23 de febrero de 2012

Pecados capitales (4). Thomas Pynchon: la pereza

Otro de los grandes escritores que aceptó la requisitoria de "The New York Times Book Review" para escribir sobre su transgresión favorita fue el enigmático Thomas Pynchon (1937) que eligió hacerlo sobre la pereza, a la que defendió con energía. Autor de relatos cortos y novelas, estas últimas escasas y voluminosas, la obra de Pynchon es densa y compleja, con frecuentes referencias científicas e históricas, y se le engloba en el postmodernismo maximalista. Nacido en Glen Glove, Long Island, comenzó a estudiar Ingeniería Física en la Universidad de Cornell, donde finalmente se licenció en Filología Inglesa. Su primera novela, "V.", apareció en 1963, a la que siguieron "The crying of lot 49" (La subasta del lote 49), "Gravity's rainbow" (El arco iris de gravedad), "Vineland", "Mason & Dixon", "Against the day" (Contraluz) e "Inherent vice" (Vicio propio). En 1984 publicó "Slow learner" (Lento aprendizaje), una colección de relatos cortos escritos entre 1959 y 1964. Pynchon, quien ha sido calificado como un maestro de la paranoia (no acepta entrevistas y no se conocen fotografías suyas recientes) y un crítico satírico de la sociedad contemporánea, se ha convertido en un escritor de culto y de enorme influencia entre los autores jóvenes de su país. Don DeLillo (1936) ha dicho: "fue como si Hemingway muriera un día y Pynchon naciera al siguiente. Una literatura que se reconcentra en otra. Pynchon le ha dado a nuestra ficción una mayor fuerza y una mayor amplitud, descubriendo rumores y apariciones al filo de la conciencia moderna, pero sin reducir nuestro sentido del carácter físico de la prosa norteamericana". Lorrie Moore (1957) por su parte, opina que "la mente de Pynchon es la trampa de hierro de la literatura norteamericana: nada, amplio o pequeño, se le ha escapado. Es polémicamente nuestro novelista más cerebral. Su obra es valiente, graciosa, misteriosa, rica en todo tipo de originalidades y sorpresas, y está construida detalle por detalle, dolorosamente, con una mirada inagotable y un apetito incansable por el mundo".

PEREZA

En su clásica discusión sobre el tema en la "Summa theologiae", Tomás de Aquino califica a la pereza, o acedia, como uno de los siete pecados capitales. Sostiene que "capital" significa "primario" o "a la cabeza", porque tales pecados dan origen a otros, pero debajo de su argumento, aunque sin perjudicar el poder del mismo, resuena un sentido adicional, y más oscuro, pues el término también quiere decir "merecedor del castigo capital". De allí el término equivalente: "mortal". Pero, vamos, ¿no es un tanto extremo condenar a muerte por algo de tan poco peso como la pereza? Imaginemos un diálogo entre dos condenados a muerte que esperan su fin en una mazmorra medieval. Uno le pregunta al otro: "Mira, sin afán de ofender, ¿por qué te liquidan, después de todo?". "Ah, la historia de siempre. Vinieron en el momento equivocado, y yo terminé bajando a la mitad de los hombres del alguacil con mi ballesta de dos codos; las saetas, de tres cuartos de pulgada, se dispararon con avance automático. Por ira, supongo... ¿Y tú?". "Ah... bien... no fue por ira en mi caso...". "¡Ah! ¿Otro de esos casos de pereza, verdad?". "... de hecho, ni siquiera fui yo". "Uno nunca es, amigo. Mira, es casi la hora del almuerzo. ¿No serás escritor, por casualidad?".
