10 de agosto de 2011

Raúl Brasca. Ensayos sobre microficción (4)

Juan Armando Epple (1946) ha editado numerosas antologías y varios libros de minificciones. Nacido en Chile, actualmente vive en Eugene, Oregon (Estados Unidos), donde es profesor universitario. Gran estudioso del microrrelato hispanoamericano en general y del chileno en particular, a diferencia de Brasca, prefiere la denominación "minificción" para el género brevísimo "porque engloba las otras categorías que se han usado". Epple considera como posible antecedente de la atención creativa hacia el microrrelato al surgimiento de las vanguardias sesentistas que buscaron "romper con las normas de la novela tradicional y sus expectativas de lectura". "El impetu con que se desarrolló esta modalidad discursiva -sugiere el autor de "Brevísima relación del cuento breve de Chile"- respondía en gran medida al acelerado proceso de transformación social y cultural de las sociedades latinoamericanas, con la relación conflictiva o dispar entre crecimiento urbano, internacionalización de la economía, del consumo y de los bienes culturales, crisis del estado nacional y de las concepciones tradicionales de nación, incluyendo las que formulaban las narrativas nacionales". Lauro Zavala (1954), director del Consejo de Redacción de la revista electrónica de teoría de la ficción breve "El Cuento en Red" de México, estima que la minificción "es la clave del futuro de la lectura, pues en cada minitexto se están creando, tal vez, las estrategias de lectura que nos esperan a la vuelta del milenio". Es que el género -arguye Epple- ha ido evolucionando de manera vertiginosa en los últimos años como consecuencia "de nuestra falta de espacio y de tiempo en la vida cotidiana contemporánea, en comparación con otros períodos históricos, y seguramente también este auge tiene alguna relación con la paulatina difusión de las nuevas formas de la escritura, propiciadas por el empleo de las computadoras".
Raúl Brasca, cuya trayectoria ha contribuido en gran medida a la consideración de las diversas formas de pensar el universo de la minificción y a la difusión del mismo, escribió para el nº 211/212 (febrero de 2002) de la revista barcelonesa "Quimera", un ensayo en el que relaciona a los escritores de microficción con la búsqueda de las manifestaciones, propiedades y principios de la esencia del ser y de la realidad, a través de "esa mezcla entre el ensayo, el poema y el cuento, donde cada uno de ellos puede participar del otro; esa búsqueda de valoración de la palabra, que se refleja en el deseo de evitar redundancias o excesos para ir a la esencia de las cosas; esa brevedad, que es concentración más intensidad", tal como la definiera el maestro Augusto Monterroso (1921-2003).

EL MICROCUENTISTA DEMIURGO

Se puede decir que, en general, todo microcuentista que se precie tiene tendencia a caer y recaer jubilosamente en la metafísica o, al menos, a regocijarse con asombrosas respuestas a las grandes preguntas. Esto no significa que deba ser un filósofo aunque, a veces, lo sea. En su "Antología de la literatura fantástica", el trío Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, introduce a Macedonio Fernández, notable microcuentista, con las palabras: "metafísico y humorista argentino". Feliz combinación la de metafísica y humor que ha dado, valga el oxímoron, grandes minificciones. Los microcuentistas metafísicos, para llamarlos de alguna manera, muestran en sus ficciones que, como se ha dicho muchas veces, "la metafísica es sólo un capítulo de la literatura fantástica". Si en la vida corriente adhieren a alguna fe o cosmología, se convierten al agnosticismo durante la escritura. De otro modo no podrían lanzarse a la voluptuosidad de responder los interrogantes fundamentales sobre el Origen y el Fin, la naturaleza de lo real, el sentido de la existencia y el "más allá" con la actitud de quien está seguro de que nada hay de definitivo sobre esos temas. Ellos no pueden dejar de hacerse esas preguntas porque, inevitablemente, son metafísicos; y tampoco pueden responderlas con certeza porque, al menos como postura, descreen de la metafísica. Sobrellevar semejante condena precisa del humor.


