12 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (19). Rodolfo Rabanal

El escritor y periodista argentino Rodolfo Rabanal (1940) ejerció durante mucho tiempo el periodismo en distintos medios locales y extranjeros trabajando como corresponsal en el extranjero, jefe de redacción, articulista y columnista. Entre 1981 y 1982 trabajó como traductor de la UNESCO en París. Su primera novela, "El apartado", data de 1975 y sería el primer paso hacia su consagración como una de las voces más destacadas de la narrativa argentina del último cuarto del siglo XX. Hombre de profundas inquietudes humanísticas, Rabanal es autor de una notable producción novelística caracterizada por su exquisito acabado formal y su excelente aprovechamiento de las situaciones más imaginativas y absurdas. Ha publicado las novelas "Un día perfecto", "En otra parte", "El pasajero", "El factor sentimental", "La vida brillante", "Cita en Marruecos", "La mujer rusa" y "El héroe sin nombre". También escribió los libros de cuentos "No vayas a Génova en invierno" y "Los peligros de la dicha"; el volumen de cuentos infantiles "Noche de Gomdwana" y el guión de la película "Gombrowicz o la seducción", un documental centrado en vida y la obra del dramaturgo polaco-argentino Witold Gombrowicz. La obra literaria de Rabanal, traducida a varios idiomas, ha merecido múltiples elogios de la crítica y los lectores. El crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal, por ejemplo, afirmó que el novelista porteño "ha hallado un modelo en Kafka y sabe nombrar lo trivial, pero la carga de terror y arbitrariedad de sus textos es tan intensa que las mismas estructuras de la narrativa se sacuden"; por su parte, el periodista y escritor argentino Ernesto Schoo señaló que "Rabanal recupera para la escritura lo que ésta, en los últimos tiempos, casi alardea de haber descuidado: el arte del escritor, la hermosura de la palabra, la cadencia musical del idioma, la finura de observación, el ingenio de las situaciones". Rabanal, quien durante algunos años se desempeñó como profesor invitado de Literatura en la Universidad de Buenos Aires y actualmente vive en Uruguay, es también autor de "La costa bárbara", un libro de ensayos, crónicas y artículos aparecidos en distintos medios periodísticos, y de "El roce de Dante y otros ensayos", que reúne textos que tratan sobre problemas literarios y asuntos de actualidad.

Hay una buena parte del arte literario que se corresponde cómodamente con los tonos de una conversación corriente. Con los tonos, sobre todo, que tendría una conversación desprovista de toda ansiedad entre dos personas que supieran escucharse y que, además, disfrutaran, cada una de ellas, del parlamento de la otra como del suyo propio. Tal vez porque este tipo de conversación no suele darse con frecuencia, existe la literatura o, al menos, cierto tipo de literatura. No todo el mundo escucha aunque casi todo el mundo oiga. En cambio, todo el mundo habla aunque casi nadie escuche. Escuchar ya no parece importante. Por extensión, y a riesgo de pecar por generalizaciones, son pocas hoy las personas que, entre nosotros, verdaderamente leen. La aseveración y su consecuente riesgo valen también para aquellos que escriben. No todos los que, entre nosotros, hoy escriben, escriben verdaderamente.
Hay obras en nuestra literatura con algunos tramos que se corresponden con los tonos de una conversación interesante entre personas inteligentes y nada ansiosas. Para hablar en esos tonos y escribir como si se hablara en esos tonos hay que dejar de lado toda pretensión, pero no sólo hay que dejar de lado toda pretensión, sino que, además, hace falta creer que no habría arte posible sin una forma concreta. Más aún, es necesario desear que esa forma se manifieste y es imprescindible experimentar su necesidad expresiva para conferir existencia a una singularidad estética de valor apreciable. La ansiedad ignora la forma. Acaso esto ocurra porque la urgencia que define a la ansiedad es sorda; o bien porque no siéndolo necesariamente en un principio, fue ensordeciendo al ser ensordecida por el estruendo ordinario y por la ausencia general de un tono sereno en el orden complejo de las cosas. Y en la carencia de forma, por demás visible donde no debiera serlo, no se adivina interés alguno, no se siente ni se palpa interés alguno. Tampoco se percibe el afecto, ni la paciente y trabajosa delicia de la manufactura.
