4 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (5). Raymond Chandler

El escritor estadounidense Raymond Chandler (1888-1959) contribuyó de manera determinante a la renovación del género policial. Creador de un popular pesonaje y un estilo únicos, fue el artífice fundamental de la llamada novela negra, revolucionando la típica trama de intriga y misterio de la literatura policíaca al reflejar la dureza de la vida urbana y la corrupción social. El héroe de sus novelas, Philip Marlowe, 
protagonista y narrador de las historias, es un duro y honesto detective privado cuya sensatez choca en ocasiones con el entorno sórdido y brutal de California, un idealista romántico que, bajo una apariencia cínica, lucha contra una sociedad corrompida siguiendo un código ético personal y métodos no siempre ortodoxos. Tras vivir varios años en Inglaterra, en 1912 se radicó en California, donde se dedicó a negocios relacionados con las compañías petroleras. A comienzos de los años '30 se dedicó a la literatura, publicando sus primeros relatos en la revista "Black Mask". Con un estilo narrativo 
realista, sarcástico y escéptico, Chandler defendió en su prosa la elegancia, la literatura ante todo, y, junto a Dashiell Hammett, es considerado el fundador de la novela detectivesca moderna de corte duro, que llevó las tramas criminales a la calle, a la sociedad, y amplificó los móviles del crimen a factores sociales y a psicologías complejas. Su fuerza narrativa se expresó, más que en los argumentos, en la elaboración artística de sus novelas y relatos. Entre las primeras, sobresalen "The big sleep" (El sueño eterno), "Farewell, my lovely" (Adiós, muñeca) y "The long goodbye" (El largo adiós); entre los segundos, los reunidos en "Killer in the rain" (Asesino bajo la lluvia), "Bay City blues" y "Trouble is my business" (Los problemas son mi negocio). También escribió guiones cinematográficos -entre ellos "The blue dahlia" (La dalia azul), de Fritz Lang y "Strangers on a train" (Extraños en un tren), de Alfred Hitchcock- y el ensayo "The simple art of murder" (El simple arte de matar).

Una de mis peculiaridades y dificultades como escritor es que no descarto nada. No puedo pasar por alto el hecho de que tenía una razón, un sentimiento para empezar a escribirlo, y que me voy a hundir si no lo agoto. Otra de mis particularidades (y en esta creo de manera ferviente) es que no se sabe realmente dónde está la novela de uno hasta que se ha escrito el primer borrador. Considero así al primer borrador como la materia en bruto. Lo que en él parece tener vida es lo que va bien en la novela. Una buena novela no se la inventa, se la destila. Con el transcurso del tiempo, no importa cuan poco se hable o aun se piense en ella, lo más perdurable de la literatura es el estilo, y el estilo es la inversión más valiosa que un escritor puede hacer de su tiempo. Su retribución es lenta, su representante se va a burlar de él, su editor la va a entender mal, y hará falta gente de la que no haya oído jamás para convencerlos gradualmente de que el escritor que deja huellas individuales en su forma de escribir representará siempre una ganancia. No puede lograrse por medio del ensayo repetido de la personalidad, y hay que tener una personalidad antes de poder proyectarla. Pero admitiendo que se la tenga, sólo se la puede proyectar sobre el papel pensando en otra cosa.
Esto es de alguna manera irónico: supongo que será la causa de que, en una generación de escritores "hechos", yo aún sostengo que se puede hacer a un escritor. La preocupación por el estilo no lo va a producir. Se puede editar y pulir incansablemente que esto no va a tener ningún efecto apreciable sobre el sabor que proviene de la manera de escribir de un hombre. Lo producirá el carácter de su emoción y perceptividad; es la habilidad de transferirlas al papel lo que hace de él un escritor, en contraste con la gran cantidad de gente que tiene emociones igualmente buenas y percepciones igualmente agudas, pero están a un millón de kilómetros de ponerlas sobre el papel. Conozco a varios escritores "hechos". Hollywood, por supuesto, está lleno de ellos; sus libros a menudo tienen un impacto inmediato de habilidad y sofisticación, pero por debajo están huecos, y uno nunca vuelve a ellos. Pienso que algunos escritores se sienten obligados a escribir en frases rebuscadas como compensación por una carencia de alguna clase de emoción animal natural. Yo soy estrictamente del tipo de los que se quedan al fondo, y mi carácter es una mezcla no llevadera de indiferencia exterior y arrogancia interior. Una vez escribí, en un estado de ánimo sarcástico, que las técnicas de ficción se habían estandarizado tanto que uno de estos días una máquina escribiría novelas.
