18 de junio de 2012

La noción de raza a través de la historia (20). A modo de epílogo

Lejanos parecen haber quedado aquellos días de abril de 1684 cuando en la prestigiosa revista francesa "Journal des sçavans" -la primera revista científica publicada en Europa- apareció un artículo anónimo en el que se afirmaba que era posible dividir la Tierra (además de por regiones como lo hacían los geógrafos) de acuerdo a las diferentes características físicas de los hombres que la habitan. Tiempo después, cuando publicó el ensayo "Nouvelle division de la Terre par les différentes espèces ou races qui l'habitent" (Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o las razas que la habitan), se supo que el autor de aquella nota era el médico francés Francois Bernier (1620-1688), quien distinguía cuatro razas o especies de hombres: la primera comprendía los europeos, los africanos del norte, los persas, los árabes y los habitantes de la India y la Insulindia; la segunda, los demás africanos; la tercera, los asiáticos amarillos, y la cuarta, los lapones. En cuanto a los americanos, pese a notar Bernier en ellos un color oliváceo y un rostro diferente del de los europeos, no los clasificó como una raza aparte, sino que los incluyó en la primera. Fue así que Bernier tuvo el opaco privilegio de ser el primero en utilizar el concepto de raza en el sentido antropológico.
A lo largo de la Historia se ha invocado con frecuencia la naturaleza del universo para justificar las jerarquías sociales existentes, presentándolas como justas e inevitables. El repertorio de estas justificaciones es amplio: desde la escala natural de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) hasta los principios de organización social de Max Weber (1864-1920), pasando por el determinismo biológico de Thomas Hobbes (1588-1679), el determinismo cultural de Herbert Spencer (1820-1903) y el determinismo geográfico de Friedrich Ratzel (1844-1904), el dogma de la supremacía cerebral de Paul Broca (1824-1880), los prejuicios culturales, el colonialismo, el derecho divino, etc., argumentos todos ellos que contribuyeron a presentar una supuesta serie jerárquica entre los seres humanos, fundamentalmente a partir de los descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI que implicaron, al mismo tiempo, un redescubrimiento de la humanidad. Tal como apunta Isaac Asimov (1920-1992), desde los mismísimos albores de la civilización "el hombre ha manifestado recelo ante las diferencias raciales y, usualmente, las restantes razas humanas le han hecho exteriorizar las emociones que despierta lo exótico, recorriendo toda la gama desde la curiosidad hasta el desprecio o el odio". Y afirma categórico: "La humanidad consta de una sola especie y las variaciones habidas en su seno como respuesta a la selección natural son absolutamente triviales. La piel oscura de quienes pueblan las regiones tropicales y subtropicales de la Tierra tiene innegable valor para evitar las quemaduras del sol. La piel clara de los europeos septentrionales es útil para absorber la mayor cantidad posible de radiación ultravioleta que produce la vitamina D, considerando la luz solar relativamente débil de aquella zona. Los ojos de estrecha abertura, comunes entre esquimales y mongoles, son muy valiosos para la supervivencia en países donde el reflejo de la nieve o de la arena del desierto es muy intenso. La nariz de puente alto y apretadas ventanillas nasales del europeo sirve para calentar el aire frío de los inviernos boreales. Y así sucesivamente".
Ya en el Siglo XV comenzó a urdirse la oscura trama del racismo cuando, a raíz de las exploraciones portuguesas en la costa africana, el papa Tommaso Parentucelli (1397-1455) -que gobernó la Iglesia Católica como Nicolás V- expidió una bula que concedía el rey de Portugal el derecho de "someter y reducir a los sarracenos, los paganos, los incrédulos y cualquier otro enemigo de Cristo al sur del Cabo Bojador incluyendo toda la costa de Guinea a la esclavitud hereditaria y perpetua". Otro tanto haría durante el siguiente siglo el jurista español Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) tras la conquista y colonización de la población autóctona de América: "Con perfecto derecho los españoles deben imperar sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas". Impuso a tal efecto el derecho de tutela que implicaba la servidumbre o esclavitud natural de aquellos que "siendo por naturaleza bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos". No obstante esto, el cartógrafo y explorador italiano Amerigo Vespucci (1454-1512) tras su paso por el continente recién descubierto por los españoles, quedó impresionado con los "salvajes", en especial con las mujeres: "Aunque andan desnudas y son libidinosas, no tienen nada defectuoso en sus cuerpos, hermosos y limpios, ni tampoco son tan groseras, porque aunque son carnosas, falta a la par en ellas la fealdad. Ninguna tiene los pechos caídos, y las que han parido, por la forma del vientre y la estrechura, no se diferencian en nada de las vírgenes, y en las otras partes del cuerpo parecen lo mismo, las cuales por honestidad no menciono. Si anduviesen vestidas, estas venus serían tan blancas como las nuestras. Nadan mejor que las europeas, corren leguas sin cansarse. No hay arruga, no hay gordura que las deforme".


