5 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (9). Umberto Eco

Umberto Eco (1932), filósofo, escritor, semiólogo, crítico literario y profesor universitario, es uno de los intelectuales más relevantes de Europa de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Nacido en la piamontesa ciudad de Alessandría, Italia, estudió Filosofía y Letras en la universidad de Turín y trabajó para la RAI (Radio Audizione Italiana) desde 1954 hasta 1959. Luego ejerció la docencia en las universidades de Turín, Milán, Florencia y Bolonia sucesivamente. A comienzos de los años '60 publicó sus primeros estudios sobre semiótica, cultura popular y medios de comunicación, entre ellos "Opera aperta" (Obra abierta), "Apocalittici e integrati" (Apocalípticos e integrados), "La struttura assente" (La estructura ausente) y "Trattato di semiótica generale" (Tratado de semiótica general). Entre las aportaciones teóricas de Eco se destacan sus contribuciones al desarrollo de una estética de la interpretación, atribuyendo a la obra de arte un mensaje ambiguo, abierto a la subjetividad de la recepción. Para Eco, una obra, su texto, conduce a un trabajo de interpretación, de invención, de proyección semántica, de colaboración del lector, y el "lector ideal" sería aquel que lograse decodificar el mensaje en los mismos términos en los que lo produjo el autor. También analizó la proyección de los usos y consumos propios de la cultura de masas en distintos escenarios sociales y abordó el ámbito de los signos, la escritura, la lengua y el lenguaje. Al mismo tiempo que sus trabajos teóricos sobre el análisis de los signos y los significados, Eco se ha hecho inmensamente popular a través de sus novelas, principalmente por las dos primeras: "Il nome della rosa" (El nombre de la rosa) e "Il pendolo di Foucault" (El péndulo de Foucault). A éstas les siguieron "L'isola del giorno prima" (La isla del día de antes), "Baudolino", "La misteriosa fiamma della regina Loana" (La misteriosa llama de la Reina Loana) e "Il cimitero di Praga" (El cementerio de Praga). Entre sus ensayos sobre literatura sobresalen "Le poetiche di Joyce" (Las poéticas de Joyce), "Le forme del contenuto" (La forma y el contenido), "Sei passeggiate nei boschi narrativi" (Seis paseos por los bosques narrativos), "La ricerca de la lingua perfecta" (La búsqueda de la lengua perfecta) y "Sulla letteratura" (Sobre literatura).

¿Para qué sirve ese bien inmaterial que es la literatura? Bastaría con responder que es un bien que se consume por su atracción y, por lo tanto, no tiene que servir para nada. Pero una visión tan desencarnada del placer literario corre el riesgo de reducir la literatura a un juego o a una mera práctica de crucigramas; actividades, por lo demás, que sirven para algo, ya sea para la salud del cuerpo, ya sea para la educación léxica. Pero la literatura desempeña una serie de funciones en nuestra vida individual y en la vida social. La literatura, ante todo, mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo. La lengua, por definición, va donde quiere ella: ningún decreto desde arriba, ni por parte de la política ni por parte del mundo académico, puede detener su camino y hacer que se desvíe hacia situaciones que se pretenden óptimas. La lengua va donde quiere ir, pero es sensible a las sugeren­cias de la literatura. Sin Dante no habría habido un italiano uni­ficado. Cuando Dante, en "De la lengua vulgar", analiza y condena los distintos dialectos italianos y se propone forjar un nuevo vulgar ilustre, nadie habría apostado por tamaño acto de soberbia; y aun así, con la "Divina Comedia", gana su partida. Es verdad que el vulgar dantesco tardó algunos siglos en convertirse en lengua hablada por todos, pero si lo consiguió fue porque la comunidad de los que creían en la literatura siguió inspirándose en ese mode­lo.