Desde hace un tiempo ando con la idea de que me gustaría escribir un artículo sobre "la situación moral del escritor". Me parece que en toda esta habladuría sobre los escritores que se venden a Hollywood o a algún proyecto transitorio de propaganda, en vez de escribir sinceramente y con el corazón sobre lo que ven a su alrededor, la gente que formula estas quejas pasa por alto el hecho de que ningún escritor, en ninguna época, recibió jamás un cheque en blanco. Siempre tiene que aceptar algunas condiciones que se le imponen desde afuera, respetar ciertos tabúes, tratar de congraciarse con cierta gente. Puede haber sido la Iglesia, o un padrino rico, o un patrón de elegancia generalmente aceptado, o el criterio comercial de un editor, o hasta quizás un conjunto de teorías políticas. Si no aceptaba estas cosas, se rebelaba en contra de ellas. En ambos casos su trabajo estaba condicionado por ellas... ¡Bah! ¡Al diablo con esto! Las ideas son veneno. Cuanto más se razona, menos es lo que se crea.


La mayoría de los escritores son gente tan fea que sus caras destruyen un sentimiento que quizá podría haberles sido favorable. Odio la publicidad, sinceramente. He pasado por la piedra de molino de las entrevistas y las considero una pérdida de tiempo. El tipo que encuentro en esas entrevistas haciéndose pasar por mí suele ser un engreído al que no me gustaría conocer. Quizá soy demasiado sensible, pero varias veces me he sentido tan repugnado por esas caras que no he podido leer los libros sin que la cara se interpusiera. Especialmente esas caras de mujeres maduras gordas con ojos de cuervo. Otros escritores están haciendo cosas todo el tiempo (charlas en ferias del libro, giras de firmas de autógrafos, conferencias, difusión de sus personalidades en tontas entrevistas) que, no puedo evitar pensarlo, los hacen parecer un poco baratos. Para ellos es parte del oficio, para mí, es lo que lo vuelve un oficio. Es horrible admirar el libro de un hombre y después conocerlo, y destruir todo el placer que causó su obra con unas pocas posturas egocéntricas, de modo que no sólo a uno le disgusta su personalidad, sino que nunca puede volver a leer nada de él con una mente abierta. Su pequeño ego malo siempre está espiándolo a uno detrás de las palabras.
Cada cosa que uno alcanza elimina un motivo para querer alcanzar algo más. ¿Quiero ser un gran escritor? ¿Quiero ganar el premio Nobel? No si es demasiado trabajo. Qué diablos, les dan el premio Nobel a demasiados mediocres para que me interese. Además, tendría que ir a Suecia y ponerme un frac y pronunciar un discurso. ¿El premio Nobel vale todo eso? Diablos, no. ¿Por qué diablos esos idiotas editores no dejan de poner fotos de escritores en sus sobrecubiertas? Compré un libro perfectamente bueno... estaba dispuesto a que me gustara, había leído sobre él y entonces le echo una mirada a la foto del tipo y es obviamente un completo imbécil, una basura realmente abrumadora (fotogénicamente hablando) y no puedo leer el maldito libro.
Leo constantemente cómo los autores dicen que jamás esperan que llegue la inspiración; lo que ellos hacen es sentarse a sus escritoritos todas las mañanas a las ocho, con lluvia o sol, con los restos de una borrachera, un brazo roto, o lo que sea, y vomitan su pequeña cuota. No importa cuán en blanco estén sus mentes o cuán agarrotados sus cerebros, nada de absurda inspiración con ellos. A ellos entrego mi admiración y mi cuidado de evitar sus libros. Yo, en cambio, aguardo la inspiración aunque no la llame necesariamente con ese nombre. Yo estoy convencido de que todo lo que se escribe y respira algo de vida está hecho con el plexo solar. Es tarea dura en cuanto lo deja a uno cansado, aún exhausto. Pero en cuanto a esfuerzo conciente no encierra ningún trabajo. Lo importante es que exista un espacio de tiempo, digamos cuatro horas por día como mínimo, en el que un escritor profesional no haga nada más que escribir. No es imperioso que escriba, y si no tiene ganas es mejor que no lo intente. Puede mirar por la ventana, o pararse sobre la cabeza, o retorcerse en el suelo, pero no tiene que hacer ninguna otra cosa positiva, no leer, escribir cartas, hojear revistas o escribir cheques. O escribir o nada. Corresponde al mismo principio que conservar el orden en una escuela. Si se logra que los alumnos se porten bien, aprenderán algo aunque más no sea para no aburrirse. Compruebo que da resultado. Dos reglas muy simples: no es imperioso escribir y no se puede hacer ninguna otra cosa. El resto viene por sí mismo.
