27 de septiembre de 2011

Entremeses literarios (CXXXVIII)

DISTRAERSE
Henri Michaux
Francia (1899-1984)

Un cazador para asustar la caza prendió fuego a un bosque. De pronto vio a un hombre que salía de una roca. El hombre atravesó el fuego sosegadamente. El cazador corrió tras él.
- Diga, pues. ¿Cómo hace para pasar a través de la roca?
- ¿La roca? ¿Qué quiere decir con eso?
- También lo vi pasar a través del fuego.
- ¿Fuego? ¿Qué significa fuego?
Ese perfecto taoísta, completamente borrado, no veía las diferencias de nada.


OTRO ARBOL
Humberto Senegal
Colombia (1951)

- Papá, quiero ser estatua cuando esté grande -dijo el niño a su padre, señalando en el parque el alto monumento del prócer.
- ¿Para qué? -preguntó este, sin tomar en serio la inquietud del niño.
- Quiero que se me llenen de aves la cabeza y los brazos.
Sobre la estatua había varias palomas. Una semana más tarde, el hombre condujo a su hijo hasta el bosque y lo acercó, en su silla de ruedas, al más frondoso de los árboles, una ceiba bicentenaria habitada por decenas de aves.
- ¿No te gustaría, mejor, ser un árbol?
- ¿Puedo, papá?
- ¡Claro que puedes, hijo!
El hombre regresó a la ciudad con la silla de ruedas vacía.


FIN
Edmundo Valadés
México (1915-1994)

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto. Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme. El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:
- ¡Prepárate al fin de este cuento!


EL CLEPTOMANO
Raymond Roussell
Francia (1877-1933)

El príncipe Savellini, a pesar de su inmensa fortuna, era un cleptómano incorregible. Recorría las estaciones de ferrocarril y en general, todos aquellos sitios de grandes concentraciones humanas, haciendo cada día, con la más milagrosa habilidad, una abundante cosecha de relojes y billeteras. La locura del príncipe le llevaba sobre todo a desvalijar a los pobres. Vestido con una suprema elegancia y adornado con inestimables joyas, se dirigía a los barrios miserables de Roma buscando con refinamiento los bolsillos más mugrientos para hundir sus manos cargadas de anillos. Un día llegó a una calle de muy mala fama, guarida de prostitutas y de rufianes, y advirtió un amontonamiento de seres que le hizo apresurar el paso. Al aproximarse, distinguió treinta o cuarenta vagabundos de la peor especie, encerrando en un círculo de expertos a dos que se batían a cuchillo. El príncipe creyó ver una nube que pasaba por sus ojos; nunca se le había ofrecido una ocasión semejante para satisfacer su vicio. Ebrio de alegría, apretando su mandíbula para que no le castañetearan sus dientes, dio algunos pasos vacilando con sus piernas temblorosas, el pecho amartillado por sordos latidos del corazón que le impedían respirar. Secundado por el interés del espectáculo sangriento que cautivaba a todos los espíritus, el cleptómano pudo ejercer su arte con entera libertad, explorando con un dedo sin igual los bolsillos tallados en la tela azul o en el algodón. Monedas de cobre, relojes baratos, tabaqueras y fruslerías de toda especie venían a sumergirse en el fondo de las inmensas cavidades interiores que el príncipe había hecho abrir en su lujoso abrigo de pieles. De repente, varios agentes atraídos por la riña, cayeron sobre el grupo y atraparon a los dos combatientes, a los cuales condujeron al puesto de policía junto con el príncipe, cuyos manejos no se les había escapado. Una investigación hecha en el palacio de Savellini exhibió los innumerables hurtos del pobre maníaco. Al día siguiente, un espantoso escándalo estalló en los periódicos y el noble cleptómano fue el hazmerreír de toda Italia.


ESPIRITU AVENTURERO
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Conocí todas las selvas, los desiertos y los hielos de la Tierra. Solo, en el fondo de la caverna más profunda, vi las flores que mueren cuando se las ilumina y oí el lento gorgoteo de los líquidos invisibles, la continua digestión del mundo. Ni los monstruos de las fosas abisales, ni los seres gelatinosos y transparentes de los planetas cercanos me son extraños. Estaba en la plenitud de mis fuerzas cuando agoté el espacio posible para la aventura. Entonces conocí el aburrimiento, la desesperación de haberlo visto todo. Por eso me lancé a navegar en el mar del tiempo. Vi a Sodoma hundirse entre nubes de azufre y quemarse la biblioteca de Alejandría, vi a un hombre que inauguraba el fuego cuando los glaciares demolían el paisaje. Había notado que, casi insensiblemente, las cosas ocurrían cada vez con mayor lentitud, pero al principio no le di importancia. Primero la barba no me crecía, luego el áspid no terminaba de picar a Cleopatra, después podía seguir el recorrido del relámpago como había seguido en mi casa el crecimiento de un ciruelo. Ahora estoy atrapado en el vértice del remolino: en el puro tiempo. Es terrible para un espíritu como el mío, este estado en que nada puede ocurrir: ni mi fuga, ni mi muerte.


LEYENDAS
Julia Otxoa
España (1953)

Los padres estaban ilusionados, se pasaban el uno al otro el niño enfermo a través de aquel hueco formado en el árbol seco. La antigua leyenda vasca decía que el hacerlo de ese modo la noche de San Juan, era el mejor remedio para todos los males. Y fieles a la tradición, así lo hicieron, pero tal vez entusiasmados por lograr su curación, pusieron en ello demasiado ímpetu. Lo cierto es que en una de esas vueltas de los brazos del uno a los del otro, inesperadamente, el niño salió disparado volando a gran velocidad, perdiéndose tras las montañas. Pasados los años, aquel niño volvió ya curado, hecho hombre, con una larguísima trenza y hablando perfectamente el chino. Lo primero que hizo fue investigar el extraño suceso que le catapultó en plena infancia hasta el palacio imperial de Pekín donde fue adoptado como hijo del emperador. Dado su alto rango, obligó a las autoridades locales a procesar a sus antiguos padres ya muy ancianos, basándose en la idea de que había existido un complot por parte de éstos para librarse de su hijo enfermo. Estos inútilmente negaron una y otra vez semejante acusación, jurando que lo único que pretendieron aquella lejana noche de San Juan fue curar a su hijo siguiendo en todo momento lo que dictaba el rito y la leyenda. El hijo adoptivo del emperador no les creyó absolutamente nada, él no había oído hablar nunca en China de semejante leyenda. De nada les valió alegar que de un país a otro cambian las tradiciones, que lo que en una tierra cura, tal vez en otra mate, que todo es cuestión de geografías y culturas distintas. Todo fue inútil, fueron ejecutados inmediatamente bajo la acusación de infanticidio.


FAUNO
Sandra Bianchi
Argentina (1970)

¡Ahhh, aaaahhhaaahhh, aaaah!, en mi espalda. Aunque el jadeo es masculino, me recuerda a la famosa escena de Meg Ryan en Cuando Sally conoció a Harry. Al principio me horrorizo un poco, más por lo sorpresivo de las onomatopeyas que por tanta extroversión. Al rato me gusta y creo sentir que la respiración del musculoso señor me acaricia la espalda. Y él de nuevo al ataque, ¡aaaahhh, aoooohhhjjj! Quiero espiarlo con el rabillo del ojo pero temo ser descubierta. Me avergüenzo por estar fuera de estado para estos trotes. No puedo evitar unas buenas gotas de transpiración, que se van congelando junto con los últimos jadeos de fondo cuando el gemidor alcanza su instante triunfal. Me resigno. Hace mil años que vengo a este gimnasio y lo único que puedo levantar es la velocidad de la cinta aeróbica en la que estoy caminando. En cambio él pudo batir su propio récord y alzar una pesa de cincuenta kilos. Tantos como los míos.


LA SORPRESA
Gustave Flaubert
Francia (1821-1880)

Vio a dos o tres pasos de distancia, perdices encarnadas que revoloteaban en los rastrojos. Desabrochó su capa, y la abatió sobre ellas como una red. Cuando las hubo descubierto, no halló más que una sola, muerta, desde hacía mucho tiempo, podrida.