La literatura, al contribuir a formar la lengua, crea identidad y comunidad. Acabo de hablar de Dante, pero pensemos en qué habría sido la civilización griega sin Homero, la identidad alemana sin la traducción de la Biblia hecha por Lutero, la lengua rusa sin Pushkin, la civilización india sin sus poemas de fundación. Pero la práctica literaria mantiene también en ejercicio nuestra lengua individual. La lectura de las obras literarias nos obliga a un ejercicio de fidelidad y de respeto en el marco de la libertad de la interpretación. Hay una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, según la cual podemos hacer lo que queramos de una obra literaria, leyendo en ella todo lo que nuestros más incontrolables impulsos nos sugieren. No es verdad. Las obras literarias nos invitan a la libertad de interpretación, ya que nos proponen un discurso con muchos niveles de lectura y nos ponen ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida. Pero, para poder jugar a ese juego por el cual cada generación lee las obras literarias de manera distinta, hay que estar movidos por un profundo respeto hacia lo que he denominado la intención del texto. Soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente que su autor y que el lector puede hallar referencias que el escritor no había pensado.
Nosotros solemos creer que el mundo es un libro "cerrado" que permite una sola lectura, porque si hay una ley que gobierna la gravitación planetaria, o es la ley justa o es la equivocada; con respecto al mundo, el universo de un libro nos parece un mundo abierto. Ahora bien, intentemos acercarnos con sentido común a una obra narrativa y comparemos las proposiciones que podemos enunciar al respecto con las que pronunciamos con respecto al mundo. Del mundo, decimos que las leyes de gravitación universal son las que enunció Newton, o que es verdad que Napoleón murió en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.Y, aún así, si tenemos la mente abierta, estaremos siempre dispuestos a revisar nuestras convicciones el día en que la ciencia enuncie una formulación distinta de las grandes leyes cósmicas, o el día en que un historiador encuentre documentos inéditos que prueben que Napoleón murió en una barca bonapartista mientras intentaba la fuga. En cambio, con respecto al mundo de los libros, proposiciones como "Sherlock Holmes era soltero", "Caperucita Roja es devorada por el lobo pero luego es liberada por el cazador", "Ana Karenina se mata", seguirán siendo verdaderas toda la eternidad y jamás podrán ser refutadas por nadie. Hay personas que niegan que Jesús fuera el hijo de Dios; otras llegan incluso a cuestionar su existencia histórica; otros sostienen que es el Camino, la Verdad y la Vida; otros más consideran que el Mesías todavía tiene que llegar; y nosotros, pensemos lo que pensemos, tratamos con respeto todas estas opiniones. Pero nadie tratará con respeto al que afirme que Hamlet se casó con Ofelia o que Superman no es Clark Kent. Los textos literarios no sólo nos dicen explícitamente lo que nunca más podremos poner en duda, sino que, a diferencia del mundo, nos señalan con soberana autoridad lo que en ellos hay que asumir como relevante y lo que no podemos tomar como punto de partida para libres interpretaciones.
Algunos personajes se han vuelto de algún modo colectivamente verdaderos porque, en el transcurso de los siglos o de los años, la comunidad ha realizado inversiones pasionales en ellos. Nosotros invertimos pasionalmente de manera individual en una multitud de fantasías que podemos elaborar con los ojos abiertos o en duermevela. Podemos conmovernos de verdad pensando en la muerte de una persona que amamos, o volver a sentir reacciones físicas al imaginarnos mientras mantenemos con ella una relación erótica, y del mismo modo, por procesos de identificación y proyección, podemos conmovernos por el destino de Emma Bovary o, como les ha ocurrido a algunas generaciones, sentirnos arrastrados al suicidio por las desventuras de Werther o de Jacopo Ortis. Pero, cuando alguien nos preguntara si de verdad ha muerto la persona cuya muerte hemos imaginado, responderíamos que no, que se ha tratado de una privadísima fantasía personal. En cambio, cuando se nos pregunta si de verdad Werther se mató, respondemos que sí, y la fantasía de la que hablamos ya no es privada, es una realidad cultural con la que está de acuerdo toda la comunidad de los lectores. Estas entidades de la literatura están entre nosotros. No esta­ban allí desde la eternidad como (quizá) las raíces cuadradas y el teorema de Pitágoras, sino que, a estas alturas, después de haber sido creadas por la literatura y alimentadas por nuestras inversiones pasionales, existen y con ellas debemos echar cuentas.