¿Qué hago en mi vida cotidiana día tras día? Escribo cuando puedo y no escribo cuando no puedo: siempre por la mañana o en la primera parte del día. De noche se le ocurren a uno ideas brillantes, pero no son duraderas. Esto lo descubrí hace mucho tiempo. Debe resultar bastante obvio que yo mismo manejo la máquina de escribir. Cuando vine a vivir aquí, me conseguí un equipo dictafónico y dictaba a máquina en él, pero no lo usé nunca para ficción. Así, todos los autores que dictan padecen de logorrea. Cuando se tiene que consumir la propia energía para registrar esas palabras, es más fácil que uno las haga valer. Los norteamericanos, al tener la civilización más compleja que haya visto el mundo, siguen queriendo verse como un pueblo simple. En otras palabras, les gusta pensar que el artista de cómics es mejor dibujante que Leonardo sólo porque es un artista de cómics, y el cómic está dirigido a la gente simple.
Mi experiencia en ayudar a la gente a escribir ha sido limitada pero en extremo intensiva. Lo he hecho todo, desde dar dinero a futuros escritores para que vivan, hasta darles argumentos y reescribir sus textos, y hasta el momento no ha servido para nada. La gente que Dios o la naturaleza quiso que fueran escritores encuentran sus propias respuestas, y los que tienen que preguntar es imposible ayudarlos. Son simplemente gente que quiere ser escritora. Declarando audazmente que harían a un lado todo optimismo ficticio, eligen automáticamente el aspecto oscuro de las cosas para no correr riesgos; como resultado, lo desagradable se asocia en sus mentes con la verdad, y si quieren producir un retrato sin defectos de un hombre, todo lo que tienen que hacer es pintar sus debilidades y después, aunque no sea más que para propiciar el instinto de bondad remanente por descuido en sus corazones, explicar que sus defectos son la consecuencia inevitable de un plan de vida equivocado. La verdad en el arte, como en otras cosas, no debería buscarse mediante ese proceso de agotamiento alentado tan fatalmente en nuestro tiempo por los pedantes de la ciencia, y por la falacia de que se lo descubrirá considerando todas las posibilidades: un método que reniega de la intuición y de todos los mejores instintos del alma para recibir a cambio un puñado de teorías que, comparadas con las formas infinitas de la verdad inmortal conocida por los dioses, son como un puñado de guijarros respecto de mil kilómetros de playa cubierta de guijarros.
Ganar delicadeza sin perder fuerza, ése es el problema. Cuando más dura la ironía, menos enérgico tendrá que ser el modo en que se lo diga. La frase con alambre de púas, la palabra laboriosamente rara, la afectación intelectual del estilo, son todos trucos divertidos, pero inútiles. Yo no escribo por dinero o por prestigio, sino por amor, un amor extraño y persistente por un mundo en que los hombres puedan pensar en desapasionadas sutilezas y hablar el lenguaje de culturas casi olvidadas. Me gusta ese mundo y, llegada la ocasión, sacrificaría mi sueño y mi descanso y una buena cantidad de dinero para ingresar a él elegante­mente. ¿Piensan que yo quiero dinero? En cuanto al prestigio, ¿qué es eso? ¿Qué mayor prestigio puede tener un hombre como yo (sin grandes dotes, pero enormemente comprensivo) que haber tomado una forma de escribir sin valor alguno, burda y completamente malograda y haber hecho de ella algo por lo cual los intelectuales se arrancan los ojos?