Los escritores, por supuesto, son considerados expertos en materia de pereza. Se los consulta todo el tiempo sobre el tema, no sólo en busca de asesoramiento gratis, sino para que hablen en los simposios sobre la pereza, encabecen fuerzas contra la pereza enviadas en una misión especial, o declaren como testigos expertos en audiencias sobre la pereza. El estereotipo surge en parte debido a nuestra presencia conspicua en empleos donde la paga es por palabra y donde los límites de tiempo son apretados y definitivos. Se supone que sabemos mucho acerca del trabajo a destajo y la convertibilidad del tiempo y el dinero. Además, está todo ese sugestivo folklore alrededor del bloqueo del escritor, enfermedad que a veces se resuelve sola de manera dramática y sin previa advertencia, como la constipación, razón por la cual goza de amplia simpatía entre los lectores. El bloqueo del escritor, no obstante, es un viaje al parque de temas de su propia elección, junto con el pecado mortal que lo produce. Como cada uno de los otros siete, la pereza era considerada progenitora de toda una familia de pecados menores, o veniales, entre ellos el ocio, la modorra, el desasosiego corporal, la inestabilidad y la locuacidad. Acedia en latín significa tristeza, deliberadamente autodirigida, desviada de Dios; una pérdida de determinación espiritual que luego, en el proceso, se autoalimenta, que pronto produce lo que se conoce como culpa y depresión, y que, con el tiempo, nos lleva a un estado en el que haremos cualquier cosa, en forma de pecado venial y mal razonamiento, para evitar esa incomodidad.
Pero la progenie de la pereza -para parafrasear a los Shangri-Las- no siempre es mala. Por ejemplo, está lo que Aquino denomina "desasosiego de la mente" o "el precipitarse tras varias cosas sin rima ni razón", lo que, "si pertenece al poder imaginativo... se llama curiosidad". Es, por supuesto, precisamente en tales episodios de viajes mentales en los que los escritores realizan un buen trabajo, a veces el mejor de todos, donde resuelven problemas formales, reciben consejos del Más Allá, y tienen aventuras hipnagógicas que con suerte podrán ser recuperadas más tarde. En esencia, nuestra tarea tiene que ver, con frecuencia, con el ensueño ocioso. Vendemos nuestros sueños. De manera que el verdadero dinero procede, en realidad, de la pereza, aunque tal transformación al parecer resulta más sorprendente en el sector del entretenimiento, donde los ociosos ejercicios de locuacidad alrededor de la piscina no con poca frecuencia han generado millones y millones de dólares de renta. Como tópico para la narrativa, la pereza ha tenido algunos grandes éxitos en los pocos siglos posteriores a Aquino, entre ellos notablemente "Hamlet", pero no fue sino hasta que llegó a las costas de los Estados Unidos cuando dio el siguiente paso importante en su evolución. Entre el excitado aforista de Franklin, el Pobre Ricardo, y el condenado escribiente de Melville, Bartleby, se extiende casi un siglo de la historia de los comienzos estadounidenses hasta la consolidación del país como un estado capitalista cristiano, cuando la acedia estaba en las últimas etapas en su transformación de condición espiritual a secular.
En los tiempos de Franklin, Filadelfia respondía cada vez menos a la visión religiosa con que la había iniciado William Penn. La ciudad se iba convirtiendo en una especie de máquina de alta producción: por una parte entraban los materiales y el trabajo, y por la otra salían las mercaderías y servicios, mientras que el tráfico fluía activamente por el circuito cuadricular de las calles de la ciudad. El laberinto urbano de Londres, que conducía a toda clase de ambigüedades y, por cierto, de males, había sido rectificado en Filadelfia, y todo allí era recto, ortogonal. Dickens, que la visitó en 1842, comentó: "Después de caminar por ella por un par de horas, me sentí dispuesto a dar cualquier cosa por una calle sinuosa". Las cuestiones espirituales no eran tan inmediatas como las materiales, por ejemplo, la productividad. La pereza ya no era tanto un pecado contra Dios o algún bien espiritual, sino contra una clase particular de tiempo, uniforme, en un solo sentido, por lo general no reversible, es decir, contra la hora del reloj, que hacía que todo el mundo fuera a la cama temprano y se levantara temprano. El Pobre Ricardo no fue tímido al expresar su desaprobación de la pereza. Cuando no repetía los muy conocidos proverbios británicos referidos al tema, agregaba estallidos de su propia autoría, propios del "gran despertar" religioso: "¡Ay, holgazán! ¿Crees tú que Dios te habría dado brazos y piernas si no era su voluntad que los utilizaras?". Bajo el rubato del día latía un pulso severo, ineluctable, implacable, por el cual todo lo que se evadiera o pospusiera hoy debía ser compensado luego, con un ritmo mayor de intensidad. "Tú puedes demorar, pero el tiempo no se demora". Y la pereza, por el hecho de ser una evasión continua, no hacía más que aumentar y apilarse como el déficit de un presupuesto, mientras que las dimensiones del inevitable pago se hacían cada vez menos misericordiosas.