PRIMERA FUNDACION
Rosalba Campra
Argentina (1954)

Primero eran tan sólo unas pocas casas, y alrededor la llanura inacabable, la línea del horizonte siempre a la altura de los ojos. Pero por ese espacio sin fronteras podían venir los enemigos, y no habría dónde esconderse, ni cómo defenderse de ellos. Fue por eso que se levantó la primera muralla, no demasiado alta, para poder ver si alguien se acercaba. Sólo que así los enemigos tampoco encontrarían dificultad en escalarla. De modo que detrás de esa muralla hubo que levantar otra, mucho más alta. Fue evidente entonces que si los enemigos conseguían escalar la segunda muralla, los tomarían desprevenidos, porque se habían sentido seguros. Y se levantó la tercera. Y así sucesivamente, hasta que se acabó el horizonte.


ATARDECER EN LA PLAYA
Bárbara Jacobs
México (1947)

La señorita Gálvez no tiene tiempo de pensar en la última vez que vio a su hermano el que murió ni de imaginar la última vez que verá al que está por morir, en cosa de meses. No tiene tiempo tampoco de ver el mar ahora que está en una terraza con vista a la playa, ni sabe si tendrá tiempo de recordar el barco que ve cuando ya no lo tenga enfrente. Ni mucho menos tiene tiempo de tratar de averiguar por qué, a veces y sin aviso, piensa en una carretera solitaria por la que va, con árboles y en invierno, como si saliera de una biblioteca o estuviera al lado de José, con quien se iba a casar pero se fue, o se murió, o la olvidó. Ni tiene tiempo de adivinar por qué sueña con gente que se fue como José, o que se murió como José, sí sabe que cuando ella estuvo con ellos no pensó más en ellos de lo que cualquiera pensaría. No tiene tiempo de hacer caso a los recuerdos que llaman de pronto a su memoria; los rostros, las palabras de la gente a la que quiere. Ni tiene tiempo de detenerse a imaginar qué están haciendo esas gentes a las que quiere, si se encontraron al fin con quien se iban a encontrar, si les fue bien o si están tristes. La señorita Gálvez no tiene tiempo porque no quiere saber más de la cuenta, ni imaginar lo que la cuenta no quiere que imagine. Ese barco es la vida que va pasando, y ella también está muriendo, y va siendo olvidada por la gente, hecha a un lado, como recuerdo, a favor de la brisa que hay que sentir, el libro que hay que leer, la gente a la que hay que oír porque está aquí, ahora, y el presente es lo único que tienes.

17 de septiembre de 2011

Sobre la novela (10). Henry James y la libertad artística

El escritor estadounidense -naturalizado británico casi al final de su vida- Henry James (1843-1916) publicó en 1871 "Watch and ward" (Guarda y tutela), su primera novela, en la que, al igual que en las siguientes "Daisy Miller", "The europeans" (Los europeos) y "The portrait of a lady" (Retrato de una dama) puso de manifiesto la influencia de la cultura europea. Radicado en Inglaterra desde 1875, a partir de 1882 decidió comenzar lo que muchos comentaristas llaman el "segundo período de su carrera", caracterizado por una voluntad de virtuosismo en aras de la más pura experimentación creadora. Esta decisión de ser un artista original lo llevó a una situación por demás curiosa a comienzos del siglo XX: la crítica lo alababa pero muy pocos lo leían. Decepcionado, James fue a la búsqueda de un público más amplio y escribió una serie de piezas teatrales -"Guy Domville" y "Tenants" (Arrendatarios) son las más conocidas- destinadas a obtener un éxito popular, pero fracasó en la tentativa. Esto hizo que el novelista diera paso a un tercer período de su obra, a lo largo del cual trató, sobre todo, de aplicar el método dramático del teatro a la novela. De ese período son "The Aspern papers" (Los papeles de Aspern), "What Maisie knew" (Lo que Maisie sabía) y "The turn of the screw" (Otra vuelta de tuerca), acaso lo mejor de su obra. Los últimos años de su vida los consagró a una importante actividad crítica, a la revisión de sus novelas y cuentos para su edición definitiva, y a la redacción de sus memorias. Los prefacios que escribió para la mencionada reedición de sus obras muestran al autor de "Washington Square" como un meticuloso narrador que no dejaba nada librado al azar. "Una novela -opinaba James- es, en su más vasta definición, una directa y personal impresión de vida. El valor de la obra será más o menos grande según la intensidad de la expresión. Los personajes y las situaciones que más impresionan al lector son las que más le emocionan o interesan, pero la medida de esta realidad es muy difícil de precisar. La humanidad es inmensa y la realidad tiene una infinidad de formas". En la noche del martes 25 de abril de 1884, el novelista e historiador inglés Walter Besant (1836-1901) pronunció una conferencia en la Royal Institucion de Londres, una organización fundada en 1799 dedicada a la educación y la investigación científicas. El título de la misma fue "The art of fiction" (El arte de la ficción) y fue publicado tiempo después en forma de folleto. En el mismo, Besant vertía algunas de sus ideas referentes al misterio de contar una historia, observaciones que James consideró "interesantes pero faltas de perfección". Esto lo llevó a escribir un ensayo con el mismo título -que fue publicado en el "Longman's Magazine" nº 4 en septiembre de 1884- con la intención de "meter baza con unas pocas palabras al amparo de la atención que con seguridad ha despertado el señor Besant" sobre las "muchas personas interesadas en el arte de la novela que no son indiferentes a esta clase de observaciones". Los conceptos más sustanciales de dicho ensayo se reproducen a continuación.

EL ARTE DE LA NOVELA

Hasta hace muy poco tiempo, habría podido suponerse que la novela inglesa no era lo que los franceses llaman "discutable" (discutible). No parecía encerrar tras ella una teoría, un convencimiento, una conciencia de sí misma, de ser la expresión de una fe artística, el resultado de la selección y de la comparación. Yo no afirmo que estuviese por esa razón peor, forzosamente; requería un valor mucho mayor que el mío para dar a entender que la novela, tal como Dickens y Thackeray, por ejemplo, la veían, podía tacharse de incompleta. Era, sin embargo, "naïf" y, evidentemente, si estaba destinada a sufrir en forma alguna por haber perdido su ingenuidad, ahora tiene la idea de asegurarse las ventajas correspondientes. Durante el período al que me he referido, había en el extranjero una sensación, cómoda y alegre, de que una novela es una novela, tal como un budín es un budín, y que lo único que teníamos que hacer con ella era tragárnosla. Pero ha habido en el espacio de uno o dos años, por la razón que fuese, señales de que vuelve la animación, y se diría que la era de la discusión ha sido hasta cierto punto abierta. El arte vive de la discusión, del experimentar, de la curiosidad, de la variedad de intentos, del intercambio de criterios y de la comparación de puntos de vista; y existe la presunción de que las épocas en que nadie tiene nada de particular que decir acerca del mismo, y en que nadie tiene que dar una razón para explicar la práctica o la preferencia, no son épocas de desarrollo, aunque quizá sean épocas de honor; que son épocas, posiblemente, de un poco de pereza. La práctica con éxito de cualquier arte es un espectáculo delicioso, pero también la teoría es interesante; y aunque hay mucha de esta última sin la primera, yo sospecho que no ha existido jamás un éxito auténtico sin una pepita latente de convencimiento. La discusión, la sugerencia, la formulación, son cosas fertilizantes si son francas y sinceras. La vieja superstición de que la novela es algo "pecaminoso" se ha desvanecido ya en Inglaterra; pero quedan rastros de ella en la suspicacia con que se mira cualquier historia que no admita, de una manera u otra, que sólo es una chanza. Hasta la novela más jocosa siente en cierto grado el peso de la proscripción que antiguamente fue dirigida contra la ligereza literaria: la jocosidad no logra siempre pasar por ortodoxia. Se espera todavía, aunque la gente se avergüence de decirlo, que una producción que, después de todo, sólo es un artificio de pequeñas mentiras (porque, ¿qué otra cosa es una novela?), será hasta cierto punto apologética; que renunciará a la pretensión de tratar verdaderamente de representar la vida. Cualquier novela razonable y bien despierta se niega a aceptar tal cosa, porque se da muy pronto cuenta de que la tolerancia que se le otorga con tal condición es únicamente una tentativa de ahogarla, disfrazada bajo la forma de generosidad. La vieja hostilidad evangélica hacia la novela, que fijé tan explícita como estrecha, y que miraba nuestra inmortal obra con un poco menos de favor que a una obra de teatro, era en realidad mucho menos insultante. La razón única de la existencia de una novela es que trata de representar la vida.
La literatura debería ser o instructiva o divertida, y hay en muchos cerebros la impresión de que estas preocupaciones artísticas, la busca de la forma, no contribuyen ni a una cosa ni a otra; embarazan a ambas. Son demasiado frívolas para ser edificantes, y demasiado serias para resultar divertidas; y son, además, afectadas, paradójicas y superfluas. Esta, creo yo, representa la manera como, en el pensamiento latente de muchas personas que leen novelas como un ejercicio de distracción, se explicaría la novela si el pensamiento se articulase. Esa gente argüiría, desde luego, que una novela debe ser "buena", pero interpretarían esta palabra a su propia manera, que variaría muy considerablemente de un crítico a otro. Se diría que el ser "bueno" equivale a representar caracteres virtuosos y ambiciosos, colocados en posiciones prominentes; otros dirían que la bondad depende del "desenlace feliz", de la distribución que se hace al final de premios, pensiones, maridos, esposas, niños, millones, párrafos anejos y observaciones placenteras. Otros, en fin, dirían que equivale a que la novela esté llena de incidentes y de ocurrencias, de modo que sintamos ansias de saltar adelante, para ver quién era el misterioso extranjero, si se llega a encontrar el testamento robado, y a los que no apartará de este placer ningún análisis fatigoso ni descripción. Pero todos ellos estarían de acuerdo en que la idea "artística" despojaría a la novela de una parte de su agrado. Uno atribuiría esto a todas las descripciones, otro lo vería manifestarse en la ausencia de simpatía. Su hostilidad a un desenlace feliz sería evidente, y podría llegar en ciertos casos incluso a imposibilitar cualquier desenlace. El desenlace de una novela es, para muchas personas, algo así como el postre y los helados en una buena comida, y miran en la novela al artista como a una especie de médico entrometido que viene a prohibir los regustos agradables. Es, por consiguiente, verdadero que este concepto de la novela como una forma superior, tropieza con una indiferencia no sólo negativa, sino también positiva. Importa poco el que, como obra de arte, contribuya verdaderamente con tan poco o con tanto de su esencia a suministrar desenlaces felices, personajes simpáticos, y un tono objetivo, como si fuese una obra de mecánicos: la asociación de ideas, por incongruente que sea, podría resultar excesiva, si no se alzara de cuando en cuando una voz elocuente para llamar la atención acerca de que la novela es al mismo tiempo una rama de la literatura tan libre y tan seria como cualquier otra. Desde luego, esto podría negarse a veces teniendo a la vista el número de obras de ficción que recurren a la credulidad de nuestra generación, porque se diría fácilmente que un artículo producido con tanta rapidez y facilidad no es posible que encierre un gran personaje. Es preciso confesar que las novelas buenas se encuentran muy comprometidas por las malas, y que el campo de las mismas sufre en general descrédito por el exceso de concurrencia. Creo, sin embargo, que este daño es sólo superficial, y que la superabundancia de novelas no demuestra nada contra el principio mismo.


