14 de abril de 2012

Slavoj Zizek: "El explosivo crecimiento de los cordones de miseria no es un desafortunado accidente, sino un producto necesario de la lógica más íntima del capitalismo global"

Slavoj Zizek (1949) nació en Eslovenia y estudió filosofía en la Universidad de Liubliana y psicoanálisis en la Universidad de París VIII. Filósofo político y crítico cultural, una característica de su trabajo es la reconsideración de la filosofía idealista alemana (Kant, Schelling, Hegel) y la vigorización la teoría psicoanalítica de Lacan. Los ensayos de Zizek, sobre todo en la última década y media, se han vuelto más y más explícitamente políticos, polemizando con el pretendido consenso sobre la muerte de las ideologías y el supuesto fin de la historia, y defendiendo la posibilidad de cambios duraderos dentro del nuevo orden mundial de la globalización. Es autor de libros como "Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock", "El sublime objeto de la ideología", "En defensa de la intolerancia", "Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo", "A propósito de Lenin. Política y subjetividad en el capitalismo tardío", "Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales", "Robespierre. Virtud y terror" y "Cómo leer a Lacan" entre muchos otros. En el siguiente diálogo mantenido con Oscar Guardiola Rivera y publicado por la revista colombiana "Tabula Rasa" nº 11 de julio/diciembre de 2009, Zizek debate sobre tres temas en particular: el equilibrio catastrófico entre democracia y crisis, la relación entre la filosofía y la situación presente, y el futuro de la política radical en el mundo actual.


Sus críticos preguntan a menudo: ¿existe un punto, un proyecto político y filosófico detrás de su producción heterogénea y su exótico desempeño?

Creo que la mejor respuesta sería dejarlos en la duda, medio perdidos, medio adivinando, medio envidiosos y medio llenos de odio. Parece que lo disfrutaran. Y sin embargo, también sería posible aventurar una simple respuesta: el punto es la destitución del "gran otro". En filosofía, esto significaría hacer énfasis en la brecha que separa el pensamiento del ser, y así socavar la ilusión de que están superpuestos apuntando a una fisura en la aparente homogeneidad del pensar-ser. Y luego, poner el énfasis en la intersección negativa entre el ser y el pensamiento: que yo (el cogito cartesiano) no soy una sustancia, sino un vacío en el orden del ser (no soy) y que la moderna ciencia matematizada no piensa en el sentido de que explota la ontología tradicional del pensamiento como correlativa al ser. En política y economía, esto significa que no podemos trabajar bajo el supuesto de que la producción y la soberanía democrática son una especie de reino autosuficiente, desarrollando sus recurrentes crisis con el anuncio de amenazas y catástrofes que deben purgarse, quizás en un momento de violencia transgresora que aprovecha el conflicto interno y lo dirige contra un chivo expiatorio, con el fin de producir catarsis entre las personas, un retorno a la normalidad y demás. Entendido de esa manera, como "normalidad" mantenida sobre y contra la amenaza de algún enemigo interno o externo (purgado en un momento de excepción), la "democracia" parece el "gran otro" mayoritario que debe darnos a las personas la autoridad de comportarnos como masa.

No es muy democrático, ¿verdad?