En la concepción del tiempo que empezó a dominar la vida ciudadana en la época del Pobre Ricardo, donde cada segundo era de la misma extensión e irrevocabilidad, no había gran parte del curso de su fluir que pudiera denominarse no lineal, a menos que se contara la ingobernable urdimbre de los sueños, de la que el Pobre Ricardo poco se ocupaba. En la concordancia de sus dichos, preparada por Frances M. Barbour en 1874, no se encuentra ni siquiera una cita bajo el título de "Sueños", pues en ese entonces los sueños eran tan mal vistos como su compañero frecuente, el dormir, que era considerado tiempo que se perdía para acumular riqueza, tiempo que debía ser diezmado y compensado con veinte horas de vigilia productiva. Durante los años del "Almanaque del Pobre Ricardo", Franklin, según su "Autobiografía", se permitía dormir entre la 1 y las 5 de la mañana. El otro bloque importante de tiempo no dedicado al trabajo, también de cuatro horas, era entre las 21 y la 1, y estaba dedicado a la "pregunta vespertina": "¿Qué bien he hecho hoy?". Esta debe de haber sido la única ocasión diaria para caer en el ensueño, ya que no había otra oportunidad para especulaciones, sueños, fantasías o ficción. Se suponía que en esa máquina ortogonal la vida era no ficción.
Para la época de "Bartleby, el escribiente. Un relato de Wall Street" (1853), la acedia había perdido ya el útimo vestigio de reverberación religiosa para convertirse en una ofensa contra la economía. En el corazón mismo del capitalismo de los "ladrones barones de la industria", el personaje que da nombre al relato contrae lo que resulta ser una acedia terminal. Es algo parecido a esos "westerns" donde el malhechor no hace más que tomar decisiones que lo llevan más y más cerca a un final desagradable. Bartleby se limita a permanecer sentado en una oficina de Wall Street repitiendo: "Preferiría no hacerlo". A medida que van disminuyendo sus opciones, su empleador, un hombre de negocios y de sustancia, se ve obligado a cuestionar las premisas de su propia vida debido a este miserable escribiente (¡este escritor!) quien, si bien pertenece a la más baja estofa del capitalismo, aun así se niega a seguir interactuando con el orden cotidiano, ocasionando así una pregunta muy interesante: ¿quién es más culpable de pereza, la persona que colabora con la raíz del mal y que acepta las cosas tal cual son a cambio de una paga y una vida libre de problemas, o el que llega a no hacer nada excepto persistir en su dolor? Bartleby es la primera gran épica de la pereza moderna, que luego sería seguida de obras por autores como Kafka, Hemingway, Proust, Sartre, Musil y otros. Cada uno puede preparar una lista de autores favoritos después de Melville, y tarde o temprano dará con un personaje cuyo dolor es reconocible como característico de nuestra propia época.
En este siglo hemos terminado por considerar a la pereza como algo básicamente político, un fracaso del público, que permite la introducción de malas políticas y el surgimiento de malos regímenes: el nacimiento del fascismo en el mundo en las décadas de 1920 y 1930 quizá sea la mejor hora de la pereza, aunque la era de Vietnam y los años de Reagan-Bush no le van en zaga. Tanto la ficción como la no ficción abunda en personajes que dejan de hacer lo que deberían hacer debido al esfuerzo que ello implicaría. ¿Cómo es posible que no reconozcamos a nuestro mundo? Las ocasiones para la decisión correcta se nos presentan todos los días, en lo público y lo privado, y las desechamos. La acedia es el vernáculo de la vida moral de cada día. Si bien no ha perdido su nota más profunda de angustia mortal, nunca es tan dolorosa como la desesperación declarada ni tan real, pues es desesperación adquirida con un descuento, un rechazo deliberado de la fe en algo debido a los inconvenientes que presenta la fe para la lujuria o la ira de todo momento. La pereza es la última defensa del pesimista compulsivo: permanece inmóvil y la hoja de la guadaña, de alguna manera, le pasará por alto. La pereza es nuestro trasfondo de radiación, la estación fácil de escuchar, está en todas partes, y ya no la notamos.