Como todos los demás géneros de literatura, como todo hoy en día, la novela se ha vulgarizado, y ha demostrado ser más accesible que otros géneros a la vulgarización. Pero la diferencia entre una novela buena y una novela mala es hoy tan grande como siempre: la mala es barrida, junto con todas las telas pintarrajeadas y el mármol estropeado, a un limbo no visitado por nadie, o al patio infinito de desechos, bajo las ventanas traseras del mundo, mientras que la buena subsiste y emite su luz y estimula nuestro deseo de perfección. Una novela es, en su definición más amplia, una impresión personal y directa de la vida: esto, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de la impresión. Pero no habrá en modo alguno intensidad, y por consiguiente no habrá valor, a menos de que haya libertad para sentir y para decir. El trazar una línea que seguir, el dar un tono que tomar, una forma que realizar, es una limitación de esa libertad y una supresión de la verdadera cosa por la que mayor curiosidad sentimos. La forma, me parece a mí, debe ser apreciada después de la realidad: después el autor realiza su elección, y su norma es indicada; después, podemos seguir las líneas y direcciones, comparando tonos y parecidos. Podemos luego disfrutar, en una palabra, del más encantador de los placeres, podemos estimular la cualidad, podemos aplicar a la novela la prueba de la ejecución. La ejecución pertenece exclusivamente al autor; es lo más personal que tiene y lo medimos por ella. La ventaja, el lujo, tanto como el tormento y la responsabilidad de un novelista, estriba en que no existe límite a lo que él puede intentar como ejecutante; no hay límite a sus posibles experimentos, esfuerzos, descubrimientos y éxitos.
Los caracteres, las situaciones, que le producen a uno el efecto de reales, serán las que más le emocionan e interesan a uno, pero la medida de la realidad es muy difícil de señalar. La realidad de Don Quijote o la del señor Micawber es un matiz muy delicado; es una realidad tan coloreada por la visión del autor que, por muy vivaz que sea, uno vacilaría en proponerla como modelo: se expondría uno a preguntas muy embarazosas de parte de un alumno. Ni que decir tiene que usted no escribirá una buena novela si no posee el sentido de la realidad; pero será difícil proporcionarle una receta para dar existencia a ese sentido. La humanidad es inmensa y la realidad tiene una infinidad de formas; lo más que uno puede afirmar es que algunas flores de novela tienen ese aroma, y que otras no lo tienen; pero el decir por adelantado de qué manera deberá estar compuesto su ramo, ésa es otra cuestión. Resulta igualmente excelente, y no convincente, el decir que uno debe escribir por experiencia; una declaración así podría saberle a cosa de burla a nuestro supuesto aspirante. ¿Qué clase de experiencia es la que se propone, y dónde empieza y acaba? La experiencia no es nunca limitada, y no es jamás completa; es una sensibilidad inmensa, una especie de enorme tela de araña de los más finos hilos de seda suspendida en la cámara de la conciencia, y que capta en su tejido todas las partículas llevadas por el aire. Es la atmósfera misma de la inteligencia; y cuando ésta es imaginativa, y más aún cuando ocurre que es la de un hombre genial, atrae hacia sí los más débiles asomos de vida, convierte las vibraciones mismas del aire en revelaciones. La facultad de adivinar lo invisible partiendo de lo visible, de seguir las consecuencias de las cosas, de juzgar una pieza completa por el dibujo, la condición de sentir la vida en general de un modo tan completo que le permite a uno adelantar en el camino de conocer cualquier recoveco particular de la misma; todo este conjunto de dones puede casi decirse que constituye la experiencia; y esos dones se presentan en el campo y en la ciudad, en las etapas más diversas de la educación. Si la experiencia consiste en las impresiones, puede decirse que las impresiones son la experiencia, tal como es el verdadero aire que respiramos. Estoy lejos de quitar con esto importancia a la exactitud de la verdad del detalle. Se puede hablar mejor del propio gusto, y yo puedo por consiguiente arriesgarme a decir que el aire de realidad (solidez de especificación) me parece que es la virtud suprema de una novela, el mérito del que dependen de modo inevitable y sumiso todos los demás méritos. Si él falta, todos los demás son como nada, y si éstos están allí, deben su efecto al éxito con que el autor ha producido la ilusión de vida. El cultivo de este éxito, el estudio de este proceso exquisito, constituye, para mi gusto, el principio y el fin del arte del novelista. Ellos son su inspiración, su desesperanza, su premio, su tormento, su encanto.
Una novela es una cosa viva, toda una y continua, como cualquier otro organismo, y en proporción a como vive se descubrirá, creo yo, que en cada una de las partes hay algo de cada una de las demás partes. El crítico que sobre el apretado tejido de una obra acabada pretenda trazar una geografía de partes, señalará algunas fronteras tan artificiales, me temo, como cualquiera de las que han sido conocidas en la historia. Hay una distinción, fuera de moda por lo antigua, entre la novela de personaje y la novela de incidente que ha debido de costar muchas sonrisas al fabulista proyectante, muy interesado en su trabajo. A mí me parece que viene tan poco a punto como la igualmente celebrada diferencia entre la novela y el romance, una diferencia que responda tan poco a la realidad. Hay novelas malas y novelas buenas, del mismo modo que hay cuadros malos y cuadros buenos; pero ésta es la única distinción en la que yo veo algún sentido, y estoy tan lejos de representarme hablando de una novela de personaje, como de representarme hablando de un cuadro de personaje. Cuando uno dice cuadro, dice personaje, cuando uno habla de novela, habla de incidentes, y los términos pueden trasponerse a voluntad. Parece casi pueril decir que unos incidentes son intrínsecamente mucho más importantes que otros, y no necesito tomar esta precaución, después de haber confesado mi simpatía por los mayores, advirtiendo que la única clasificación de la novela que yo puedo comprender es la de la que tiene vida y la de que no la tiene.