Pero si la índole irrenunciable de sus preocupaciones metafísicas determina el tema de sus minificciones, otra cosa es la que los impulsa a darles forma y escribirlas, ya que no es la búsqueda de una certeza a la que han renunciado de antemano. Hablo de producir lo bello, de la balsámica emoción que eso proporciona y también de un ejercicio intelectual donde la invención y el ingenio son particularmente importantes. Así, de la conjunción de un pensamiento casi siempre sistemático, una poderosa imaginación inclinada a lo intangible y un agudo sentido de la belleza de las palabras, surge este particularísimo tipo de literatura que multiplica sin fin las representaciones de lo inconstatable. En sus ejemplos más típicos, ajustados mecanismos narrativos suelen converger con los mecanismos de las representaciones propuestas en un funcionamiento sincrónico sumamente seductor (por supuesto, la minificción metafísica tiene también las propiedades distintivas de la minificción en general. Por ejemplo, las cualidades del lenguaje de quien la escribe aparecen más expuestas que en textos extensos. Si el autor no es bueno, sus dificultades para expresarse con concisión serán muy evidentes, y si es muy bueno, la excelencia de su lenguaje se verá realzada por la necesaria concisión).
En esta literatura campea una burla sutil de las afirmaciones metafísicas que otros han hecho y la implícita descalificación de las propias, en las que la enormidad de las soluciones propuestas protege al autor de la ridícula gravedad de los metafísicos autocomplacidos. Se trata muchas veces de una literatura aparentemente satisfecha de sí misma y que se regodea en su propia estafa. Puede subyacer en ella el desencanto, pero la perplejidad ante el "no saber" es siempre sustituida por el ejercicio de la ironía, necesario testimonio de esa impotencia. De este modo, se cambia certeza filosófica por emoción estética y placer intelectual. En su minificción "Argumentum ornithologicum" ("El hacedor", 1960), Borges "demuestra" la existencia de Dios parodiando las demostraciones de la existencia de Dios, lo que es más que una refutación, porque la descuenta innecesaria: "Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe".
El moderno microcuentista metafísico está sometido a una doble tensión: no puede creer que lo metafísico sea asequible y sin embargo, está magnetizado por la creación de universos ilusorios, piensa siempre en ello, imagina su funcionamiento y perfecciona sus mecanismos; juega a ser Dios del mismo modo que un chico juega a ser Superman, es decir, sabiendo en todo momento que se trata de un juego. Sabe también que ganará o perderá según logre o no alcanzar ese instante magnífico de omnipotencia en el que olvide, precisamente, que sólo se trata de un juego. En "El solipsista" (Angeles y naves espaciales, 1954), Fredric Brown metaforiza esta actitud, su protagonista cede a la omnipotencia de pensar que él es todo pero enseguida, ironía mediante, una voz exterior lo pone en su lugar: "Walter B. Jehovah, por cuyo nombre no pido excusas desde que realmente fue su nombre, ha sido un solipsista toda la vida. Un solipsista, en el caso de que no conozcas la palabra, es alguien que cree que él es la única cosa que existe realmente, que el resto de la gente y el universo en general existe sólo en su imaginación, y que si él dejara de imaginarlos su existencia acabaría. Un día Walter B. Jehovah comenzó a practicar el solipsismo. En una semana su mujer se escapó con otro hombre, perdió su trabajo como agente marítimo y se rompió la pierna en la persecución de un gato negro tratando de evitar que se cruzara en su camino. Decidió, en la cama del hospital, acabar con todo. Mirando a través de su ventana hacia las estrellas, deseó que no existieran, y no estuvieron allí nunca más. Entonces él deseó que no existiera ninguna otra persona, y el hospital comenzó a estar demasiado tranquilo incluso para un hospital. Lo siguiente, el mundo, y se encontró suspendido en un vacío. Se libró de su cuerpo, y dio el paso final para tratar de acabar con su propia existencia. No ocurrió nada. Extraño, pensó. ¿Puede haber un límite para el solipsismo? 'Sí', dijo una voz. '¿Quién eres?', preguntó Walter B. Jehovah. 'Soy el único, aquel que creó el universo que acabas de aniquilar. Y ahora tú has tomado mi lugar'. Hubo un enorme suspiro. 'Puedo, finalmente, acabar con mi existencia, encontrar olvido, y dejarte tomar posesión'. 'Pero, ¿cómo puedo dejar de existir? Eso es lo que estoy intentando hacer'. 'Sí, lo sé', dijo la voz. 'Debes hacerlo del mismo modo que yo lo hice. Crea un universo. Espera a que alguien en él crea realmente lo que tú creíste y trate de dejar de existir. Entonces te puedes retirar y dejarle tomar posesión. Adiós'. Y la voz se fue. Walter B. Jehovah estaba sólo en el vacío, y era lo único que podía hacer. Creó el cielo y la tierra. Tardó siete días".