La utilización del concepto de raza fue el centro de la discusión antropológica en el siglo XVIII y condujo a una creciente diferenciación histórica entre dos tendencias antagónicas. Desde la época de la Ilustración predominaba la idea bíblica del monogenismo (del latín "mono", uno; "genus", descendencia), esto es, que la especie humana provenía de un antepasado común, de un tipo primitivo y único: "Todos los hombres, desde Adán hasta la consumación del tiempo, nacidos y muertos con el mismo Adán y su mujer, no nacieron de otros padres, sino que el uno fue creado de la tierra y la otra de la costilla del varón". La explicación del por qué las diferentes ramas de la humanidad habían avanzado de distinta manera se basaba también en una argumentación bíblica: a partir de los hijos de Noé, los descendientes de Sem eran los antecesores de la raza caucásica, los mongoles eran descendientes de Jafet y Cam era el antepasado de los negros. Por entonces, prácticamente todos los científicos aceptaban la desigualdad entre las razas humanas y una cierta relación jerárquica entre ellas. Los autores más representativos de las teorías monogenistas del siglo XVIII -Johann Blumenbach (1752-1840) y Georges Louis Leclerc (1707-1788)- sostenían que Adán y Eva habían sido blancos a imagen de Dios y que las diferentes pigmentaciones más oscuras de la piel se debían a un curso degenerativo producido por factores ambientales. Esto suponía la inferioridad de las razas no blancas, ya que la raza blanca se encontraría en un estadio superior.
En contraposición al monogenismo aparecieron con fuerza doctrinas que rechazaban la autenticidad del relato del Génesis y consideraban que las diferencias raciales eran fruto de creaciones separadas. Así surgió el poligenismo, una teoría según la cual la especie humana procedía, no de una pareja única, sino de una población de parejas que, desde un estadio inferior al humano, habrían evolucionado lentamente hacia la situación actual; es decir, admitía la variedad de orígenes en la especie humana dándole a las diferentes razas diferentes génesis. Ya durante el siglo anterior, Isaac La Peyrère (1596-1676) había dado a los egipcios, los caldeos y los chinos un origen preadamita, e incluso algunos filósofos de la Ilustración como François M. Arouet, Voltaire (1694-1778) y David Hume (1711-1776) fueron poligenistas aunque consideraron que la crítica de la Biblia formaba parte de un ataque racionalista a la religión revelada. De todos modos, la historia literal de la Creación sucumbió más tarde ante el hallazgo de los primeros fósiles, cuyo parecido con organismos vivientes en otro tiempo era, para los defensores más ortodoxos de las palabras literales de la Biblia, sólo accidental o bien creaciones engañosas del Diablo. Más adelante, dada la inverosimilitud de estas teorías, sugirieron que los fósiles eran restos de seres ahogados en el Diluvio, algo que fue desmentido en 1770 cuando el naturalista suizo Charles Bonnet (1720-1793) introdujo la idea de que los fósiles eran restos de especies extinguidas que habían sido destruidas por catástrofes geológicas acaecidas mucho tiempo antes del Diluvio.
A principios del siglo XIX, el zoólogo francés Georges Cuvier (1769-1832) descubrió que muchos fósiles representaban especies y géneros no hallados entre los seres vivientes pero, sin embargo, se acomodaban claramente a alguno de los tipos conocidos, entrando de ese modo a formar parte integral del es­quema de la vida. Además, cuanto mayor era la profundidad del estrato en que se hallaba el fósil y mayor, por lo tanto, la antigüedad del mismo, más simple y menos desarrollado parecía éste. También descubrió que, en algunas ocasiones, algunos fósiles representaban formas intermedias que enlazaban dos grupos de seres, los cuales, tomando como referencia las formas vivientes, parecían completamente separados. Cuvier llegó entonces a la conclusión de que las catástrofes terrestres habían sido las responsables de la desaparición de las formas de vida extinguidas. Pero treinta años después, el geólogo escocés Charles Lyell (1797-1875) refutó la idea del "catastrofismo" al proponer el "gradualismo", una teoría según la cual los cambios producidos en la Tierra eran producto de la acción lenta, constante y acumulativa de fuerzas naturales tales como la erosión, los terremotos, los volcanes o las inundaciones. Por entonces, una teoría razonable sobre la evolución se convirtió en una necesidad y allí fue donde hicieron su aparición Alfred Russel Wallace (1823-1913) y Charles Darwin (1809-1882). A partir de ellos llegó finalmente a aceptarse que todos los grupos humanos contemporáneos pertenecían a la misma especie, que todos son descendientes modificados de especies más tempranas y que todos comparten un antepasado común en el pasado, una teoría que marcó un giro importante en el debate científico que se extendió hasta bien entrado el siglo XX.