Sí. Ya Jacques Alain Miller había elaborado la idea de que la democracia implica una especie de destitución del "gran otro", haciendo referencia directa a Claude Lefort: "¿Es la democracia un significante maestro? Sin duda alguna. Es el significante maestro que dice que no hay significante maestro, al menos no un significante maestro que fuera el único de su especie, que cada significante maestro debe insertarse inteligentemente entre otros. Lacan dice: "yo soy el significante del hecho de que 'otro' tiene un agujero, o de que no existe". Por supuesto, Miller sabe que cada significante maestro da testimonio del hecho de que no hay significante maestro, ni "otro del otro", de que hay una carencia en el "otro", etcétera. La diferencia es que, con la democracia, esta carencia se inscribe directamente en el edificio social, está institucionalizada en una serie de procedimientos y regulaciones. No es de extrañar, entonces, que Miller cite favorablemente a Marcel Gauchet sobre cómo, en la democracia, la verdad sólo se ofrece "en división y descomposición". ¿Es esto, sin embargo, todo lo que hay por decir aquí? Permítame recordar la antigua defensa que Karl Kautsky hacía de la democracia multipartidista: Kautsky concebía la victoria del socialismo como la victoria parlamentaria del partido socialdemócrata, e incluso sugirió que la forma política apropiada del paso del capitalismo al socialismo es la coalición parlamentaria de los partidos burgueses y socialistas progresistas. En sus escritos de 1917, Lenin guardó su ironía más cruel para quienes participan en la interminable búsqueda de algún tipo de "garantía" para la revolución; esta garantía asume dos formas principales: o la noción reificada de la "necesidad social" (no se debería atrever a la revolución demasiado prematuramente; debería esperarse el momento preciso, cuando la situación esté "madura" en lo que respecta a las leyes del desarrollo histórico: "es demasiado pronto para la revolución socialista, la clase obrera aún no está madura") o la legitimidad "democrática" normativa ("la mayoría de la población no está de nuestro lado, de modo que la revolución no sería verdaderamente democrática"). Como Lenin lo plantea en repetidas ocasiones, es como si, antes de que el agente revolucionario se arriesgue a atacar el poder estatal, debiera conseguir autorización de alguna figura del "gran otro" (organizar un referendo que constatara que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, como con Lacan, el punto es que una revolución sólo se autoriza a sí misma: debe asumirse el acto revolucionario no cubierto por el "gran otro". El temor de tomar el poder "prematuramente", la búsqueda de la garantía, es el miedo al abismo del acto. La democracia es así no sólo la institucionalización de la carencia en el "otro". Al institucionalizar la carencia, la neutraliza, la normaliza, de modo que la inexistencia del "gran otro" (el no hay "gran otro" de Lacan) se suspende de nuevo: el "gran otro" está aquí de nuevo bajo el disfraz de la legitimación/autorización democrática de nuestros actos. En una democracia, mis actos están "cubiertos" como los actos legítimos que ejecutan la voluntad de la mayoría. En contraste con esta lógica, el rol de las fuerzas emancipadoras no tiene que "reflejar" pasivamente la opinión de la mayoría, sino crear una mayoría nueva.

Esta problematización de la democracia nos obliga además a hablar de la relación entre el llamado intelectual público, por ejemplo el filósofo que se pone del lado de quienes buscan la emancipación, y del pueblo. De un lado, existe una idea de que si el filósofo toma partido deja de ser riguroso. Del otro, está la suposición de que el juicio del pueblo -concebido como la mayoría- es la última palabra. Para hablar de su caso en particular: muchos de quienes se llaman sus "amigos" demandan que escriba "más rigurosamente". Sin embargo, parece que parte de lo que hace tan desestabilizadora su intervención es precisamente su rechazo a jugar el rol del académico del sistema. Su intervención parece situar al filósofo en el lugar del analista, separando lo que en el eslabón social aparece unido y relacionado. ¿No es esta, precisamente, la posición de la rebelión y la revolución, el separar, incluso haciendo añicos los enlaces y las relaciones que caracterizan la actual situación?