La novela y el romance, la novela de incidentes y la novela de carácter; estas desmañadas separaciones que parecen haber sido hechas por críticos y por lectores para su propia comodidad y para ayudarles a salir de algunos de sus raros compromisos ocasionales, pero que tienen muy poca realidad o interés para el productor, desde cuyo punto de vista estamos tratando de estudiar el arte de la novela. No está completamente claro, por desgracia, el que la obra de un artista se llame romance, a menos de que eso se haga sencillamente por capricho, como, por ejemplo, cuando Hawthorne puso este encabezamiento a su historia de Blithedale. Los franceses, que han llevado la teoría de la novela a una plenitud notable, tienen un solo nombre para la novela, y no por eso han tratado bajo el mismo cosas más pequeñas. A mí no se me ocurre obligación alguna a la que el "romancier" no estuviese igualmente obligado que el novelista; el tipo de ejecución es igualmente alto para los dos. Desde luego, estamos hablando de la ejecución, porque es el único punto de una novela que está abierto a discusión. Quizá se pierde esto de vista con demasiada frecuencia, únicamente para producir confusiones interminables e ideas encontradas. Debemos reconocer al artista su tema, su idea, sus notas: nuestra crítica se aplica únicamente a lo que él hace de ellos. Naturalmente, no quiero decir que estamos obligados a que nos gusten o a encontrarlos interesantes: en caso de que no nos gusten, nuestra conducta es perfectamente sencilla: dejarlos. Podemos creer que hasta el novelista más sincero no puede sacar absolutamente nada de cierta idea, y es muy posible que los hechos justifiquen la opinión nuestra; pero el fracaso habrá sido un fracaso en el ejecutar, y es en la ejecución donde habrá quedado demostrada la fatal debilidad. Si pretendemos respetar, como sea, al artista, es preciso que le concedamos su libertad de elección, en la cara, en casos particulares, de innumerables presunciones que la elección no fructificará. El arte deriva una parte importante de su benéfico ejercicio del volar de cara a las presunciones, y algunos de los casos más interesantes de que es capaz están ocultos en el seno de las cosas vulgares.
Gustave Flaubert ha escrito un relato acerca del afecto que sentía una criada hacia un loro, y la producción, aunque está altamente acabada, no puede, en total, calificarse de éxito. Tenemos libertad absoluta para juzgarlo flojo, pero yo creo que podría haber resultado interesante. Por otra parte, me alegro muchísimo de que lo haya escrito; es una contribución a nuestro conocimiento de lo que puede y de lo que no puede hacerse. Iván Turgueniev ha escrito una historia acerca de un criado sordomudo y un perrillo faldero, y resulta emocionante, encantador, una pequeña obra maestra. Dio en la nota de la vida allí donde Flaubert falló, porque voló frente a la presunción y obtuvo una victoria. Como es natural, no habrá nada que ocupe el sitio de la vieja manera de que una obra de arte nos guste o no nos guste: la crítica más avanzada no abolirá esta prueba primitiva y última. Lo menciono para guardarme de la acusación de que afirmo que la idea, el tema, de una novela no tienen importancia. A mi manera de ver, la tienen en el más alto grado, y si yo tuviera derecho a hacer un ruego, lo haría en el sentido de que los artistas no deberían elegir sino los más excelentes. Algunos, como ya me he apresurado a admitir, son mucho más remuneradores que otros, y el mundo estaría felizmente dispuesto si las personas que se proponen tratarlos se hallasen libres de confusiones y de errores. No hace falta que recuerde que hay gustos de todas clases. Hay gente a la que, por razones excelentes, no le gusta leer nada sobre los carpinteros; a otros, por razones quizá mejores, no les gusta leer sobre cortesanas. Hay muchos que ponen inconvenientes a los norteamericanos. Otros no quieren ni mirar a los italianos. A algunos lectores no les agradan los temas tranquilos; a otros no les gustan los de mucho ajetreo. Algunos gozan con una completa ilusión; otros, con la conciencia de grandes concesiones. Yo me hago un lío para imaginarme cosa alguna que debe gustarle o no a la gente (por lo menos en este asunto de la novela). Se puede estar seguro de que la selección se realizará por sí misma, porque tiene tras ella móviles constantes. Ese móvil es la simple experiencia. De igual manera que la gente siente la vida, siente asimismo el arte que se halla más estrechamente unido a ella. Al hablar del esfuerzo de la novela, no debemos olvidarnos nunca de esta relación estrecha. Hay mucha gente que habla de ese esfuerzo como de una forma ficticia, artificial, copia de un producto de la habilidad, cuya tarea consiste en alterar y arreglar las cosas que nos rodean, para trasladarlas a modelos convencionales, tradicionales. Esto, sin embargo, es un punto de vista del asunto que nos lleva a muy pequeña distancia y que condena al arte a una repetición eterna de unos pocos clichés familiares, que corta su desarrollo y nos lleva derecho a un punto muerto. El intento cuya fuerza enérgica mantiene en pie la novela es el de captar la nota misma y el truco, el ritmo extraño e irregular de la vida. Sentimos que estamos tocando la verdad en proporción a como vemos la vida, sin arreglos previos, en lo que ella nos ofrece; y sentimos, en proporción a como la vemos con arreglos, que se nos aparta de ella con un sustituto, con una transacción o con un convencionalismo. Se oye con frecuencia la extraordinaria seguridad con que se anuncia en relación con este asunto del arreglo previo, del que se habla como si fuese la última palabra del arte. El arte es esencialmente selección, y el principal cuidado de ésta consiste en ser típica, en ser inclusiva. Me parece a mí que nadie ha podido realizar jamás un serio intento artístico sin adquirir conciencia de un aumento inmenso de libertad, de una especie de revelación.
Se hacen también algunas observaciones sobre la cuestión de "la historia" que yo no trataré de criticar, a pesar de que me parecen singularmente ambiguas, porque yo no creo entenderlas. No veo hacia dónde vamos hablando como si hubiese una parte de una novela que es la historia, y otra parte que, por místicas razones, no lo es, a menos de que la distinción se haga en un sentido en que es difícil suponer que haya alguien que pretenda transmitir nada. La historia, si es que representa algo, representa el tema, la idea, la condición de la novela; y no existe seguramente escuela que enseñe que una novela sea todo tratamiento y nada tema. Debe de haber, sin duda, algo que tratar; toda escuela tiene íntima conciencia de esto. Este sentido de que la historia es la idea, el punto de arranque, de la novela, es el único en que yo veo que puede hablarse de algo como distinto de su todo orgánico; y, como en la misma proporción en que la obra triunfa, la idea la embebe y la penetra, informa y anima, así también cada palabra y cada signo de puntuación contribuye directamente a la expresión, y en esa proporción perdemos el sentido de que la historia sea una hoja que se pueda sacar, más o menos, de la vaina. La historia y la novela, la idea y la forma, son como la aguja y el hilo, y jamás he sabido que un gremio de sastres recomendase el empleo del hilo sin la aguja, o de la aguja sin el hilo. Hay unos temas que nos hablan, y otros que nada nos dicen, pero sería hombre verdaderamente sabio el que se lanzase a dar una regla -un index expurgatorio- por el que se apartase la historia de la no-historia. Para mí, al menos, es imposible imaginarse tal regla que no sea completamente arbitraria. Un articulista de la "Pall Mall Gazette" opone la deliciosa (como yo la supongo) novela de "Margot la Balafrée" a ciertos relatos en que las "ninfas bostonianas" parecen haber "rechazado a duques ingleses por razones psicológicas". No conozco la novela así nombrada, y difícilmente puedo perdonar al crítico de la "Pall Mall Gazette" por no dar el nombre del autor, pero el título parece referirse a una señora que ha recibido una cicatriz en alguna gloriosa aventura. Me siento desconsolado por no conocer este episodio, pero no veo en modo alguno por qué razón es una historia, siendo así que el rechazo (o la aceptación) de un duque no lo es, y por qué una razón, psicológica o lo que sea, no constituye un tema y sí lo constituye una cicatriz. Todas ellas son partículas de la vida infinita de que trata la novela, y con seguridad que no permanecerá un instante en pie ningún dogma que pretenda convertir en legal el tratar de un tema y en ilegal el tratar de otro.


