10 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (17). George Orwell


El escritor británico George Orwell (1903-1950) nació como Eric Arthur Blair en Motihari, India, y estudió en el Eton College de Inglaterra gracias a una beca. Desde 1922 prestó servicios en la Policía Imperial India destinado en Birmania, hasta que, en 1927, regresó a Inglaterra. Enfermo y luchando por abrirse camino como escritor, vivió durante varios años en la pobreza, primero en París y más tarde en Londres. Como resultado de esta experiencia escribió su primer libro: "Down and out in Paris and London" (Sin blanca en París y Londres) en 1933, donde relató las sórdidas condiciones de vida de las gentes sin hogar. "Burmese days" (Días en Birmania) del año siguiente, fue un feroz ataque contra el imperialismo y también, en gran medida, una obra autobiográfica. En su siguiente novela, "A Clergyman's daughter" (La hija del Reverendo), contó la historia de una solterona infeliz que encuentra de manera efímera su liberación viviendo entre los campesinos. Políticamente comprometido, en 1936 Orwell luchó en el ejército republicano durante la Guerra Civil española. El autor describió su experiencia bélica en "Homage to Catalonia" (Homenaje a Catalunya), uno de los relatos más conmovedores escritos sobre dicha guerra y en el que responsabilizó al Partido Comunista Español y a la Unión Soviética por la destrucción del anarquismo español que supuso el triunfo de la Falange. En "The road to Wigan Pier" (El camino a Wigan Pier), escrita en esta misma época, trazó una crónica desgarradora sobre la vida de los mineros sin trabajo en el norte de Inglaterra. Su condena de la sociedad totalitaria quedó brillantemente plasmada en una ingeniosa fábula de carácter alegórico, "Animal farm" (Rebelión en la granja) de 1945, basándose en la traición de Stalin a la Revolución Rusa, así como en la novela satírica "Nineteen eighty-four" (1984) de 1949, donde ofreció una descripción aterradora de la vida bajo la vigilancia constante del "Gran Hermano". Cabe citar entre otros escritos, las novelas "Keep the aspidistra flying" (Que vuele la aspidistra) y "Coming up for air" (Subir por aire); y una gran cantidad de artículos periodísticos y ensayos sobre escritores (Charles Dickens, Rudyard Kipling, Arthur Koestler, Mark Twain, P.G. Wodehouse, W.B. Yeats), sobre el colonialismo, sobre la guerra, sobre sus vivencias y recuerdos, sobre la corrupción del lenguaje y hasta sobre cómo tomar el té: con azúcar o sin azúcar, la leche primero o después que el té y en qué tipo de taza se debe tomar. El conjunto de esta obra fue reunido en cuatro volúmenes bajo el título "The collected essays, journalism and letters" (Ensayos completos, periodismo y cartas), publicados en 1968.

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros. Yo era el segundo de tres hermanos, pero había una separación de cinco años de cada lado, y apenas ví a mi padre antes de cumplir los ocho. Por estas y otras razones estaba un poco solo y pronto desarrollé manierismos desagradables que me hicieron impopular durante todos mis años de escuela. Tenía el hábito de niño solitario de inventar historias y mantener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde su mismo origen mis ambiciones literarias estuvieron mezcladas con el sentimiento de estar aislado y menospreciado. Sabía que tenía cierta habilidad con las palabras y una capacidad de enfrentar hechos desagradables, y sentí que esto creaba una especie de mundo privado en el cual podía tomar revancha de mi fracaso en la vida diaria. Sin embargo, el volumen de escritura -seriamente emprendida- que produje a lo largo de toda mi infancia y adolescencia, no llegaría a media docena de páginas. Escribí mi primer poema a los cuatro o cinco años, dictándoselo a mi madre. No recuerdo nada de él, excepto que era acerca de un tigre y que el tigre tenía "dientes como sillas" -una frase bastante buena, pero me imagino que el poema era un plagio de "El tigre" de Blake. A los once, cuando comenzó la guerra de 1914-18, escribí un poema patriótico que fue publicado en el periódico local, como lo fue otro dos años después, por la muerte de Kitchener. De vez en cuando, siendo un poco mayor, escribí "poemas naturales", malos y usualmente inconclusos, en estilo georgiano. Además, como dos veces, intenté una narración corta que resultó un fracaso espantoso. Ese fue el total de trabajo supuestamente serio que en efecto emprendí sobre el papel durante todos esos años.Cuando tenía dieciséis años, súbitamente descubrí el gozo de las meras palabras, de sus sonidos y asociaciones. Ciertos versos de "El paraíso perdido" que ahora no me parecen tan maravillosos, me hicieron correr escalofríos por la columna y su ortografía me añadió un nuevo placer. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya lo sabía todo. Así resulta claro qué clase de libros quería escribir, en la medida en que se pudiese decir que quería escribir libros entonces. Quería escribir enormes novelas naturalistas con finales infelices, repletas de descripciones detalladas y de llamativas comparaciones, y también de pasajes de púrpura en los cuales las palabras fueran en parte usadas en sola virtud de su sonido. En realidad mi primera novela terminada, "Días en Birmania", que escribí a los treinta pero proyecté mucho antes, es un poco esa clase de libro. Doy todos estos antecedentes porque no creo que se puedan determinar las motivaciones de un escritor sin conocer algo de su anterior desarrollo. Su tema estará determinado por la época en que viva -al menos esto es válido para tiempos tumultuosos y revolucionarios como los nuestros-, pero antes de que empiece a escribir habrá adquirido una actitud emocional de la que nunca escapará por completo. Su tarea es, sin duda, disciplinar su temperamento y evitar el atascarse en un estadio inmaduro o en alguna modalidad perversa: pero si se escapa del todo de sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir.