Como autor de obras narrativas soy un individuo más bien anómalo. En efecto, empecé a escribir relatos y novelas entre los ocho y los quince años, luego lo dejé, para recaer en la escritura narrativa en los umbrales de los cincuenta. Antes de esa explosión de madura impudencia, he tenido más de treinta años de presunto pudor. He dicho "presunto". Hay que explicarlo. Empecé a escribir novelas de esta manera: cogía un cuaderno y escribía la portada. El título era de tipo salgariano, porque Salgari (junto a Verne, a Boussenard, a Jacolliot) se contaba entre mis fuentes. Proseguía entonces mi tarea colocando una ilustración cada diez páginas. La elección de la ilustración determinaba la historia que podría construir. Y, en efecto, escribía algunas páginas del primer capítulo. Pero, para hacer algo editorialmente correcto, escribía en letras de molde, sin poder permitirme correcciones. Era obvio que después de algunas páginas abandonaba la empresa. Así fui yo, por aquel entonces, sólo un autor de grandes novelas inacabadas. Después de aquellas pruebas, decidí que debía dedicarme a las historietas, y conseguí acabar algunas. Si entonces hubieran existido las fotocopiadoras, las habría distribuido ampliamente; en cambio, para subvenir a mis limitaciones de amanuense, propuse a mis compañeros de colegio que me dieran un cierto número de cuadernillos cuadriculados (los de cinco pliegos), equivalentes a las páginas del álbum, y algunos más como contrapartida por los gastos de tinta y esfuerzo, prometiendo que produciría más copias de la misma aventura. Redacté todos los contratos sin darme cuenta de lo trabajoso que era copiar diez veces la misma historieta. Al final, tuve que devolver los quinternos, humillado por mi fracaso no de autor, sino de editor.
En los primeros años de bachillerato escribía narrativa porque en la época sustituyeron las "redacciones" (con argumento obligado) por las "crónicas" (donde había que relatar libremente retazos de vida). Sobresalía yo en los bocetos humorísticos. Mi autor preferido era entonces P.G. Wodehouse. Todavía conservo mi obra maestra: la descripción de cómo, tras haberme preparado ensayando muchas veces, para exhibir ante vecinos y parientes una maravilla tecnológica, es decir, uno de los primeros vasos irrompibles, lo dejé caer triunfalmente al suelo donde, naturalmente, se hizo añicos. Entre 1944 y 1945, me ocupé de épica, con una parodia de la "Divina Comedia" y una serie de retratos de los dioses del Olimpo revisitados en aquel periodo oscuro, donde teníamos que vérnoslas con el racionamiento, el oscurecimiento y las canciones de Rabagliati. Todo en endecasílabos. Por último, hacia cuarto o quinto de bachillerato, escribí una "Vida ilustrada de Euterpe Clips", y entonces el modelo literario eran las novelas de Giovanni Mosca y de Giovanni Guareschi. En los últimos años de instituto escribí algunos cuentos, con intenciones literarias más serias. Diría que el tono dominante era un realismo mágico a lo Bontempelli. Escribí también unas "Antiguas historias del joven universo", cuyos protagonistas eran la tierra y los demás planetas, poco después del nacimiento de las galaxias, a merced de los celos y otras pasiones recíprocas: en una historia, Venus se enamoraba del Sol y con esfuerzos inhumanos conseguía salirse de su órbita para ir a anularse en la masa incandescente de su amado. Mis pequeñas e ignaras cosmicómicas.