Cuando se dice que una historia debe estar formada de "aventuras" bajo pena de no ser una historia, ¿por qué de aventuras, más que de gafas verdes? Se habla de una categoría de cosas imposibles y se coloca entre ellas la "novela sin aventura". ¿Por qué sin aventura, más bien que sin matrimonio, o sin celibato, o sin parto, cólera, hidropatía o jansenismo? A mí me parece que esto es llevar la novela atrás, a su mísero papelito de cosa artificiosa, ingeniosa; que la hace bajar de su grande y libre carácter de ser una inmensa y exquisita correspondencia con la vida. Y, si vamos a ello, ¿qué es aventura, y por qué señal ha de reconocerla el discípulo que escucha? Para mí es una aventura, una aventura inmensa, el escribir este articulito; y para una ninfa bostoniana el rechazar a un duque inglés resulta una aventura no menos conmovedora, creo yo, que para un duque inglés el verse rechazado por una ninfa bostoniana. Yo veo en esto unos dramas dentro de otros, e innumerables puntos de vista. Para mi imaginación, una razón psicológica resulta un objeto adorablemente pictórico; el captar la tonalidad de su cutis, yo creo que es una idea capaz de inspirarle a uno esfuerzos tizianescos. En una palabra: pocas cosas hay para mí más excitantes que una razón psicológica, y con todo ello, reconozco que la novela me parece la forma de arte más magnífica. He estado leyendo al mismo tiempo la encantadora historia de "La isla del tesoro", por el señor Robert Louis Stevenson, y de una manera menos consecuente, el último relato del señor Edmond de Goncourt titulado "Chérie". Una de estas dos obras trata de asesinatos, misterios, islas de terrible renombre, escapes por el grosor de un cabello, coincidencias maravillosas y doblones sepultados. La otra trata de una muchachita francesa que vivía en una bella casa de París y que murió de una herida de su sensibilidad porque nadie quiso casarse con ella. Llamo a "La isla del tesoro" encantadora porque me parece que su autor tuvo un éxito asombroso en lo que se propuso; y me aventuro a no poner epíteto alguno a "Chérie", que me produce la impresión de haber fracasado lamentablemente en su propósito, es decir, en trazar el desenvolvimiento de la conciencia moral de una niña. Sin embargo, ambas producciones me producen la idea de que son una novela lo mismo una que otra, y de que encierran una historia tanto la una como la otra.
En cuanto a la finalidad "consciente y moral" de la novela, es un tema de inmensa importancia que no debe ser tratado con consideraciones de gran amplitud y que no es posible dejar de lado con ligereza. Quien no esté dispuesto a recorrer hasta la última pulgada del camino por el que estas consideraciones le llevan, tratará sólo superficialmente del arte de la novela. Por esta razón he dejado la cuestión de la moralidad de la novela para el final ya que es una cuestión rodeada de dificultades. Estamos discutiendo sobre el arte de la novela; las cuestiones de arte son cuestiones de ejecución (en su más amplio sentido); las cuestiones de moral son cosas completamente distintas. Se nos dice que el mezclarlas es una característica de la novela inglesa, una cosa verdaderamente admirable y un gran motivo de felicitación. Desde luego, es motivo de felicitación el que problemas tan espinosos se hayan convertido en tan lisos como la seda. Puedo agregar que a mucha gente le parecerá que se ha hecho un vano descubrimiento al decir que la novela inglesa se ha dirigido de manera preponderante a estas delicadas cuestiones. Por el contrario, habría que hablar de la timidez moral del novelista inglés corriente; de su aversión a enfrentarse con las dificultades con que el tratar la realidad está erizado por todas partes. Puede ese novelista ser extremadamente recatado y, en la mayor parte de los casos, el signo distintivo de su obra es un precavido silencio sobre ciertas materias. En la novela inglesa -y, naturalmente, también en la norteamericana-, más que en cualquier otra, existe una diferencia tradicional entre lo que la gente sabe y lo que están de acuerdo en admitir que saben; entre lo que ven y aquello de que hablan, entre lo que sienten que es una parte de la vida y lo que permiten que entre en la literatura. En una palabra: existe una gran diferencia entre lo que hablan en la conversación y lo que hablan en letras de molde. La esencia de la energía moral estriba en inspeccionar todo el campo y, yo diría, no sólo que la novela inglesa tiene una finalidad, sino que tiene una timidez. No trataré de averiguar en qué punto el propósito de una obra de arte puede ser una fuente de corrupción; el que a mí me parece menos peligroso es el propósito de realizar una obra perfecta de arte. Por lo que respecta a nuestra novela, puedo decir, por último, a este propósito, que, tal como hoy la encontramos en Inglaterra, me da la impresión de que se ha convenido por regla general en no discutir, pero la ausencia de discusión no es un síntoma de la pasión moral. La finalidad de la novela inglesa me da a mí la impresión de ser bastante negativa.
Hay un punto en que el sentido moral y el sentido artístico están muy cerca el uno del otro; es a la luz de la verdad muy evidente que la calidad más profunda de una obra de arte será siempre la calidad de la inteligencia del artista. En la misma proporción en que la inteligencia sea fina, la novela compartirá la esencia de la belleza y de la verdad. El estar constituido de tal elemento es, para mi visión, tener suficiente finalidad. Jamás saldrá una novela buena de una inteligencia superficial; eso me parece a mí un axioma que cubre todo el campo moral necesario para un artista de la novela: si el aspirante juvenil se penetra de esta verdad, le iluminará muchos de los misterios relativos a la "finalidad". El crítico de la "Pall Mall Gazette", al que he citado ya, llama la atención sobre el peligro de generalizar, hablando del arte de la novela. El peligro en que yo me imagino que piensa es el de particularizar, porque hace algunas observaciones comprensivas que podrían dirigirse al hábil estudiante sin temor a equivocarlo. Yo le recordaría a éste, en primer lugar, la magnificencia de la forma que tiene a su disposición, que le ofrece a la vista tan escasas restricciones y tan innumerables oportunidades. En comparación, las demás artes aparecen confinadas y embarazadas, porque las distintas condiciones bajo las cuales se ejercitan son muy rígidas y definidas. La única condición que a mí se me ocurre poner a la composición de la novela es, según dije ya, el que sea sincera. Esta libertad constituye un privilegio espléndido, y la primera lección del novelista joven es aprender a ser digno de ella.

15 de septiembre de 2011

Sobre la novela (9). Seymour Menton y la búsqueda de la identidad nacional

Oriundo del Bronx, Nueva York, el escritor y crítico literario Seymour Menton (1927) lleva algo más de cincuenta años dando clases en diferentes universidades de Estados Unidos y América Latina. Licenciado en Letras por el City College de New York, es además Doctor en Filosofía por la New York University. Comenzó su carrera docente en el Dartmouth College de New Hampshire, para luego pasar a la University of Kansas y, desde 1965, enseña Literatura Hispanoamericana en la University of California, Irvine. También dictó cátedras en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, en la Universidad de San Carlos de Guatemala y en la Universidad de Costa RicaReconocido especialista en el cuento y la novela latinoamericanos, es autor de numerosos artículos y reseñas, y ha publicado, entre otros, "El cuento hispanoamericano", "Historia verdadera del realismo mágico", "Caminata por la narrativa latinoamericana", "La nueva novela histórica de la América Latina", "Historia crítica de la novela guatemalteca", "El cuento costarricense", "Narrativa mexicana desde 'Los de abajo' hasta 'Noticias del imperio'", "La narrativa de la revolución cubana" y "La novela colombiana: planetas y satélites". Precisamente a este último libro, que Menton publicó en 1978, pertenece el texto que sigue a continuación. Bajo el título de "Manual imperfecto del novelista", constituye su último capítulo y en él, Menton saca jugosas conclusiones sobre la novela hispanoamericana y, en particular, sobre la novela colombiana, basándose en el análisis de obras como "María" de Jorge Isaacs (1837-1895), "Frutos de mi tierra" de Tomás Carrasquilla (1858-1940), "La vorágine" de José Eustasio Rivera  (1888-1928), "Respirando el verano" de Héctor Rojas Herazo (1921-2002), "El día señalado" de Manuel Mejía Vallejo  (1923-1998) y "El otoño del patriarca" y "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez (1927).