En la actualidad, la evolución es una fuerza unificadora en la biología moderna. Anuda distintos campos como la genética, la microbiología y la paleontología. "Es importante hacer constar -dice Asimov en su "Guide to science" (Introducción a la ciencia)- que el resultado claro de la evolución humana ha sido la producción de una sola espe­cie tal como existe hoy día. Es decir, aunque haya habido un número considerable de homínidos, sólo una especie ha sobrevivido. Todos los hombres del presente son Homo Sapiens, cualesquiera sean sus diferentes apariencias, y la diferencia entre negros y blancos es aproximadamente la misma que entre caballos de diferente pelaje". En la misma dirección se pronunció el genetista estadounidense Richard Lewontin (1929) en "Human diversity" (La diversidad humana): "La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y destruye efectivamente las relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuenta, además, que carece de toda relevancia tanto en sentido genético como taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola". De todas maneras, los antropólogos contemporáneos han encontrado aún un indicador de la raza en los grupos sanguíneos. El bio­químico norteamericano William C. Boyd (1903-1983), por ejemplo, puntualizó que el grupo sanguíneo es una herencia simple y comprobable, a la que no altera el medio ambiente y se manifiesta claramente en las diferentes distribuciones entre los dis­tintos grupos raciales.


Cuando en 2005 se publicó el primer estudio del genoma completo del chimpancé, se supo que los humanos comparten con él el 99.4% de la secuencia básica del ADN. Curiosamente -o no tanto, tal vez- hubo un rebrote de las ideas creacionistas tanto dentro del mundo cristiano como del musulmán. Este delirio furioso propone, según el caso, la interpetración literal del Génesis, primer libro de la Biblia, y del Corán como las obras científicas de referencia. Dueños de una arrogante pobreza intelectual, los defensores del creacionismo aseguran que la vida y el universo fueron creados por un agente sobrenatural. Para los creacionistas los seres vivos son demasiados complejos para que hayan evolucionado a través de alteraciones aleatorias de una selección natural de las especies. Aunque no suelen citar a Dios, probablemente para inferir mayor rigor científico a sus tesis, hablan de cierto "proyecto inteligente" como responsable de la creación -especialmente del hombre- y hasta llegan a decir que el Universo fue creado por Dios con una apariencia de vejez para engañar a los científicos. Una interpretación indulgente sobre estos dislates podría ser que el creacionismo no es una teoría, sino un punto de vista político con disfraz teológico y revestido de idea científica.
En 1976 el etólogo británico Richard Dawkins (1941) lanzó la tesis de la evolución de las especies desde el punto de vista genético y no racial. En su obra "The selfish gene" (El gen egoísta) aseguraba que los seres humanos no son más que replicantes, máquinas ciegamente programadas para transportar y garantizar la supervivencia de la información molecular que contienen los genes. Estos vienen en una variedad de formas, una heredada de cada padre. "Estas variedades -explica Asimov en la obra citada- son conocidas como alelos, y codifican rasgos ligeramente diferentes. La incidencia de los diferentes rasgos o alelos en una población es manejada por la selección natural y la deriva genética, que puede reducir la variación genética al azar. Hoy, la evolución es definida como el cambio en la frecuencia de alelos en las poblaciones a lo largo del tiempo". "La evolución -dice el físico inglés John Gribbin (1946)- sigue adelante todo el tiempo, de la misma forma que nuevas permutaciones de alelos se mezclan con los genes disponibles y las combinaciones más eficientes sobreviven con una mayor efectividad". Lo concreto es que desde hace algunos años la lectura del código genético ha demostrado que la categoría de "raza" en la especie humana simplemente no existe. "Cuando se rastrean los antecedentes del hombre -agrega Gribbin-, desde las cé­lulas primitivas hasta el momento actual, la historia, inevitablemen­te, se desdobla como si la evolución trabajara para lograr un pro­ducto específico acabado que fuera mejor que todos los anteriores". Para muchos, la humanidad todavía se muestra como el "punto final de la evolución", una "creación" superior comparada con otros pro­ductos evolutivos. La evolución, sin embargo, no ha terminado, y no hay modo de asegurar que el ser humano actual sea el punto final; tam­poco que sea superior -ni biológica ni evolutivamente- a otras es­pecies; tan sólo es diferente. La inteligencia, desde luego, es una signifi­cativa, interesante y capital diferencia. Pero, tal como van las cosas, parece bastante factible que la "inteligencia" contribuya al fin de la raza humana, ya sea mediante las guerras, las agresiones al medio ambiente o la codicia desenfrenada de quienes manejan el sistema económico mundial.