A los dieciséis años, nació mi amor por la poesía, devoraba a los herméticos, pero mi vena era más bien rondista y en conjunto imitaba a Vincenzo Caldarelli. No consigo reconstruir ya si fue la necesidad de poesía (y el descubrimiento concomitante de Chopin) lo que determinó el florecer del primer, platónico e inconfesado amor, o viceversa. El enlace, en cualquier caso, fue desastroso, y ni siquiera la más tierna y narcisista de las nostalgias me permite hoy volver a aquellas pruebas sin sentir una profunda y motivada vergüenza. Pero de aquella experiencia debió de nacer también una severa moralidad crítica: la que me empujó, al cabo de poquísimos años, a decidir que mi poesía tenía el mismo origen funcional y la misma configuración formal que el acné uvenil. De aquí la decisión de abandonar la escritura denominada creativa y de limitarme a la reflexión filosófica y a la actividad de ensayista, decisión de la cual, durante treinta años y pico, nunca me arrepentí. Quiero decir, que no he sido una de esas personas obligadas a escribir sobre ciencia con el deseo ardiente de pasar al arte. Me consideraba completamente realizado así, es más, consideraba con un matiz de desdén platónico a los poetas, prisioneros de su mentira, imitadores de imitaciones, incapaces de llegar a esa visión de la idea del mundo de las ideas abstractas con la cual -filósofo yo- sentía que tenía un casto, sosegado y cotidiano comercio. En efecto (me doy cuenta ahora), yo estaba satisfaciendo al mismo tiempo una pasión narrativa, pero sin percatarme de ello, y de tres maneras. Ante todo, a través de un ejercicio constante de la narratividad oral. En segundo lugar, jugando con las parodias literarias y los pastiches de distinto tipo. Y, por último, haciendo de todos mis ensayos críticos una narración. Así pues, yo podía pasarme tranquilamente sin escribir historias, porque de hecho satisfacía mi pasión narrativa de otra manera; y cuando más tarde escribiera historias, no podrían ser sino la crónica de una búsqueda.
Entre los cuarenta y seis y los cuarenta y ocho años, escribí mi primera novela, "El nombre de la rosa". No tengo intención de discutir aquí las motivaciones (¿cómo se dice? ¿existenciales?) que me llevaron a escribir mi primera novela: son múltiples, probablemente se suman entre sí, y considero que afirmar que me entraron ganas de escribir una novela es una motivación más que suficiente. Una de las preguntas que me hacen con frecuencia es cuáles son las fases que se siguen en la generación de un texto. La pregunta, felizmente, implica que la escritura atraviesa fases. Normalmente los entrevistadores ingenuos oscilan entre dos convicciones, que se contradicen entre sí: una, que un texto denominado creativo se desarrolla casi instantáneamente en la llamarada mística de un rapto de inspiración; la otra, que el escritor ha seguido una receta, una especie de regla secreta, que quisieran que se les revelara. No hay regla, o sea, hay muchas, variables y flexibles; y no existe el magma de la inspiración. Pero es verdad que hay una especie de idea inicial y que hay fases muy precisas de un proceso que se va desarrollando poco a poco. Mis tres primeras novelas nacieron todas de una idea seminal que era poco más que una imagen: ésta fue la que se apoderó de mí, y me hizo desear seguir adelante.
Para narrar algo, uno empieza a crear un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza. Si hay que construir día a día un mundo, si se deben intentar infinitas estructuras temporales, si los gestos que los personajes llevan a cabo y deben llevar a cabo según la lógica del sentido común o de las convenciones narrativas se deben adaptar a la lógica de las constricciones (con cambios de idea, tachaduras, reescrituras continuas), no hay una manera uniforme de escribir una novela. Por lo menos para mí. Sé de autores que se despiertan a las ocho de la mañana, se sientan ante la máquina de escribir desde las ocho y media hasta las doce y luego lo dejan y se van de paseo hasta la noche.Yo no. Ante todo, para escribir una novela, el acto de escribir llega después. Primero se lee, se elaboran fichas, se dibujan retratos de personajes, mapas de lugares y esquemas de secuencias temporales. Y eso lo hacía con el rotulador o con el ordenador, según el momento, según dónde esté uno, según el tipo de idea narrativa o el dato que se quiere registrar: en la parte de atrás de un billete de tren si la idea se le ocurre a uno en el tren, en un cuaderno, en una ficha, con el bolígrafo, con la grabadora, si fuera necesario con el jugo de moras. Luego lo tiro todo, lo arranco, lo rasgo, lo olvido en algún lugar, pero tengo cajas llenas de cuadernos con bloques de páginas de colores distintos, de cartulinas, incluso de papel sellado. Y esta desordenada variedad de soportes me sirve de ayuda mnemónica.