MANUAL IMPERFECTO DEL NOVELISTA

Hacia 1925, Horacio Quiroga elaboró un decálogo de mandamientos que publicó bajo el título de "Manual del perfecto cuentista". Desde ese momento, por desgracia no se han eliminado los cuentistas imperfectos y son muy pocos los que han logrado el mismo grado de perfección de los mejores cuentos de Quiroga. Esto comprueba que es imposible establecer de antemano cuáles deben ser los ingredientes de un cuento sobresaliente, por no decir perfecto. Después de distinguir entre planetas, satélites y otros objetos celestiales del sistema solar colombiano, también estoy convencido de la imposibilidad de establecer criterios fijos y absolutos para todas las novelas de un solo país y mucho menos para todas las novelas de todos los países. A pesar de esa imposibilidad, los criterios siguientes pueden ser útiles para determinar el valor relativo de cualquier novela, o por lo menos, para distinguir entre planetas, satélites, meteoritos y platillos voladores.
1. Unidad orgánica. Una buena novela podría compararse a un edificio bien estructurado donde cada elemento cumple una función precisa, de acuerdo con un plan general. Para soportar el peso de la estructura y para crear un conjunto bello, no debería faltar ni sobrar ninguna piedra, ningún arbotante, ninguna viga ni ningún quebra-luz. A veces no se percibe a primera vista la armazón de una novela, lo que puede ocasionar la crítica de ciertos elementos aparentemente sueltos o gratuitos, o en el peor de los casos puede causar una interpretación equivocada de toda la novela. Para comprender una novela, hay que encontrar la clave o el eje estructurante que da coherencia a todos los elementos de la novela, por dispersos que sean. En los análisis de "Frutos de mi tierra" y de "La vorágine", el descubrimiento del eje estructurante desmiente a aquellos críticos que les han tachado su falta de unidad. La primera parece constar de dos novelas independientes que se entremezclan artificialmente. Sin embargo, la unidad orgánica salta a la vista al identificar como eje estructurante la ciudad de Medellín en un momento de transformación social. Aunque los personajes de los dos sectores sociales, es decir de las dos tramas, casi nunca aparecen en el mismo capítulo, están unidos por la estructura básica de los siete pecados capitales, algunos de éstos simbolizados por el puerco y por una serie de paralelismos. "La vorágine", en cambio, rezuma caos de acuerdo con su tema pero la identificación de su doble eje estructurante, el triangular y el circular, acaba con todas las incógnitas de la novela y revela tanto su complejidad artística como su trascendencia. En las otras novelas estudiadas, la identificación del eje estructurante no representa ningún problema. Igual que "Frutos de mi tierra", "El día señalado" se basa en el entretejimiento de dos argumentos. Sin embargo, "El día señalado" podría servir de prototipo de una novela que sufre de un exceso de unidad orgánica. Los capítulos alternan demasiado rigurosamente entre los dos argumentos y hay una simetría exagerada entre las fuerzas del bien y del mal y los motivos recurrentes que les corresponden. La unidad orgánica de una novela proviene de una idea preconcebida de parte del autor de la visión de mundo que quiere plasmar a través de la selección de un tema, una trama, un grupo de personajes y un conjunto de recursos estilísticos apropiados. Hacia el final de cada novela, suelen intensificarse los refuerzos estructurales, o sea las alusiones a personajes o a acontecimientos anteriores para ayudar al lector a recordar toda la novela como una unidad. El éxito de esta técnica depende de la destreza con que se hacen las alusiones. La sóla utilización de esas alusiones no garantiza que se refuerce la obra artísticamente. A veces, esas alusiones se introducen de una manera forzada, artificial, lo que revela demasiado la mano del escritor restándole autenticidad a la obra.


2. Tema trascendente. No es el tema en sí sino la combinación del tema con su modo de elaboración que determina la trascendencia de la obra. Las grandes tragedias de Shakespeare, "Hamlet", "Macbeth" y "Otelo", se sitúan en tierras o tiempos lejanos tanto de la Inglaterra del siglo XVII como de la América del siglo XX, pero las obras llevan ya tres siglos de destacarse por sus temas trascendentes: el estudio de ciertos rasgos de carácter básicos del ser humano ejecutado de una manera magistral. En cambio, una novela detectivesca, por bien ejecutada que resulte, puede despertar un interés relampagueante pero que no deja de ser pasajero. En cuanto a la novela colombiana, parece predominar la predilección por el tema social por encima del individual. Mientras "El otoño del patriarca" y "Cien años de soledad" pretenden abarcar la evolución histórica de todo un pueblo, de todo un continente y de toda la civilización occidental, otras obras como "Frutos de mi tierra", "La vorágine" y "El día señalado" se sitúan dentro de un marco cronológico mucho más limitado. Cuando el tema del panorama familiar, como en "Respirando el verano", carece casi completamente de una dimensión histórica, se reduce mucho la trascendencia de la obra, sobre todo frente a "Cien años de soledad". Tanto como la historia de Macondo se transforma en la historia del mundo occidental en "Cien años de soledad", la plasmación de la violencia del mundo cauchero en "La vorágine", a pesar de referirse a una situación muy precisa y limitada, llega a una mayor trascendencia que la de "El día señalado", mediante sus dimensiones arquetípicas y su complejidad artística.
3. Argumento, trama o fábula interesante. Uno de los grandes aciertos de "Cien años de soledad" es la fascinación que ejerce sobre una gran variedad de lectores. Igual que las grandes novelas del siglo XIX, se narra una historia intrínsecamente interesante. Llámese argumento, trama o fábula, lo que sucede en la novela debe provocar el interés del lector y mantenerlo hasta el final. Indudablemente varían mucho los gustos y la preparación cultural de cada lector. Por lo tanto, lo que interesa a un lector, otro lo puede encontrar aburrido o incomprensible. No obstante, demasiados novelistas del siglo XX se han dejado ofuscar por la búsqueda de novedades formales que a veces terminan en puro alarde tecnicista perjudicando el interés del relato. En efecto, "Cien años de soledad" se distingue de las otras novelas del llamado "boom" hispanoamericano por su relativa y aparente sencillez. La trama es interesante por la variedad de sucesos, la variedad de personajes pintorescos y la dosis justa de humorismo. Por llevar los personajes nombres tan semejantes, el narrador se ve obligado a repasar periódicamente el elenco, pero cada vez que la lectura está a punto de ser aburrida por la repetición, en ese mismo momento se introducen atinadamente nuevos personajes y nuevos sucesos. Claro que la novela también despierta interés en el lector culto por sus distintos niveles de interpretación. Aunque las otras novelas analizadas en este libro no se lean con el mismo grado de interés que "Cien años de soledad", todas tienen una trama relativamente interesante. "El día señalado" se destaca por su gran tensión dramática que crece constantemente, pero el fin resulta algo melodramático al prolongarse demasiado la escena culminante. En cambio, hay momentos en "Frutos de mi tierra" en que los pasajes descriptivos parecen prolongarse demasiado y se necesita una lectura cuidadosa para revelar su importancia en la estructura total de la novela. La lectura de "El otoño del patriarca" llega a ser monótona de vez en cuando, pero el lector experimentado reconoce que esa monotonía es un efecto deseado por el autor para reflejar lo interminable de la dictadura del patriarca.