Al vernos confrontados con situaciones históricas complejas, nuestra tarea es no unir la pluralidad empírica, sino reducir la complejidad a su mínima diferencia subyacente. Nuestra experiencia inmediata de una situación en nuestra realidad es la de una multitud de elementos particulares que coexisten. Digamos que una sociedad está compuesta de una multitud de estratos o grupos, y que la tarea de la democracia se percibe como el hacer posible una coexistencia llevadera de todos los elementos: todas las voces deben ser oídas, sus intereses y demandas tenidas en cuenta. La tarea de la política emancipatoria radical es, por el contrario, la de "sustraer" de esta multiplicidad la tensión antagonista subyacente. Es decir, en la multiplicidad de los elementos, de las partes, debemos aislar la "parte de ninguna parte", la parte de quienes, aunque están formalmente incluidos en el "plató" de la sociedad, no tienen un lugar en ella. Este elemento es el punto sintomático de la universalidad: aunque pertenece a su campo, socava su principio universal. Lo que eso significa es que en él, la diferencia específica se superpone a la diferencia universal: esta parte no sólo se diferencia de otros elementos particulares de la sociedad dentro de la unidad universal integral, también es una tensión antagónica con la noción/principio mismo universal predominante. Es como si la sociedad tuviera que incluir, contar como una de sus partes, un elemento que niega la misma universalidad que lo define. La política emancipatoria siempre se centra en esa "parte de ninguna parte": los inmigrantes que están aquí pero "no son de aquí", quienes viven en zonas deprimidas que formalmente son ciudadanos pero han sido excluidos del derecho público y el orden político, etcétera. De esa manera, reduce la complejidad del múltiple cuerpo social a la "diferencia mínima" entre el principio social universal rector o predominante y aquellos cuya existencia misma socava este principio. El 11 de septiembre de 2001 se atacó las Torres Gemelas; doce años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El 9 de noviembre anunció los "felices '90", el sueño de Francis Fukuyama sobre el "fin de la historia", la creencia de que la democracia liberal había, en principio, ganado, de que la búsqueda había terminado, de que el advenimiento de una comunidad mundial liberal y global se encontraba a la vuelta de la esquina, que los obstáculos de este ultra hollywoodense final feliz son meramente empíricos y contingentes (los reductos locales de resistencia cuyos líderes aún no entendían que su tiempo se había terminado). En contraste con eso, el 9/11 es el principal símbolo del final de los "felices '90" clintonianos, de la época venidera en la que surgen nuevos muros por doquier, entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera entre los Estados Unidos y México. Entonces, ¿qué pasa si la nueva posición proletaria es la de los habitantes de los barrios pobres en las nuevas megalópolis? El explosivo crecimiento de los cordones de miseria en las últimas décadas, especialmente en las grandes ciudades del Tercer Mundo, desde Ciudad de México y otras capitales latinoamericanas hasta Africa (Lagos, Chad), India, China, Filipinas e Indonesia, es quizá el acontecimiento geopolítico crucial de nuestros tiempos. El caso de Lagos, el mayor nodo en el corredor de barriadas pobres de setenta millones de personas, que se extiende desde Abiyán hasta Ibadán, sirve de ejemplo: según las mismas fuentes oficiales, unos dos tercios del territorio total del Estado de Lagos, 3.577 kilómetros cuadrados, podría clasificarse como barrios pobres o cordones de miseria; nadie sabe cuál es la densidad de la población -oficialmente es 6 millones, pero la mayoría de expertos la estiman en 10 millones-. Por eso, en algún momento muy cercano (o tal vez, dada la imprecisión de los censos del Tercer Mundo, ya ha pasado), la población urbana de la Tierra superará la población rural, y dado que los habitantes de los barrios deprimidos conformarán la mayoría de la población urbana, en modo alguno estamos tratando con un fenómeno marginal. De ese modo estamos presenciando el rápido crecimiento de la población por fuera del control del Estado, viviendo en condiciones medio al margen de la ley, en una necesidad terrible de formas mínimas de autoorganización. Aunque su población se compone de obreros marginados, funcionarios públicos redundantes y antiguos campesinos, no son un simple excedente redundante: se incorporan a la economía global de numerosas formas, muchas de ellas trabajando como