otra parte, su relación con lo popular es profunda. Faulkner tomó géneros populares como el policial, el gótico y el melodrama y los utilizó como herramientas expresivas. De los dos primeros, le fascinó la importancia del pasado (en el gótico, los fantasmas y las casas en ruinas son marcas de secretos anteriores en el presente; en el policial clásico, el argumento reconstruye el pasado para conseguir justicia: para saber quién es el asesino hay que relatar lo que ya pasó); del melodrama, sacó las tácticas de la expresión emocional y el interés por la culpa, tan relacionada con la decadencia del Sur, decadencia que reconocían todos los escritores del llamado "Renacimiento Sureño". Cuando Faulkner estructura sus historias alrededor de esos géneros (y lo hace con mucha frecuencia), ofrece un marco externo de mucha utilidad para la lectura. La existencia de elementos del policial como un crimen, un detective, un culpable, es una guía para los lectores en los cuentos de "Gambito de caballo", por ejemplo. Tal vez por eso, sea aconsejable entrar al universo faulkneriano por la puerta de esa serie de policiales cortos en los que el esquema de género sirve al autor para hablar de su tema de siempre, el Sur en la modernidad.
Faulkner nunca fue un "intelectual" en el sentido académico y elitista del término: al contrario, vivió gran parte de su vida en su pueblo, Oxford, Mississippi, y desde ese pueblo (que fue una fuente infinita de historias para él), inauguró una serie de experimentos lingüísticos que marcaron el siglo XX. La variación del punto de vista fue uno de ellos. Después de Faulkner, se expandió a todo el mundo, incluyendo América Latina y como todo en este autor, el uso de más de un punto de vista en una misma narración tiene una dimensión filosófica y ética, además de literaria. La literatura contemporánea entiende que el poder de una historia es de quien la cuenta. Faulkner lo sabía. En "Mientras agonizo", contó el mismo viaje terrible hacia Jefferson en media docena de voces y demostró a sus lectores que cada narrador ve lo mismo de distinta forma y que todas esas visiones son válidas. En "¡Absalón, Absalón!", cuatro personajes buscan el motivo del mismo asesinato. Cada uno de ellos llega a una conclusión diferente y cada explicación se suma a la anterior sin borrarla del todo, en el alud de sensaciones, palabras y conceptos que caracteriza su obra. La conclusión final de Quentin, "No odio al Sur", resume la posición de todos los narradores y la de Faulkner con respecto a la región que los vio nacer. No la odian, no saben cómo amarla. La defienden y la critican al mismo tiempo.
Tiene sentido que yo no supiera cómo salir de ese mundo: una vez que se entra en Yoknapatawpha es muy difícil encontrar la salida. Y por otra parte, ¿para qué buscarla si en el fondo uno no quiere irse, si todavía queda demasiado por explorar?