Casi siempre en estas minificciones lo absoluto muestra fisuras y el sentido de la lectura desdice el sentido literal (v.g. el ejemplo de Borges citado). El microcuentista parece advertir al lector que no se ha tomado muy en serio las ideas o circunstancias que expone. Sin embargo, muchas minificciones metafísicas fueron escritas en serio. En estos casos la ironía relativizadora la pone el lector. Hay una manera de leer característica del siglo XX, que se afianzó en la posmodernidad y se proyecta en el nuevo siglo, reacia a las soluciones totalizadoras, propensa a lo fragmentario, al escepticismo, y a desplazar el sentido más inmediato del texto mediante la ironía, la sutileza y el humor. Quien así lee, puede tener con el autor una relación amigable o no, pero nunca se trata de un lector manso. Si establece complicidad, siempre encontrará algún párrafo al que pueda aportar una nueva vuelta de tuerca, sea mediante el comentario o, simplemente, aislándolo del contexto. Si no es amigable, se detendrá con fruición en el fragmento que haga quedar peor parado al autor y no se privará de aislarlo del contexto ni se ahorrará el comentario para ponerlo en evidencia. De esto se desprende que si la minificción es una forma de escribir, también es una forma de leer. Mucho antes de que cientos de narradores hispanoamericanos se lanzaran a escribir en formato brevísimo, Borges y Bioy Casares compilaron su eminente "Cuentos breves y extraordinarios" (1953) que es un compendio de minificciones "de lector" (salvo unas pocas excepciones), es decir, fragmentos narrativos resignificados por el recorte y el título. Parecido carácter tiene "El libro de la imaginación" (1976) de Edmundo Valadés. Y, supuesto que las distancias sean salvables y que se justifique una hospitalidad textual mayor, la "Antología del cuento breve y oculto" (2001) que compilamos con Luis Chitarroni, integraría también este grupo.
Emanuel Swedenborg escribió "El Cielo y el Infierno" (De Caelo et ejus mirabilibus et de Inferno, 1758) muy en serio. Quien recortó el siguiente fragmento de esa obra (revista "El Cuento" nº 19, 1966) es el verdadero autor de la minificción porque induce una lectura irónica que es poco plausible que Swedenborg tuviera en mente cuando lo escribió: "Es imposible describir las caras de los réprobos, si bien es cierto que las de aquellos que pertenecen a una misma sociedad infernal son bastante parecidas. En general son espantosas y carecen de vida, como las que vemos en los cadáveres, pero algunas son negras y otras refulgen como antorchas; otras abundan en granos, en fístulas, en úlceras; muchos condenados, en vez de cara, tienen una excrecencia peluda, u ósea; de otros, sólo se ven los dientes. También los cuerpos son monstruosos. La fiereza y la crueldad de sus mentes modelan su expresión; pero cuando otros condenados los elogian, los veneran y los adoran, sus caras se componen y dulcifican por obra de la complacencia. Debe entenderse, sin embargo, que tal es la apariencia de los réprobos vistos a la luz del cielo, pero que entre ellos se ven como hombres, pues así lo dispone la misericordia divina para que no se vean tan aborrecibles como los ven los ángeles. No me ha sido otorgado ver la forma universal del Infierno, pero me han dicho que de igual manera que el Cielo tiene, en conjunto, la figura del hombre, así el Infierno tiene la figura del Diablo".