trabajadores informales o empresarios independientes, sin adecuada cobertura en salud o seguridad social. La principal causa del crecimiento de esta población es la inclusión de los países del Tercer Mundo en la economía global, con la destrucción de la agricultura local por las importaciones de alimentos baratos provenientes de los países del Primer Mundo. Ellos son el verdadero "síntoma" de los lemas publicitarios como "desarrollo", "modernización" y "mercado mundial": no son un desafortunado accidente, sino un producto necesario de la lógica más íntima del capitalismo global. No es de extrañar que la forma hegemónica de la ideología en las zonas deprimidas sea el Cristianismo Pentecostal, con su mezcla de fundamentalismo carismático orientado a los milagros y a los espectáculos, y los programas sociales como las cocinas comunitarias y el cuidado de niños y ancianos. Aunque, por supuesto, uno debería resistirse a caer en la fácil tentación de elevar e idealizar a los habitantes de la barriada convirtiéndolos en una nueva clase revolucionaria, debería sin embargo, en términos de Badiou, percibirse estos cordones de miseria como unos de los pocos "sitios eventuales" de la sociedad actual. Los habitantes de los barrios pobres son literalmente un variado grupo de quienes son "parte de ninguna parte", el elemento "supernumerario" de la sociedad, excluidos de los beneficios de la ciudadanía, los desarraigados y desposeídos, quienes efectivamente "no tienen nada que perder excepto sus cadenas". Es, en efecto, sorprendente cuántos rasgos de los habitantes marginales encajan en la buena determinación marxista del sujeto proletario revolucionario: son "libres" en el doble sentido de la palabra, aún más que el proletariado clásico ("liberados" de todos los lazos sustanciales, viviendo en un espacio libre, por fuera de las regulaciones policiales del Estado); son un gran colectivo, arrojados a una situación en la que deben inventar algún modo de estar juntos y, simultáneamente, privados de cualquier apoyo en las formas de vida tradicionales, en las formas de vida religiosas o étnicas heredadas. Por supuesto, hay un quiebre crucial entre los habitantes marginales y la clase obrera clásica del marxismo: mientras que los últimos se definen en los términos precisos de explotación económica (la apropiación de la plusvalía generada por la situación de tener que vender la mano de obra como una mercancía en el mercado), la característica que define a los habitantes de los barrios marginales es sociopolítica, tiene que ver con su no-integración al espacio legal de la ciudadanía con la mayoría de los derechos que les corresponden. Para ponerlo en términos más o menos simplificados, mucho más que un refugiado, un habitante de barrio marginal es un "hombre maldito", un "muerto viviente" sistemáticamente generado por el capitalismo global. Es una especie de negativo del refugiado: un refugiado de su propia comunidad a quien el poder no está tratando de controlar concentrándolo donde (para el inolvidable juego de palabras del "Ser o no ser" de Ernst Lubitsch) quienes están en el poder concentran mientras los refugiados acampan, pero empujados al espacio de lo fuera de control. En contraste con las microprácticas foucaultianas de la disciplina, un habitante marginal es aquel respecto a quien el poder renuncia su derecho a ejercer pleno control y disciplina, encontrando más apropiada dejarlo habitar en la tierra de nadie de los barrios marginales. Lo que se encuentra en los "barrios bajos realmente existentes" es, por supuesto, una mezcla de modos improvisados de vida social, desde los grupos religiosos fundamentalistas cuya cohesión la mantienen un líder carismático y las bandas de delincuentes, hasta el germen de una nueva solidaridad "socialista". Los habitantes de barriadas son la anticlase de la otra nueva clase emergente, llamada la "clase simbólica" (gerentes, periodistas y relacionistas públicos, académicos, artistas, etc.), que también está desarraigada y se percibe como directamente universal (un académico neoyorquino tiene más en común con un académico esloveno que con los negros de Harlem a un kilómetro de su universidad). ¿Es este el nuevo eje de la lucha de clases, o es la "clase simbólica" por naturaleza dividida, de modo que puede hacerse la apuesta emancipatoria por la coalición entre los pobladores de barrios marginales y la parte "progresista" de la clase simbólica? Lo que debemos buscar son los signos de las nuevas formas de conciencia social que surgirán de los colectivos de barriada: ellos serán las semillas del futuro.