Stéphane Mallarmé se preguntaba; "¿Se sabe acaso qué es escribir? Una antigua y muy vaga, aunque celosa práctica, cuyo sentido yace en el misterio del razón". Sí, escribir es como hablar para uno mismo. Celosamente, muy celosamente. Mirar, ver celosamente, es como oír con toda atención, y aún más. Es inclusive probable que resulte más sabio y conveniente ver que oír. La visión puede muy bien resolverse en algún tipo especial de audición. Lo que se ve, si bien se ve, habla. La imagen no es inefable, y su silencio es parlante. Pero aquello que sólo habla y habla siempre conduce fatalmente al ruido. Al sinsentido del ruido. Gertrude Stein descubrió, entre otras cosas, que el ruido siempre es confusión y caos. Naturalmente, el ruido podría matar a todas las artes. Y a la literatura, ya que la literatura es un habla silenciosa.
Todo caos existe a la espera de un acto de creación. Cabe suponer que el mundo presenta como atributos básicos de su naturaleza el antecedente de un caos inicial, y la previsible amenaza permanente de un caos final. Pero la orientación creativa, que responde al insumo estético y concibe la forma como resolución de ese impulso, opone a esa amenaza la trágica y sublime insistencia de la belleza, cuya manifestación "artificial" pero verdadera es el arte. Es posible decir que la literatura es a veces un arte y, en todos los casos, cuando la obra vale, la intención mayor de un arte. Ernest Hemingway cuenta que la contemplación metódica de los cuadros de Cézanne era una excelente escuela para un narrador. Pero lo cierto es que no todo el mundo dispone de la oportunidad de ir a mirar un Cézanne para aprender a escribir. Es posible, sin embargo, atreverse a mirar otras cosas. Se puede mirar a la gente, y se puede mirar a las cosas, a las cosas vivas y a las cosas muertas, y aprender siempre. Gertrude Stein insiste sobre las virtudes "audibles" de la visión. Sé muy bien que todas estas cosas por sí solas no son suficientes para hacer a un novelista, pero son indudablemente necesarias.
Yo creo, por ejemplo, que el cine es un arte necesario. Hace algunos años vi una película de Michelangelo Antonioni llamada "El pasajero". Hay en la primera parte de ese film una escena, o quizá más de una escena, durante la cual los protagonistas hablan acodados en el alféizar de una ventana, o tal vez fuera en la baranda de una galería, no lo recuerdo bien, pero tanto la ventana como la galería dan, en todo caso, al desierto. Los protagonistas hablan de sus propias vidas, y hablan muy bajo, no susurrando, pero sí bajo, con una base de sonrisa que sostiene ese tono en que a veces se convierte el hablar como en un cuenco de calidez y abandono. Hablan también lentamente, casi, diría yo ahora, con afable cautela, como si hablar fuera para ellos el acto más interesante y placentero de este mundo. Esas voces hoy recordadas son pura visión. Uno puede "ver" esas voces y uno advierte que todo lo que está viendo es todo lo que está oyendo, porque todo se vuelve uno en la correspondencia de lo diverso.
Es evidente que el ruido y la estridencia están por todas partes, mientras que la literatura no. Puede haber, y de hecho los hay, libros en demasía. Libros ruidosos, gesticulantes y enfáticos, y estos libros ruidosos apagan toda visión. Porque el ruido nos vuelve ciegos, no sólo sordos. Existe una gran abundancia de libros, decíamos, de esta naturaleza, pero lo cierto es que los verdaderos libros constituyen un bien escaso. Las personas cada vez saben menos qué cosa es un verdadero libro y quizá terminen por ignorarlo del todo. No es fácil -y no sé por qué tendría que serlo- conseguir un verdadero libro, ya sea en uno, dentro de uno, como fuera de uno mismo. Hay personas, sin embargo, que se engañan con mucha facilidad y creen encontrar verdaderos libros en todas partes: fuera de ellos e incluso dentro de ellos mismos, y a veces más dentro de ellos que fuera de ellos mismos. Muchos de los libros actuales producidos entre nosotros y también en otros países podrían agruparse bajo la denominación común de Libros del Ruido, materia basta de craso pasatiempo. Buena parte de esos libros es producto del impulso irrefrenable de la vanidad y de los estragos del descuido. Otra buena parte de los libros de ese tipo responde llanamente a un equívoco. Habría que rastrear ese equívoco hasta sus fuentes y quizá la tarea terminaría por resultar provechosa.