4. Caracterización acertada. La novela colombiana y la novela hispanoamericana en general no han sido justamente apreciadas por los críticos europeos y norteamericanos porque tal vez los criterios principales empleados por estos críticos sean la complejidad sicológica, la verosimilitud y la constancia de caracterización del protagonista y de los otros personajes. En las novelas de los llamados países desarrollados del mundo capitalista, los problemas sociales están subordinados a los problemas individuales mientras la búsqueda de la identidad nacional no constituye una preocupación porque ya se formuló hace mucho tiempo. En cambio, el novelista hispanoamericano suele considerarse la conciencia de su patria obligado a denunciar abusos, reclamar derechos y formular una nueva conciencia social. Por lo tanto, en muchas novelas hispanoamericanas, el protagonista no es un individuo sino un pueblo, una ciudad o una nación. Por eso, una obra como "El señor Presidente" de Miguel Angel Asturias no ha sido debidamente justipreciada fuera de Hispanoamérica y por eso, se han equivocado tanto críticos conradianos que han tratado de comprobar que una sola persona es el protagonista de Nostromo cuando en realidad es Costaguana, síntesis geográfica e histórica de la nación latinoamericana que protagoniza la novela. Respecto a las novelas colombianas estudiadas, hay pocos protagonistas individuales en el sentido tradicional del género. Por ejemplo, el carácter grotesco del dictador de "El otoño del patriarca" no satisface al crítico que busca la verosimilitud. Lo mismo podría decirse de "La vorágine". A pesar de ser Arturo Cova el narrador principal y el personaje más importante, se ha dicho con cierta razón que el verdadero protagonista de la novela es la selva. En algunas de las novelas estudiadas, no hay un sólo protagonista sino toda una familia ("Respirando el verano") o todo un pueblo ("Cien años de soledad", "El día señalado"). Los personajes de "Cien años de soledad" no se destacan por su complejidad sicológica sino por ser sumamente pintorescos, capaces de las acciones más incongruentes y a veces de la mayor ternura. Su falta de individualidad sicológica les permite transformarse en ciertos momentos en figuras arquetípicas. En "Frutos de mi tierra", de acuerdo con la estética realista decimonónica, los personajes son puras caricaturas. En el caso de "Respirando el verano", sin embargo, como tiene más trazas de novela sicológica, es lícito criticarle el desarrollo insuficiente de ciertos personajes y el no mantenerse la caracterización original de Jorge.
5. Constancia de tono. Un tono constante forma, desde luego, parte de la unidad orgánica de una obra. El tono exaltado de "La vorágine" concuerda tanto con el carácter de poeta delirante del narrador principal como con la intensidad del sufrimiento de las almas perdidas en la selva infernal. En una novela de este tipo desentonaría cualquier intento de parte del narrador de permitirse los juegos de palabras que abundan tanto en "Frutos de mi tierra". A pesar de que la novela hispanoamericana en general se caracteriza por su tono dramático, trágico y sombrío, reflejo de la realidad, sólo dos de las novelas colombianas estudiadas aquí, "La vorágine" y "El día señalado" siguen esa pauta. "Cien años de soledad" y "El otoño del patriarca" sobresalen en gran parte por el sentido humorístico del autor basado en la hipérbole rabelesiana y en la naturalidad con que se narran las cosas más extravagantes. El humor típico del costumbrismo del siglo XIX se reviste en "Frutos de mi tierra" de un fuerte tono crítico basado en la ironía que no deja de sentirse en ningún momento. Por eso, no solamente el amor entre Filomena y César sino también el de Martín y Pepa distan mucho de tomarse tan en serio como el de María y Efraín en la novela de Isaacs.


6. Adecuación de recursos técnicos. El empleo de cualquier recurso técnico, por novedoso y bien ejecutado que sea, no constituye automáticamente un acierto. Todo recurso técnico tiene que relacionarse con el plan general de la novela. Si trazamos la trayectoria de la novela colombiana en total desde "Manuela" (1858) hasta "Cien años de soledad" (1967) y sus satélites, no cabe duda que hay una creciente conciencia profesional de parte de los autores. A medida que va creciendo el nivel cultural del lector medio, también va creciendo la preparación cultural y profesional del novelista medio. Con la modernización reciente y repentina de varios países hispanoamericanos, por muy defectuosa que sea, se ha creado un sector intelectual mucho más amplio que antes y que ya no se siente tan dependiente de la cultura europea o norteamericana. De ahí que hayan surgido novelistas como Carpentier, Asturias, Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, que han merecido el respeto de los críticos de París, Londres y Nueva York y que no tienen nada que pedir a sus congéneres europeos y norteamericanos. No obstante, esto no quiere decir de ninguna manera que cualquier novela de la década del '60 sea superior a todas las novelas, digamos, de la década del '20. Es muy posible que el conjunto de novelas de 1960-70 supere al conjunto de novelas de 1920-30 pero ya se ha comprobado la alta calidad artística de "La vorágine" con la cual, ¿qué otra novela colombiana más reciente, fuera de "Cien años de soledad", podría competir? De la misma manera se ha comprobado la alta calidad artística de "Frutos de mi tierra" dentro de la tendencia artística de su época. Entre los recursos técnicos comentados en los capítulos individuales, se destacan el contrapunto ("Frutos de mi tierra", "El día señalado"), una alternación de distintos planos cronológicos ("Respirando el verano", "El otoño del patriarca"), el cambio de voz narrativa ("La vorágine", "El día señalado", "El otoño del patriarca"), los comentarios sobre la misma gestación de la novela ("La vorágine") y otros. Como se ve por los ejemplos, esas técnicas no se limitan a las novelas más recientes. El contrapunto suele tener mayor efecto cuando se van alternando capítulos cuyas relaciones no son demasiado obvias desde el principio y por lo tanto, obligan al lector a buscarlas. En ese sentido, "Frutos de mi tierra" supera a "El día señalado". La novela de Mejía Vallejo sigue un plan demasiado rígido de alternar entre los dos temas demasiado parecidos y entre los dos narradores cuyos estilos tampoco se diferencian bastante.
Cuanto más obvios y simplistas los personajes y elementos antagónicos y cuanto más abundantes los grupos binarios, tanto menos su efecto artístico. Cuando se oponen demasiado claramente las fuerzas del bien y del mal, se cae en el maniqueísmo, pecado capital para el crítico del siglo XX que califica la caracterización por el grado de conflictividad de los personajes. Por eso, en "El día señalado" el Cojo Chútez impresiona como mejor creación literaria que su hijo, que no tiene más que una obsesión, la de la venganza. El dualismo es un fenómeno universal pero suele aparecer más en la novela colombiana como factor determinante que en la novela de otros países hispanoamericanos. Eso podría atribuirse a la oposición tradicional entre liberales y conservadores que sigue siendo un tema importante en las novelas de la violencia de la segunda mitad del siglo XX. Si hace falta comprobar que el fenómeno dualístico no aparece en tantas novelas colombianas por casualidad, sólo hay que echar una ojeada a una excepción, "La vorágine", estructurada sobre una base trinaria. Una de las técnicas predilectas de los novelistas del siglo XX es el romper la cronología lineal de las novelas anteriores. Al explorar el laberinto de la mente humana, el novelista presenta simultáneamente el presente y distintos momentos del pasado. En "Respirando el verano", los saltos cronológicos a veces son tan arbitrarios que sirven más para crear un rompecabezas que para profundizar en la caracterización de los personajes. En "El otoño del patriarca" como en "Cien años de soledad", resalta no tanto la simultaneidad de distintos planos cronológicos sino la coexistencia de un tiempo muy limitado y muy preciso con un tiempo vago casi atemporal, propia del realismo mágico. En "El otoño del patriarca", ese concepto del tiempo refleja el carácter interminable de la dictadura hispanoamericana. A pesar de su mayor sencillez cronológica, "Cien años de soledad" refleja el concepto borgesiano de la fusión de pasado, presente y futuro. Además de acabar con la cronología lineal, el novelista del siglo XX también acaba con el narrador omnisciente. La realidad se hace relativa y hay que verla desde distintos ángulos. Ningún individuo es capaz de conocer la realidad. En "La vorágine", un narrador engendra a otro en una especie de reflejo de los círculos concéntricos del infierno por donde va bajando Arturo Cova. Los narradores en "El otoño del patriarca" se vuelven a veces totalmente anónimos y van cambiándose constantemente para crear la impresión de que es imposible conocer la realidad, o sea que no hay una sola realidad absoluta.
Desde Unamuno y Pirandello, la literatura del siglo XX ha revelado una tendencia de explorar el proceso creativo dentro de la misma obra creada. Respecto a la novela hispanoamericana, "Rayuela" de Julio Cortázar se reconoce como el prototipo. No obstante, tanto como esa tendencia se remonta al "Quijote" y a "Tristram Shandy" en el plano de la literatura universal, en la novela colombiana los antecedentes de ese aspecto de "Cien años de soledad" pueden encontrarse en "La vorágine". Como se ha visto en los capítulos individuales, hay distintos modos de incorporar esa técnica en la novela. Lo que sí suelen tener en común es la conciencia de la relación entre la obra que se está creando y las obras maestras de la literatura universal, y, en los ejemplos más recientes, de la literatura hispanoamericana. El reconocimiento de la presencia de esas obras universales es indispensable para comprender "La vorágine" ("La divina comedia"). En cuanto a "Cien años de soledad", la novela sobresale por su gran originalidad a pesar de que alude intertextualmente a muchísimas obras literarias desde el Antiguo Testamento hasta "Rayuela", alusiones que constituyen una de las varias estructuras totalizantes.