Un repaso de las minificciones sobre Dios muestra que lo son también sobre el universo. La razón estriba, quizá, en que el Dios abstracto, fuera del tiempo y de la materia, no es "narrable". Una de las ideas más prolíficas en minificciones es que el universo es el sueño (o la pesadilla) de Dios y que el fin del mundo acaecerá con su despertar. Otras, menos prolíficas, muestran a Dios y al universo ligados de tan diversas maneras que dan fe del ingenio de sus creadores: Ana María Shua conjetura que un hombre entre todos los hombres es Dios sin saberlo y que hasta sus mínimos procesos fisiológicos tienen correlato en el mundo físico ("El que es Dios sin saberlo"), Monterroso afirma que los caballos sólo pueden imaginar a Dios como jinete ("Caballo imaginando a Dios") y Marco Denevi inventa un mundo de hormigas regido por una Gran Hormiga en el que la ignorancia transforma en dogma la creencia de que el universo es el hormiguero ("La hormiga"). La ironía es evidente en los tres ejemplos. El afán de compatibilizar la ciencia con la fe también ha producido minificciones. Espléndidamente, Philip Henry Gosse concibió un Dios mentiroso que creó el mundo en 4004 a.C. (según había predicho el obispo Ussher) ya provisto de restos fósiles y otras señales que probarían un pasado inexistente. La idea interesó a mentes tan brillantes como las de Bertrand Russell, Borges y Baudrillard, y reaparece en forma de minificción en el nº 143 de la revista mexicana "El Cuento".


La minificción es particularmente apropiada para ficcionalizar esas ideas sobre nuestra situación en el universo que, por recurrentes y compartidas, forman parte del imaginario común de los hombres. Pensar nuestro mundo contenido dentro de otro mundo que nos es inconcebible, o que somos una suerte de cultivo microbiano sembrado y tutelado por seres superiores son dos de ellas que, juntas o separadas, asoman con frecuencia en la narrativa muy breve. "Los dioses jugaban a la pelota" ("Tres libros", 1964), de Julio Torri, desarrolla la primera, agregándole el elemento casual como fina burla de las pretensiones geocéntricas y homocéntricas sostenidas por la vanidad humana: "El sol, rubio y apoplético, y el soberbio y magnífico Júpiter jugaban, por sobre la red de los asteroides, a la pelota, que era pequeñita, verdemar, y zumbaba gloriosamente en los espacios luminosos. ¡Ah, se me olvidaba: la diminuta pelota que llamáis la Tierra había caído de este lado de los asteroides, y el sol iba a recogerla para proseguir! Este instante, no más largo que la sonrisa de una diosa, los mortales lo llamaríais varios millares de trillones de siglos. Así sois de ampulosos, vosotros los seres de un momento. Pues bien... ¿pero a qué continuar si ignoráis las reglas del juego?".
"Cambio de roles" ("Casa de geishas", 1992), de Ana María Shua, cambia el cultivo microbiano por una espontánea y molesta parasitosis que agrede al cuerpo que la hospeda. Con admirable concisión, Shua narra la transición entre mundos contenidos y mundos continentes, y se abre a la posibilidad de la existencia de otros, a modo de cajas chinas: "Al principio nos picaban los tobillos. Nos aliviábamos la picazón de las ronchas con pasta dentífrica, con rodajas de papa o de pepino. Después crecieron. Por una breve temporada fue posible emplearlos como bestias de carga o de tiro. Se dice ahora que nuestras actividades cotidianas, aun las más rutinarias, les causan un insoportable escozor. Como su tamaño excede el de nuestro concepto de cosmos, resulta imposible comprobar la existencia de semejante prurito".