Toda discusión sobre la pereza en nuestros días es incompleta, por supuesto, si no consideramos la televisión, con sus dones de parálisis, junto con su criatura simbiótica, las notorias "papas fritas del sofá". Los cuentos narrados en horas de ocio nos encuentran frente al aparato, supinos, como pienso quiropráctico, absorbiéndolo todo, representando en sentido contrario la transacción entre el sueño y la renta que fue la que inició estas sombras coloreadas para que nosotros pudiéramos alimentarnos sin una actitud crítica, cometiendo los otros seis pecados capitales en forma paralela: comer demasiado, envidiar a las personas célebres, codiciar productos, desear con lujuria las imágenes, sentir ira ante las noticias y creernos perversamente orgullosos por la distancia que logremos interponer entre nuestro sofá y lo que aparece en la pantalla. Triste pero cierto. Sin embargo, sobre todo por la invención oportuna -¡ni un minuto demasiado pronto!- del control remoto y la videograbadora, quizás haya esperanzas, después de todo. El tiempo de la televisión ya no es el artículo lineal y uniforme de antes. No cuando tenemos selección instantánea de canales, rebobinado, avance veloz, etc. El tiempo del video puede ser moldeado al antojo de uno. Lo que antes parecía tiempo perdido e irrecuperable, ahora quizá no esté estructurado de manera tan simple. Si, según la tradición estadounidense de ocupación de tierras y de despojo de las mismas, la pereza puede definirse como la creencia falsa de que el tiempo es otro recurso no finito que podrá ser explotado siempre, entonces, al menos por ahora, quizás hayamos encontrado la ilusión, el efecto, de controlar, revertir, retardar, acelerar y repetir el tiempo, e inclusive de imaginar que podemos escapar de él.
Los pecados contra el tiempo del video tendrán que ser redefinidos de manera radical. ¿Estará por producirse alguna especie de cambio? Un número reciente de "The National Enquirer" anunciaba al ganador, entre mil, de su concurso para el Rey de las Papas Fritas de Sofá de los Estados Unidos. "Todo lo que hago es mirar televisión y trabajar", admite el ganador, un soltero de treinticinco años que tiene tres televisores encendidos durante las 24 horas del día en su hogar de Fridley, Massachusetts, y mira un cuarto televisor en su lugar de empleo. "No hay nada que me guste más que sentarme con un envase de seis latas de cerveza, unas papas fritas y el control remoto... El canal de televisión me hizo participar en un desfile por la ciudad. Fueron a mi casa, buscaron el sofá y lo pusieron sobre una carroza. Yo iba sentado en el sofá, con mi bata de baño". Muy bien, pero, ¿es un caso de pereza? El cuarto televisor en el empleo, el hecho de que en dos oportunidades el teleadicto menciona que está sentado y no acostado, sugieren algo diferente en este caso. El zapeo de canales y el manejo de la videograbadora pueden requerir una percepción no lineal mayor que la compatible con el venerable pecado de la pereza; una agudeza o tensión interior, como en quien adopta una postura yoga o está inmerso en la meditación Zen. ¿Es que la pereza está a punto de volver a ser trascendida? Otra posibilidad, por supuesto, es que no hayamos superado la acedia en absoluto, sino que ésta se haya retirado de su jurisdicción tradicional, la televisión, en busca de otros ambientes más sombríos, quizá los juegos de computación, las religiones de las sectas u oscuros antros de negociación en ciudades lejanas, lista para volver a emerger en una nueva forma para ofrecernos desesperación cósmica a bajo precio.
A menos que el estado de nuestra alma vuelva a ser un tema de seria preocupación, no hay duda de que la pereza seguirá evolucionando, alejándose de sus orígenes en la era distante de la fe y el milagro, cuando el Espíritu Santo obraba visiblemente en la vida diaria y el tiempo era un relato con principio, medio y fin. La creencia era intensa, la obligación profunda y fatal. El Dios cristiano estaba cerca. Se sentía. La pereza -la tristeza desafiante frente a las buenas intenciones de Dios- era un pecado capital. Quizás el futuro de la pereza esté en pecar contra lo que ahora parece definirnos cada vez más: la tecnología. Si se persiste con tristeza ludita, a pesar de las buenas intenciones de la tecnología, terminaremos con la cabeza sumida en la realidad virtual, rehusando melancólicamente a dejarnos absorber por sus ociosas fantasías desechables, inclusive las que tienen que ver con superhéroes de la pereza en los antiguos días de la pereza, con sus numerosas desventuras placenteras pero letales con los despiadados villanos del Escuadrón de la Acedia.