Algunas personas creen, bastante inexplicablemente, que la obra literaria debería ser honesta como un grito. Es visible que esas personas jamás han gritado, tan visible como que jamás han intentado llevar a cabo un trabajo literario. Y si alguna vez gritaron, cosa probable, no cabe duda de que lo olvidaron muy pronto y para siempre. Porque un grito no suele plantearse como se plantea una obra de arte. Pero creo, además, que si se impone la necesidad de un grito es saludable gritar, y entonces se aprenderá que gritar, aunque resulte saludable y honesto, no es nunca lo mismo que escribir un libro, resulte esto último saludable o no.
Captar el sentido de la realidad es una de las razones fundamentales de la fantasía creadora, siempre y cuando el hecho de captar ese sentido sea exactamente lo opuesto al hecho de poner en su sitio convenciones. Hay, sin embargo, convenciones muy arraigadas. Una de ellas, por ejemplo, es la que suele sostener que la literatura se produce a causa de la contrariedad, la amargura o el desencanto, experimentados por una persona particularmente sensible que, en virtud de ello, no soporta la clase de vida que el mundo le impone. Yo creo que estamos aquí frente a un malentendido, porque la literatura se produce, precisamente, a pesar de contrariedades, amarguras y desencantos y, en todo caso, para exorcizarlos. Este lugar común, este malentendido de cuño romántico, tiene su origen en una verdad de peso, y esta verdad es la que corresponde a la misma razón de ser de la actividad artística. Porque el artista, en tanto lo sea verdaderamente, es aquel que se atreve a soñar en nombre de los otros. No es que piense en los otros necesariamente, no es que sueñe con servir a su comunidad o a su medio, si es un verdadero artista no puede ser tan hipócrita y tan cínico. Simplemente hace su obra y los demás dicen: "Ha dicho algo que yo he pensado pero que nunca he sabido decir".
De todos modos, no parece que la comunidad pida al artista que dé forma a sus anhelos más genuinos y secretos. Y no lo parece porque la comunidad, más que nunca quizás hoy día, tiende a ensordecer con mayor vehemencia, tiende a organizarse de modo tal que no le queda momento para mirarse a sí misma y ver un poco en qué está. Pero es el artista quien con su obra, cuando la suerte lo asiste y su obra adquiere alguna significación, subvierte el aplastante lugar común de los anhelos cortados a medida; es él, o ella, quien demuestra, digamos así, la falacia de los sueños del ruido. Porque no bien se observa con algún detenimiento, se tiene de inmediato la impresión de que el hombre de nuestro tiempo ya no se atreve a soñar por sí mismo y, mucho menos, a llevar a cabo los pocos y raros sueños que, de tarde en tarde, se atreve a concebir. Tal vez no tenga ya necesidad ni de una cosa ni de la otra, pero no es seguro, no es para nada seguro.


Quiérase o no, las formas organizadas que ha adoptado el mundo de hoy no parecen estimular más deseos que aquellos fáciles deseos de comodidad, ligereza e ininterrumpido bienestar. Bien se sabe que esas propuestas no resultan fácilmente alcanzables y que la gente se mata por obtener retazos de los bienes prometidos. Pero son esas propuestas, substancialmente pobres, con las que el tipo de organización que ha adoptado el mundo pretende saciar al hombre actual. Los libros del Ruido forman parte mecánica de esta especie de conjura, donde cada cosa vale por un día y sólo por un día. Es posible que esto constituya un mal sin remedio, sólo que el arte no tiene porqué saberlo, ni puede de ningún modo admitirlo, y entonces -he aquí el punto- no tace más que subvertir esa especie de sometimiento. Y como sea que la literatura capta el sentido de lo real, resulta de algún modo inevitable que, debido a esa misma peculiaridad, se alce por lo menos contra dos sombras, siendo una de ellas el embotamiento de la sensibilidad, y la otra -muy posiblemente- el fulminante eclipse de nuestra herencia humanista. Los libros del Ruido, ciertamente, no tienen en cuenta estos dos aspectos de lo real.