Lo que se sugiere es que la tarea de la política radical en la actualidad no es una síntesis (la síntesis popular, la síntesis cosmopolítica) de construir un mundo capaz de incluir a la humanidad entera (en realidad, el capitalismo ya lo hace) sino de -lo plantean pensadores como Agamben o Costas Douzinas en Europa, y Enrique Dussel y Pheng Cheah, en otros lugares- separar y distinguir a la gente en estado de rebelión del Estado-Nación en estado de excepción, la ley y la violencia surgida del miedo de la negación de la violencia sin temerla, la globalización de la liberación nacional o post-nacional. No más poética de la resistencia o no más "zonas autónomas provisionales", sino más bien, el método de la rebelión.

De un lado, los teóricos ignoran por regla general el complejo conjunto de mitos, creencias y prácticas populares que constituyen la ideología real de la gente común, su "método", como usted lo plantea. De otro lado, no es suficiente la poética de la "resistencia", de la movilidad nomádica desterritorializada, de la creación de líneas de fuga, de nunca estar donde se espera que uno esté; ya es hora de comenzar a crear lo que uno se siente tentado a llamar territorios liberados, los espacios sociales bien definidos y delineados en los que está suspendido el reinado del Sistema: una comunidad religiosa o artística, una organización política y otras formas de un "lugar propio". Eso es lo que hace tan interesantes los barrios pobres: su carácter territorial. Aunque la sociedad se caracteriza a menudo como la sociedad del control total, los barrios marginales son territorios que se encuentran en los límites de un Estado de los cuales el Estado (al menos en parte) retiró el control, territorios que funcionan como manchas blancas, vacíos, en el mapa oficial del territorio de un Estado. Aunque de facto están incluidos en un Estado por los eslabones del mercado negro, el crimen organizado, los grupos religiosos, etc., el control estatal está no obstante suspendido allí, son dominios por fuera del dominio de la ley. Es por eso que las masas "desestructuradas", pobres y despojadas de todo, situadas en un entorno urbano no proletarizado, constituyen uno de los principales horizontes de la política que nos espera. Estas masas, por consiguiente, son un factor importante del fenómeno de la globalización. La verdadera globalización, hoy en día, se hallaría en la organización de estas masas -a escala mundial, de ser posible- cuyas condiciones de existencia son en esencia las mismas. Quien viva en las barriadas de Bamako o Shanghai no es en esencia diferente de alguien que viva en los arrabales de París o en los guetos de Chicago. Efectivamente, si la principal tarea de la política emancipatoria del siglo XIX era romper el monopolio de los liberales burgueses por medio de la politización de la clase obrera, y si la tarea del siglo XX era despertar políticamente a la inmensa población rural de Asia y Africa, la principal tarea del siglo XXI es politizar -organizar y disciplinar- las "masas desestructuradas" de moradores de barrios marginales. El proletariado es la única clase (revolucionaria) en la historia en abolirse en el acto de abolir su contrario. El "pueblo", del otro lado, compuesto de una miríada de clases y subclases, estratos sociales y económicos, no puede realizar estructuralmente tal misión. Muy al contrario, siempre que se le asigna una "tarea histórica" al "pueblo" como tal, el resultado ha sido siempre que una burguesía fetal prevaleció de inmediato y, a través de un proceso de crecimiento acelerado, se organizó para convertirse en una clase dominante. Hay, de ese modo, más que hipocresía en el hecho de que, en el punto culminante del estalinismo, cuando el edificio social completo se había destruido por las purgas, la nueva constitución proclamó el fin del carácter de "clase" del poder soviético (el derecho al voto se devolvió a miembros de clases anteriormente excluidas), y que los regímenes socialistas se llamaron "democracias populares". La oposición de proletariado y pueblo es crucial aquí: en idioma hegeliano, su oposición es la oposición misma de la universalidad "verdadera" y "falsa". Pueblo es incluyente, proletariado es excluyente; el pueblo combate a los intrusos, parásitos, quienes evitan su plena autoafirmación, el proletariado libra una lucha que divide el pueblo en su mismo núcleo. El pueblo quiere afirmarse, el proletariado quiere abolirse.