Sin embargo, en cierto sentido me impliqué durante ese tiempo en actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los trabajos escolares, escribí versos de ocasión que salían a una velocidad que ahora me parece asombrosa -a los catorce escribí íntegra una comedia rimada, a imitación de Aristófanes, en aproximadamente una semana- y ayudé a editar revistas escolares, tanto impresas como manuscritas. Estas revistas eran la cosa más burlesca y lamentable que se pueda imaginar, y tuve muchos menos problemas con ellas que el que ahora tendría con el periodismo más barato. Pero paralelamente a esto, por quince años o más, estuve practicando un ejercicio literario de tipo bastante diferente: la composición de una "historia" continua acerca de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en mi mente. Creo que éste es un hábito común de los niños y adolescentes. Cuando muy niño solía imaginar que yo era, por ejemplo, Robin Hood, y me pintaba como el héroe de emocionantes aventuras, pero bastante pronto mi "historia" dejó de tener una forma tan crudamente narcisista y se fue convirtiendo cada vez más en una mera descripción de lo que estaba haciendo y de lo que veía. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, a través de todos mis años no literarios. A pesar de que tenía que buscar, y buscaba, las palabras precisas, me parecía que estaba haciendo este esfuerzo descriptivo casi contra mi voluntad, bajo una especie de compulsión externa. Supongo que la "historia" debe haber reflejado los estilos de los diversos escritores que admiré a diferentes edades, pero hasta donde recuerdo siempre tuvo la misma meticulosa calidad descriptiva.


Dejando de lado la necesidad de ganarse la vida (sólo hay un modo de hacer dinero escribiendo y es casarse con la hija del editor), pienso que hay cuatro grandes móviles para escribir, al menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor y en cada uno la proporción variará en el tiempo, según el ambiente en que esté viviendo. Son: 1) Egoísmo puro. El deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de ser recordado después de la muerte, de vengarse de grandulones que lo humillaron a uno en la niñez, etc. etc. Es una hipocresía pretender que éste no es un motivo, y fuerte. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, exitosos hombres de negocios, en síntesis, con toda la crema de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es agudamente egoísta. Después de los treinta años, aproximadamente, desisten de su ambición individual -en realidad, en muchos casos prácticamente dejan de sentir que son de algún modo individuos- y viven sobre todo para otros, o simplemente el trabajo rutinario los sofoca. Pero también existe una minoría de gentes dotadas y voluntariosas que están decididas a vivir sus propias vidas hasta el fin, y los escritores pertenecen a esta clase. Yo diría que los escritores serios son en su mayoría más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero. 2) Entusiasmo estético. La percepción de la belleza en el mundo externo o, por otro lado, en las palabras y su correcta disposición. El placer ante el impacto de un sonido sobre otro, la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. El deseo de compartir una experiencia valiosa que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchos escritores, pero aún un panfletista o un autor de libros de texto tendrá palabras y frases predilectas que lo atraen por razones no utilitarias; o será muy susceptible con la tipografía, el ancho de los márgenes, etc. Por encima del nivel de una guía ferroviaria, ningún libro está totalmente exento de consideraciones estéticas. 3) Impulso histórico. El deseo de ver las cosas tal como son, de encontrar la verdad de los hechos y registrarlos para uso de la posteridad. 4) Intención política. Utilizando la palabra "política" en el más amplio sentido posible. El deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de los demás sobre la clase de sociedad por la que deberían pugnar. Una vez más, ningún libro está realmente exento de un sesgo político. La opinión de que el arte no debería tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.