Contra todo lo que vulgarmente se piensa, hay un placer muy particular en el acto de imaginar ficciones y llevarlas a cabo, y en el acto de leer poesía o de imaginar un ritmo propio de carácter poético. Porque intentar la creación implica un júbilo y un tormento que pone a quienes lo intentan muy cerca de sus propios límites. Intentar la creación acarrea también un cierto número de problemas. Quiero hablar de estos problemas de inmediato, pero antes diré otra cosa. He estado pensando en el secreto de narrar. A veces creo que el secreto de narrar, el secreto de eso que solemos llamar originalidad a falta de un término más justo y menos arrogante, no consiste en revelarle a alguien el contorno de una sospecha propia hasta ese momento inexpresable. Los libros del Ruido se ocupan de mostrar lo obvio, no lo propio inesperado pero existente, clausurado en alguna zona profunda de nuestra reserva. Los libros del Ruido sólo se ocupan de revelar aquello que ya se sabe y que se espera. Y todo aquello que ya se sabe y que se espera, termina por aburrir y todo lo que aburre dura un día y luego se olvida y no deja nada en nosotros más que un viscoso vacío.
Y ahora, hablemos de algunos problemas. Con los escritores y la literatura ocurre, entre nosotros, algo llamativo, y que el escritor suele esperar de la comunidad un reconocimiento de su valor en la forma de una distinción casi sagrada, sin tener para nada en cuenta que las distinciones sagradas no abundan en esta vida, más bien profana. Esto es así, o en gran parte lo es, porque por su lado la comunidad tiende a fomentar esta desmesura poniendo distancia entre ella y el artista. Y tanta es la distancia que pone que el escritor termina, prácticamente, confinado a su soledad. Soledad que el mundo prefiere suponer interesante, especial y, a veces, envidiable. Pero aquí, soledad equivale a ignorancia y aislamiento no buscados. Este es, pues, otro malentendido tradicional. Tal vez porque siempre resulte más cómodo cultivar una alta estima de alguien a quien no vemos que tenerla de alguien a quien tratamos. Es también llamativo que mucha gente olvide que un escritor no puede escribir sin un sustento económico. Y son muy pocos, son muy escasos y rarísimos aquellos escritores que, entre nosotros, se sostienen gracias a su piopia obra. Entre nosotros, prácticamente, la literatura de algún valor o, más directamente, la de valor verdadero, a parte de un puñado de excepciones, no tiene buen mercado. He pensado bastante en esta cuestión y nada hay claro todavía que yo pueda decir con un máximo de certeza. Es, sin embargo, probable que lo particular de esta situación se deba en buena medida -pero sólo parcialmente- a una cierta idea muy compleja que el mundo mediterráneo -el mundo románico, el mundo latino y por supuesto España- ha tenido del arte, y sobre todo del arte literario. Y en esta idea, en la que prevalece lo subjetivo, el elemento de más fuerza parece darlo una cierta identidad del arte con alguna forma del sacerdocio.
En el seno de esa idea, el pensamiento rector sería como sigue: si el arte es vocación, su naturaleza es la del don emparentado con la gracia. En ese caso, ¿cómo podría establecerse un contrato entre el artista y el mundo, si éste nada le pide a aquél; si aquél, después de todo, es lo que es y hace lo que hace debido a un pronunciamiento del espíritu? ¿Como podría el mundo pagar razonablemente aquello que el artista agraciado produce? Se le puede premiar, halagar, tributar homenajes, pero no pagar razonablemente. Es este un pensamiento sin duda aristocrático, puesto que los tonos fundamentales están dados por la gratuidad generosa de sus actos. Empero, pensar así no es apropiado, ya que de este modo se reduce la realidad de las cosas a unos términos irresolubles, a unos términos ideales. Porque, de hecho, si bien con discutible y azaroso beneficio para el escritor, un libro editado pasa a ocupar un lugar en el rango de las mercancías, que es el mundo del dinero y del canje. Y yo no creo que pueda afirmarse una cosa y al mismo tiempo negarla. Yo no creo que se pueda afirmar el carácter sagrado del oficio de escribir y, al mismo tiempo, hacer de los textos editados un objeto de comercio.