7. Lenguaje creativo. El mayor énfasis que se ha dado últimamente a la experimentación estructural también se refleja en el lenguaje hasta el punto de que se habla de la novela lingüística. Una novela, como toda obra literaria, se hace con palabras y un criterio para juzgar una novela tiene que ser la adecuación del lenguaje. El lenguaje o el estilo empleado por el novelista no puede analizarse en un vacío sino en relación con todo el organismo de la novela. Dentro de los distintos estilos epocales, no cabe duda de que ciertos autores se destacan por su maestría lingüística. Los colombianos en general tienen fama de ser buenos hablistas y en efecto todas las novelas estudiadas lucen un gran dominio de la lengua. Entre las novelas estudiadas, hay que elogiar "Frutos de mi tierra" por su combinación de un lenguaje culto, rico en vocablos e ingenioso con una maestría del dialecto popular de Medellín; "La vorágine", por su cualidad delirante de su prosa; "El día señalado" y "Respirando el verano" lucen un lenguaje rico en efectos sensoriales y en imágenes que a veces llegan a ser excesivos. En cambio, la parquedad de esos efectos en "Cien años de soledad" les da mayor relieve. El uso exagerado de la anáfora en "El otoño del patriarca", de acuerdo con el tema de la novela, indica que el novelista profesional es el que sabe adaptar o cambiar su estilo según las necesidades de cada novela.
8. Originalidad. Además de las cualidades intrínsecas de una novela, hay, por lo menos, dos factores extrínsecos que contribuyen a su fama: su originalidad y su impacto posterior sobre otras obras. Para determinar la originalidad de una obra, su fecha de publicación es muy importante. "Frutos de mi tierra" (1896), a pesar de sus logros artísticos, seguramente habría sido más reconocida como la mejor novela realista de Hispanoamérica si se hubiera publicado treinta años antes. "La vorágine" y "Cien años de soledad" se aprecian, entre otras cosas, por su falta de antecedentes europeos. En cambio, "El otoño del patriarca", a pesar de sus aciertos, sufre por seguir el camino ya trillado de la dictadura sintética de la América Latina ("Nostromo", "Tirano Banderas", "El recurso del método", etcétera).
9. Impacto posterior. Si se juzga el valor de una novela por su impacto posterior, por su engendro de otras novelas parecidas, no cabe duda de que las mejores de todas las novelas colombianas son "María", "La vorágine" y "Cien años de soledad". En esas tres obras coinciden los altos valores intrínsecos con una influencia sobre otros novelistas dentro y fuera de Colombia. Hay un parentesco bastante obvio entre "María" y las historias sentimentales de "El alférez real" (1886) del colombiano Eustaquio Palacios, "Carmen" (1882) del mexicano Pedro Castera, "Angelina" (1893) del mexicano Rafael Delgado, "Peonía" del venezolano Manuel V. Romero García y otras muchas. "La vorágine" tuvo aún mayores repercusiones llegando a ser casi el prototipo de la novela criollista aunque no plantea el tema maniqueísta de civilización y barbarie que caracteriza a tantos de sus engendros. Apenas han transcurrido diez años desde la publicación de "Cien años de soledad" y ya hay toda una escuela macondina en Colombia. Fuera de las fronteras nacionales, la novela ha gozado de un éxito tremendo por todo el mundo y su influencia salta a la vista en "Los fulgores del tiempo" del nicaragüense Sergio Ramírez, en "Los niños de medianoche" de Salman Rushdie de la India y de otras muchas novelas de Hispanoamérica, Estados Unidos, Europa, Africa y otras partes.

12 de septiembre de 2011

Sobre la novela (8). Albert Camus y la rebeldía creadora

En la conferencia "El artista y su tiempo" que dio en la Universidad de Uppsala, Suecia, el 14 de diciembre de 1957, Albert Camus (1913-1960) decía entre otras cosas que el arte "persigue el mismo fin que la rebeldía: unidad con la naturaleza... El arte, en cierto sentido, es una rebelión contra el mundo en lo que éste tiene de fugitivo y de inacabado: no se propone, pues, sino dar otra forma a una realidad que sin embargo él está obligado a conservar, porque ella es la fuente de su emoción... El arte no es ni el repudio ni la aceptación total de lo que existe. Es al mismo tiempo repudio y aceptación. Y por eso no puede ser sino un desgarramiento perpetuamente renovado... No se trata de saber si el arte debe huir de lo real o someterse a lo real, sino tan sólo de saber qué dosis exacta de lo real debe conservar la obra para no desaparecer en las nubes o, por otra parte, arrastrase con plantillas de plomo. La obra más elevada será siempre la que equilibre lo real y el repudio que el hombre opone  a la realidad". Novelista, ensayista y dramaturgo, en su obra sobrevuela permanentemente la la sensación de alienación y desencanto, el sin sentido y el absurdo, temas que abordó desde una perspectiva existencialista sin dejar de afirmar las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humanas. Autor de las novelas "L'étranger" (El extranjero), "La peste" (La peste) y "La chute" (La caída), Camus sotenía que la novela es un acto de rebeldía contra el absurdo destino humano: venimos de la nada y hacia la nada vamos, y nunca sabemos cuándo se ha cumplido nuestro destino, mientras que en la novela sabemos dónde culmina la historia del personaje. De sus ensayos sobresalen "Le mythe de Sisyphe" (El mito de Sísifo), en el que plantea que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio y que, ante la sinrazón del mundo y el espectro de la muerte como certeza, juzgar si la vida vale o no la pena ser vivida es la pregunta fundamental de la filosofía; y "L'homme révolté" (El hombre rebelde), en el que se pregunta qué es la novela y por qué se escriben novelas, concluyendo que, en general, el escritor escribe por una insatisfacción hacia el mundo que lo rodea. A este tomo de ensayos -publicado en 1951- pertenece "Roman et révolte" (Novela y rebeldía), texto cuyos tramos más salientes se reproducen a continuación.

NOVELA Y REBELDIA

Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no concierne a la historia, sino a la fantasía ("Teágenes y Cariclea" o "La Astrea"). Son cuentos, no novelas. Con la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano estético, la misma ambición. "Historia ficticia, escrita en prosa", dice Emile Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico (Stanislas Fumet) ha escrito no obstante: "El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios". Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una competencia al Estado civil. Albert Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac: "'La comedia humana' es la imitación de Dios Padre". El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras ellas. Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa. La lengua común, a su vez, llama "novela" al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen "novelescas". Se daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia. De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la expresión "novelesco" consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la crítica revolucionaria. Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Este no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas las asusta a veces menos el dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.  
 

Pero, ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura. Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: "Y ahora volvamos a las cosas serias", queriendo hablar de sus novelas. La gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, "Paul et Virginie" (Pablo y Virginia), obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo. La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.
¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino? (Incluso si la novela no dice más que la nostalgia, la desesperación, lo inacabado, crea, con todo, la forma y la salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperada es una contradicción en los términos). El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca. Madame de La Fayette sacó "La princesse de Clèves" (La princesa de Cléves) de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que Madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en "Les Pléiades" (Las Pléyades) de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, "no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz", obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para regar hasta el infierno.


He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención. La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a sus reacciones externas y a su comportamiento (se trata, naturalmente, de la novela "dura", la de los años treinta y cuarenta, y no de la floración norteamericana del siglo XIX). No elige un sentimiento o una pasión del que dará una imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones -hasta en Faulkner, gran escritor de esta generación, el monólogo interior no reproduce más que la corteza del pensamiento-, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la reproducción pura y simple de la realidad sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, fuese la vida interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros. Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior y no negándola. Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera (Bernardin de Saint-Pierre y el marqués de Sade, con indicios diferentes, son los creadores de la novela de propaganda). La vida de los cuerpos, reducida a sí misma, produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo patológico. Así se explica la cantidad considerable de "inocentes" utilizados en este universo. El inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.


En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria, el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria. Se trata tan sólo de la más difícil y la más exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.
Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se perdieran para siempre. Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico aún que en el origen. El análisis psicológico de "A la recherche du temps perdu" (En busca del tiempo perdido) no es entonces más que un poderoso medio. La grandeza real de Proust es haber escrito "Le temps retrouvee" (El tiempo recobrado), que reúne un mundo dispersado y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto define las obras sin correcciones. Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de dar a la eternidad el rostro del hombre. "El tiempo recobrado", en su ambición al menos, es la eternidad sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es como su rebeldía es creadora.