La presunción de que el universo tuvo un comienzo y tendrá un fin generó dos grupos temáticos de minificciones. Las cosmogonías representadas, son protocientíficas, científicas y religiosas. Quizá las mil y una variaciones del Génesis bíblico hayan dado el mayor número de piezas. Con la idea del fin, en este caso del género humano, Thomas Bailey Aldrich imaginó una de las situaciones más impresionantes que se nos puedan ocurrir: la que narra en las dos líneas de "Sola y su alma" ("Works", 1912): "Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta". El "más allá" y las disyuntivas que aparecen al concebirlo es un tema con el que los microcuentistas han sido particularmente filosos. En una pieza tan breve como magistral de Borges, "Diálogo sobre un diálogo", ironía y ambigüedad se disputan el predominio y, como consecuencia, el sentido final de un diálogo sobre la inmortalidad del alma. El uruguayo Felisberto Hernández en "Deliberación de los dioses" presenta la "reencarnación" como una decisión pragmática de los dioses para facilitar su dominio sobre los hombres, y en el muy irónico fragmento de "Cosas para leer en el tranvía" ("Fulano de tal", 1925), resuelve la evidente inconsistencia entre el número original de almas y el desmesurado crecimiento demográfico: "Pienso en una nueva teoría teosófica de la reencarnación. Es necesario explicar la desproporción de los habitantes que nacen en relación con los que mueren. Pienso que los delgados tengan alma delgada y los gordos alma gorda. Si al morir un delgado, el alma le vuelve a nacer en el almita de un niño, un gordo hace reencarnar cuatro, cinco o más almitas a la vez".
Edgar Lee Masters, por su parte, en un bellísimo epitafio que se sitúa en la linde entre la minificción y el poema narrativo, "Sarah Brown" ("Spoon River anthology", 1916), revela la situación matrimonial en el otro mundo de quienes en éste tuvieron más de una pareja: "Maurice, no llores, no estoy aquí debajo de este pino./ ¡El aire perfumado de la primavera susurra entre la suave hierba,/ las estrellas rutilan, el mochuelo llama,/ pero tú te afliges, mientras mi alma yace extasiada/ en el nirvana bienaventurado de la luz eterna!/ Ve hasta ese corazón bondadoso que es mi marido,/ que medita sobre lo que él llama nuestro amor culpable:/ dile que mi amor por ti, y también mi amor por él,/ forjaron mi destino; que a través de la carne/ alcancé el espíritu, y a través del espíritu, la paz./ No existe el matrimonio en el cielo,/ pero existe el amor". Los epitafios son numerosos en la narrativa brevísima, tanto que algunos antólogos les han dedicado una sección en sus libros. A las minificciones sobre el "más allá" hay que agregar las muchas que se han escrito sobre el cielo y el infierno cristianos (como la del ejemplo de Swedenborg), y también de otras creencias.
Pero también el "más acá", en su naturaleza más profunda, es tema metafísico. Las ideas de George Berkeley, que también expresara Novalis: "Hacia dentro va el camino misterioso. En ninguna parte sino dentro de nosotros está la eternidad con sus mundos, el pasado y el porvenir", encuentra su perfecta inversión en la notable minificción de Macedonio Fernández: "Morimos, se dice. No; es que el mundo dura poco".
Esta enumeración temática podría terminar en una antología de minificciones metafísicas, lo que no es su propósito. Sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que la minificción metafísica permite discernir muy bien la diferencia entre el humor literario y el mero divertimento, entre lo lúdico y lo jocoso, entre la sustanciosa brevedad y la cortedad de imaginación. Hay enorme inteligencia contenida en algunas de las piezas propuestas y desbordante invención en todas. Muchas mentes se complacen en la metafísica pero pocas se salvan de la pedantería. El humor y el juego son los instrumentos de la lucidez.