Sin duda, beneficiaría más al artista no "participar" de la naturaleza de lo sagrado. Pero tampoco el arte es un artículo de primera necesidad ni, en rigor, un objeto de valor suntuario, aunque muchos cuadros lo sean a pesar de ellos mismos. También es posible que empiece a escasear un público verdaderamente capacitado para distinguir entre aquello que vale y aquello que no vale nada o vale muy poco y, en ese caso, ¿qué oportunidad tendría el talento de ser legítimamente reconocido? Pero, sin duda, el arte es mas que todos estos problemas que lo rodean y, si se quiere, también todo eso. Pascal decía que la imaginación no puede hacer cuerdos a los locos, pero sí puede hacerlos felices. El mundo no le pide a un escritor que escriba, pero el mundo no puede pasarse sin la obra, porque la obra -felicidad de los locos- redondea lo inacabado, orienta una tendencia y termina por darle al mundo el sentido que el mundo busca. Somos una narración, un largo relato, un poema, una ficción que nos alienta. Por último, el arte es un serio trabajo de los hombres y como todo trabajo importa un precio y tiene un costo. Puede quizás discutirse la altura de ese precio, pero no creo que haya discusión posible acerca de la necesidad de ese precio, del mismo modo que no la hay acerca del costo que oculta ese precio. Y no es justo ni apropiado, ni habla esto de algún tipo particular de mérito, exhibir un desprecio superficial hacia el dinero. Sin embargo, es característico de algunos pocos escritores manifestar esta clase de ceguera, ceguera, convengamos, de la que no padecen los editores. La realidad del arte es, pues, una realidad compleja. Luego, la facilidad no asiste a la literatura. La facilidad más bien la destruye. Y, además, tratándose como se trata de un oficio de vocación, ¿quién le perdonaría sus errores?
Benedetto Croce creía que apenas empezaba a manifestarse la reflexión y el juicio, el arte se disipaba y moría. La suya era la concepción estética idealista basada sobre todo en la intuición del sentimiento. Grandes hombres como Croce hicieron bastante por colocar al arte en las alturas donde nada de lo humano pudiera alcanzarlo. Pero ya sabemos que en las grandes alturas el aire se torna irrespirable. Es así como, de algún modo no deseado naturalmente por los grandes hombres como Croce, la parcialmente mal interpretada estética idealista pasó a ser un lugar común y todo el mundo habló de personas "idealistas" y de personas "materialistas" sin ningún rigor conceptual que justifique esas asignaciones. De manera que una vez que la estética idealista pasó a ser lo que mucha gente quiso que fuera, los libros del Ruido fueron ocupando de a poco el espacio que la excesiva altura había dejado vacante. En el fondo, sin embargo, poco importan todas estas cosas, nada de esto afecta al espíritu de singularidad, porque la obra lograda brota aquí y allá de tanto en tanto y deja su marca en el mundo. Y esto también es curioso y altamente estimulante.
Alguien sostuvo, probablemente la misma Gertrude Stein, que siempre es mejor "sentir" un texto antes de entenderlo. Se puede sentir lo que todavía no se logró entender y, de ese modo, arribar finalmente a una cabal comprensión intelectual. Eso ocurre a menudo con el cine y con los grandes libros. Y puede ocurrir invariablemente con la música y con la pintura. Pero en arte difícilmente se entienda lo que no se ha llegado a sentir. Muchas veces nos hemos preguntado si valía la pena escribir. Pero ya no vale la pena insistir con esa pregunta. Evidentemente, puede ser necesario escribir y también innecesario si alguien no siente la exigencia. Pero antes de hacerlo verdaderamente habría que silenciarse un tiempo, habría que examinar esta necesidad, ponderarla, probarla, someterla a un callado escrutinio y llevarla con uno mismo para ver si ella, la necesidad, sobrevive a nuestras más inclementes averiguaciones. Y entonces quizás convenga poner en práctica los tonos de una conversación corriente y partir de allí. Hablo, claro está, de una conversación corriente nada habitual.