No tengo método, días, horas, estaciones. Pero para la segunda y la tercera novelas elaboré una costumbre. Recogía ideas, escribía apuntes, hacía redacciones provisionales donde se terciara, pero luego, cuando podía pasar por lo menos una semana en mi casa de campo, redactaba los capítulos con el ordenador. Cuando me iba, los imprimía, los corregía, y luego los dejaba a madurar en un cajón, hasta la siguiente vuelta al campo. Las redacciones definitivas de mis primeras tres novelas las hice allá, en general en los quince o veinte días de estancia navideña. Por lo cual empecé a cultivar una superstición (yo, que soy la persona menos supersticiosa del mundo, que paso por debajo de las escaleras, que saludo con afecto a los gatos negros que se me cruzan por el camino y para castigar a mis alumnos supersticiosos siempre pongo mis exámenes los martes o los viernes con tal de que caigan en trece o en diecisiete): la versión casi definitiva, salvo correcciones menores, debía completarse para el 5 de enero, día de mi cumpleaños. Si no estaba listo para ese año, esperaba al siguiente (y una vez, estando listo casi en noviembre, lo acantoné todo para poderlo acabar en enero). Con la existencia del ordenador la lógica misma de las variantes cambia. No representan ni un arrepentimiento ni la elección final. Como uno sabe que su elección puede ser anulada en cualquier momento, hace muchas, y a menudo vuelve sobre sus pasos. Creo de verdad que la existencia de medios de escritura electrónica cambiará profundamente la crítica de las variantes. Una vez me ejercité sobre las variantes de los "Himnos sagrados" de Manzoni. Entonces la sustitución de una palabra era decisiva. Hoy no: mañana se puede volver a la palabra abandonada ayer. A lo sumo contará la diferencia entre la primera redacción manuscrita y la última en la impresora. El resto es un ir y venir, determinado a menudo por la concentración de potasio en la sangre.
No creo que haya nada más que decir sobre la manera en que escribo mis novelas. Salvo que es necesario que me lleven años. No entiendo a los que escriben una novela al año (pueden ser grandísimos, los admiro, pero no los envidio). Lo bueno de escribir una novela no es lo bueno de la trasmisión en directo, sino lo bueno de la trasmisión en diferido. Siempre quedo contrariado cuando me doy cuenta de que una de mis novelas toca a su fin, es decir que, según su lógica interna, es hora de que ella acabe, y yo lo deje. Cuando me doy cuenta de que, si siguiera aún, lo empeoraría. Lo bueno, la alegría verdadera es vivir durante seis, siete, ocho años (posiblemente hasta el infinito) en un mundo que uno está construyendo poco a poco, y que se vuelve propio. La tristeza empieza cuando la novela está acabada. Esta es la única razón por la que uno desearía escribir otra inmediatamente. Pero si no está ahí, esperándome, es inútil acelerar los tiempos. Ahora bien, no quisiera que estas últimas afirmaciones animaran acto seguido otra, común a los malos escritores: que se escribes sólo para uno mismo. Desconfío de los que dicen eso, son unos narcisistas deshonestos y mendaces. Hay una sola cosa que uno escribe para uno mismo, y es la lista de la compra. Sirve para recordarnos qué debemos comprar, y cuando lo hemos comprado podemos destruirla porque no le sirve a nadie más. Todo la demás que uno escribe lo escribe para decirle algo a alguien.
A menudo me he preguntado: ¿escribiría todavía hoy, si me dijeran que mañana una catástrofe cósmica destruirá el universo, de suerte que nadie podra leer mañana lo que escribo hoy? En primera, instancia la respuesta es no. ¿Por qué escribir si nadie me podrá leer? En segunda instancia, la respuesta es sí, pero sólo porque abrigo la desesperada esperanza de que, en la catástrofe de las galaxias, pueda sobrevivir alguna estrella, y mañana alguien pueda descifrar mis signos. Entonces escribir, aun en la vigilia del Apocalipsis, tendría todavía sentido. Se escribe sólo para un Lector. Los que dicen que escriben sólo para sí mismos no es que mientan. Es que son espantosamente ateos. Incluso desde un punto de vista rigurosamente laico. Infelices y desesperados los que no saben dirigirse a un Lector futuro.