Se puede discernir cómo deben luchar entre sí estos diversos impulsos, y cómo deben fluctuar de persona a persona y de ocasión en ocasión. Por naturaleza -llamando naturaleza al estado que se ha adquirido cuando recién se llega a adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos superarían al cuarto. En una época de paz habría escrito libros ornamentales o meramente descriptivos, y habría permanecido casi inconsciente de mis lealtades políticas. Tal como son las cosas me he visto forzado a convertirme en una especie de panfletista. Primero pasé cinco años en una profesión inadecuada (la Policía Imperial de la India, en Birmania), y luego experimenté la pobreza y un sentimiento de frustración. Esto acrecentó mi natural odio a la autoridad y me hizo plenamente consciente, por primera vez, de la existencia de las clases trabajadoras; además, el trabajo en Birmania me había dado cierta comprensión del fenómeno del imperialismo; pero estas experiencias no eran suficientes para darme una orientación política precisa. Entonces vinieron Hitler, la Guerra Civil española, etc. A fines de 1935 todavía no llegaba a una decisión firme y recuerdo que escribí por esas fechas un poemita expresando mi dilema. La guerra española y otros acontecimientos en 1936-7 definieron la situación y desde entonces supe dónde estaba parado. Cada línea de trabajo serio que he escrito desde 1936, ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y por un socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece absurdo, en un período como el nuestro, pensar que alguien pueda evitar escribir sobre estos temas. Todo el mundo escribe sobre ellos de una manera u otra. Es simplemente una cuestión de cuál lado se toma y qué enfoque se sigue. Y cuanto más consciente se es de la propia inclinación política, mayor es la posibilidad de actuar políticamente sin sacrificar la integridad estética e intelectual.
Lo que más he deseado hacer durante los últimos diez años es convertir en un arte la escritura política. Mi punto de partida es siempre un sentimiento partisano, un sentido de la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro, no me digo: "voy a crear una obra de arte". Escribo porque existe una mentira que quiero desenmascarar, algún hecho sobre el que quiero llamar la atención, y mi propósito inicial es lograr una audiencia. Pero yo no podría tomarme el trabajo de escribir un libro, o incluso un artículo largo, si no fuese también una experiencia estética. Cualquiera que se tome la molestia de examinar mi trabajo verá que, aun cuando es abierta propaganda, contiene muchas cosas que un político profesional consideraría irrelevantes. No soy capaz, ni quiero, abandonar del todo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Tanto tiempo como esté vivo y bien, continuaré siendo muy sensible al estilo de la prosa, amando la superficie de la tierra y sintiendo placer en objetos sólidos y fragmentos de información sin utilidad. Sería inútil tratar de suprimir esta parte de mí mismo. Mi trabajo es reconciliar mis gustos y disgustos innatos con las actividades esencialmente públicas, no individuales, a que esta época nos fuerza. No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje, y bajo una nueva forma, el de la veracidad. En todo caso noto que en cuanto se ha perfeccionado un estilo de escritura, siempre sucede que ya resulta insuficiente para el propio desarrollo. "Rebelión en la granja" fue el primer libro en que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fusionar en un todo al propósito político y al artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, pero espero escribir otra bastante pronto. Está destinada a ser un fracaso, cada libro es un fracaso, pero no sé con claridad qué clase de libro deseo escribir.
Todos los escritores son vanos, egoístas y perezosos, y en el fondo de sus motivos se encuentra un misterio. Si uno es capaz de desapego intelectual, puede percibir mérito en un escritor con quien uno está en profundo desacuerdo, porque el disfrute es otra cosa. Escribir un libro es una lucha terrible y agotadora, como un largo ataque de una enfermedad dolorosa. No se debería nunca emprender una cosa así si no se estuviera dirigido por algún demonio a quien no se pueda resistir ni comprender. A pesar de que uno sepa que el demonio es simplemente el mismo instinto que hace chillar a un bebé para llamar la atención. Y también es cierto que no se puede escribir nada legible a menos que se luche continuamente por eclipsar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál es la más fuerte de mis motivaciones, pero sé cuáles de ellas merecen ser obedecidas. Revisando lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.
Para escribir con eficacia, yo sugiero que nunca se use una metáfora, un símil u otra figura retórica de las que estamos acostumbrados a leer o escuchar. Sobre todo las frases hechas demasiado manidas que han dejado de transmitir alguna emoción. Cuando utilicemos imágenes, deben ser frescas y poderosas. Tampoco se deben usar palabras largas donde se pueda emplear una corta. Este recurso no hace parecer más culto si no se usa hábilmente. Puede ofrecer el resultado inverso y resultar pedante o arrogante, además de que probablemente dificultará la comprensión por parte del receptor. Si es posible recortar una frase, eliminar una palabra, siempre hay que hacerlo. Cualquier palabra que no contribuya a dar el significado exacto en un paso más corto, diluye su poder. Menos es siempre mejor. No debería usarse la voz pasiva donde se pueda usar la voz activa. Aunque en castellano el uso de la pasiva es más limitado, al igual que en inglés las formas verbales activas son mejores en tanto que más cortas y directas. Menos aún usar una frase extranjera, una palabra científica, tecnicismo o una palabra de jerga si puede utilizar un equivalente de la lengua habitual. Hay que pensar en un receptor medio y no especializado si queremos que nuestras ideas lleguen a un mayor número de público. De todas maneras, rómpase cualquiera de estas reglas en cuanto den como resultado una expresión extraña.