9 de enero de 2011

Alfonso Reyes y las paradojas de Chesterton

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), crítico literario, novelista y poeta inglés, fue un verdadero maestro en la utilización de la ironía, el humor y la paradoja como mecanismos narrativos. Autor de varios centenares de poemas e innumerables artículos y ensayos, se dedicó a la narrativa detectivesca a partir de 1908 cuando publicó "The man who was Thursday. A nightmare" (El hombre que fue Jueves. Pesadilla), un género que seguiría cultivando más adelante con su serie de relatos protagonizados por el padre Brown, un sacerdote-detective que lo haría inmensamente popular. En "El hombre que fue Jueves"finalmente una de sus novelas más famosas, Chesterton combinó con ingenio elementos del género policial con disertaciones metafísicas sobre el orden y el caos o el bien y el mal, y críticas a la filosofía de Arthur Schopenhauer (1788-1860) o de Friedrich Nietzsche (1844-1900), mientras la emprendía contra la ideología anarquista que había germinado a fines del siglo XIX y estaba en boga en Inglaterra en los tiempos en que el egregio apologista cristiano -devenido en católico quince años después- la escribía. Las peripecias de sus dos protagonistas principales, Gabriel Syme y Lucian Gregory, narradas con un lenguaje excesiva y deliberadamente abarrotado de adjetivos, dieron forma a lo que el propio autor denominó "comedia alegórica", un nuevo tipo de novela, "una historia en la que se tipifican pensamientos modernos, pero no con argumentos sino con incidentes simbólicos". Escrita en una época en la que atravesaba un periodo de inconformidad hacia la tradición anglicana, en "El hombre que fue Jueves" Chesterton pretendió "describir el mundo de la duda salvaje y la desesperación -que los pesimistas generalmente describían en ese tiempo- con apenas un destello de esperanza en un significado doble de la duda, que incluso los pesimistas sentían de manera incierta", tal como él mismo detalló en 1936, poco antes de su muerte. 
Alfonso Reyes (1889-1959), ensayista, crítico, poeta y narrador mexicano, fue un puntual lector de Chesterton. De él tradujo al castellano varias de sus obras y escribió diversos ensayos, el primero de ellos en 1912. El más recordado es el que escribió en 1919 y que sirvió de prólogo a la primera edicion española con traducción del propio autor de "Cuestiones estéticas" y "Simpatías y diferencias". Este, por entonces exiliado de su país natal, sobrevivía en Madrid a base de artículos y traducciones. Así, con rigor y libertad, tradujo "Orthodoxy"
(Ortodoxia) en 1917, "A short history of England" (Pequeña historia de Inglaterra) en 1920, "The innocence of Father Brown" (El candor del Padre Brown) en 1921 y, finalmente, "El hombre que fue Jueves" en 1922. El texto de Alfonso Reyes sobre la historia del poeta y agente de Scotland Yard que descubre una gran conspiración contra la civilización liderada por un grupo anarquista cuyos miembros usan como nombres clave los días de la semana, dice así:


Gilbert Keith Chesterton es un dibujante cómico de singularísimas dotes: ha ilustrado libros de Monkhouse, de Clerihew, de Hilaire Belloc. Es un orador que aborda lo mismo el problema de las pequeñas nacionalidades que el de la posibilidad del milagro y la poca fe que en él tienen los sacerdotes de hoy en día. Es un político que ha adoptado el implacable procedimiento de vivir en una Edad Media convencional, para poder censurar todo lo que pasa en su siglo. Es un gastrónomo famoso, según creo haber leído en alguna parte y me parece confirmarlo el ritmo sanguíneo, entre congestionado y zumbón, de su pensamiento; anti-vegetariano y partidario de la buena cerveza; anti-sufragista y enemigo de que nadie se le meta en casa -ni el inspector de la luz eléctrica-, y humano sin ser "humanitarista". Es un escritor capaz de hacerse tolerar y aun desear por un periódico cuyas ideas ataca invariablemente en sus artículos (tal le aconteció durante algún tiempo en "The Daily News"). Para muchos londinenses, las notas que publicaba Chesterton en "The Ilustrated London News" eran tan indispensables como el día de campo semanal; y sus polémicas en "The New Witness" son una alegría para el contrincante, cuando éste es un hombre de talento. Como autor teatral de una sola obra, Chesterton ha tenido un éxito inolvidable. En su juventud hizo crítica de arte, y sobre los pintores Watts y Blake ha publicado dos libros tan indispensables como inútiles. Es poeta, verdadero poeta, de un modo valiente y personal. Lamento no poder traducir aquí sus baladas sobre el agua y el vino, tema muy español y muy medieval, por lo mismo que es de todo tiempo y todo país. La canción de Noé tiene este seductor estribillo: "No me importa adonde vaya el agua, siempre que no vaya hacia el vino".
Su balada contra los vendedores de comestibles es de radiante actualidad. Ha escrito innumerables prólogos y pequeños ensayos, cuya colección completa no ha podido reunir aún el Museo Británico. Diserta con agrado sobre todo autor en quien encuentra una confirmación de sus propias ideas, y aun sobre enemigos de talla gladiatoria como Bernard Shaw, que lo obliguen a combatir con respeto. Ante los demás enemigos -dice Julius West- Chesterton adopta al instante una actitud insecticida. Es además, filósofo y apologista cristiano. Es novelista. En sus novelas, las figuras de mujer son poco importantes. Sus personajes tienen, de preferencia, los cabellos rojos, azafranados. Es exuberante. Quiere a toda costa hacer milagros. Es, en todo, un escritor popular. Siempre combativo, de una combatividad alegre y tremenda, tiene un buen humor y una gracia de hombre gordo, una risa madura de hombre de cuarenta y cinco años. Su cara redonda, sus cabellos enmarañados de "rorro", inspiran una simpatía instantánea. A veces, entre el chisporroteo de sus frases, lo estamos viendo gesticular.


Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la época. Pero -advierte sutilmente Sheila Kaye Smith- hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías "heréticas" (como él dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicamente. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimiento habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un constraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la policía, sino, en cierto modo, al lado del motín. Si, por ejemplo, hay que demostrar la conveniencia de publicar la segunda edición de un libro -véase el segundo prólogo de "The defendant" (El demandado)-, no alegará la utilidad de la obra, sino el absoluto olvido en que ha caído la primera edición. Cuando escribe sobre Bernard Shaw, comienza con estas palabras reveladoras: "La mayoría acostumbra decir que está de acuerdo con Bernard Shaw, o que no lo entiende. Yo soy el único que lo entiende, y no estoy de acuerdo con él". La "Pequeña historia de Inglaterra" comienza diciendo, más o menos: "Yo no sé nada de historia. Pero sé que hasta hoy no se ha escrito la historia, desde el punto de vista del nombre de la calle, del pueblo, del lector. Y ése será mi punto de vista". Y concede, en el desarrollo de la vida inglesa, mucha más importancia a los gremios populares de la Edad Media que a las modernas organizaciones del poder colonial y del capitalismo británico. Y la sociedad lectora de nuestro tiempo, en virtud de una ética y una estética que no voy a analizar aquí, aplaude este método de sorpresas. Además, hay que darse cuenta de que las sorpresas de Chesterton son las sorpresas del buen sentido y que Chesterton entra en juego cuando estaba haciendo mucha, muchísima falta, algo de buen sentido en las letras de su país. En efecto: la literatura inglesa comenzaba a cansarse del grupo de excéntricos que, en los últimos años del siglo XIX, había sucedido a los grandes "victorianos". Chesterton se asoma al mundo con una impresión de aburrimiento. Los paradojistas ya no sobresaltan a nadie. Chesterton se vuelve hacia las virtudes infantiles, hacia los atractivos evidentes y democráticos de la vida. He aquí sus palabras: "Los años que van de 1885 a 1898 fueron como las primeras horas de la tarde en una casa rica, llena de salones espaciosos; quiero decir, el momento anterior al té. Entonces no se creía en nada, salvo en las buenas maneras. Y la esencia de las buenas maneras consiste en disimular el bostezo. Y el bostezo puede definirse como un aullido silencioso". Aquella gente imposible se quejaba de que la primavera fuera verde y las rosas rojas. Chesterton los llamó blasfemos, reivindicó para sí el derecho de regocijarse ante las maravillas del mundo (un derecho que sólo se debe ejercer cuando no se es bobo, un derecho peligrosísimo), y se entregó desde entonces, francamente, a las alegrías sencillas de la calle y del aire libre (con malicia, naturalmente. Para encontrar divertido el mundo no basta proponérselo).


En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula, bajo el brillo de la paradoja, toda una filosofía sistemática. Sistemática, monótona: cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a través de todos sus libros. No es en el fondo un paradojista. No niega ningún valor aceptado por la gran tradición popular; no rechaza (al contrario) el honrado lugar común; no intenta realmente desconcertar al hombre sencillo. Gusta más bien de volver sobre las opiniones vulgares y las leyendas para hacer ver lo que tienen de razonable. No es un paradojista. Bajo el aire de la paradoja, hace que los estragados lectores del siglo XX acepten, a lo mejor, un precepto del Código o una enseñanza del Catecismo. El contraste, el sistema de sorpresas, que es, como dije, su procedimiento mental, es también su procedimiento verbal. Posee una lengua ingeniosa, pintoresca, llena de retruécanos a su manera: sube, baja, salta, riza el rizo encaramado peligrosamente en una palabra, y a la postre resulta que ha estado defendiendo alguna noción eterna y humilde: la Fe, la Esperanza, la Caridad. En la boca de "Syme", personaje de esta novela, pone una sentencia que explica muy bien su situación. La paradoja, dice Syme, tiene la ventaja de hacernos recordar alguna verdad olvidada. Y, en otra ocasión, Chesterton se ha definido a sí mismo como un apóstol de las verdades a medias. Es decir, como un apóstol de la exageración. Y en verdad, Chesterton, más que un paradojista, es un exagerado. Hace once años, Arnold Bennett, en "New Age", se enfrentó con Chesterton asumiendo una solemnidad algo asnal, y le dio unas dos o tres dentelladas. En resumen, ¿de qué lo acusaba? De exageración: este pecadillo gracioso que, si no entra al Cielo, tampoco ha merecido el Infierno; este pecado menor que bien puede ser la atmósfera del Limbo. Pero la exageración es también un método crítico, un método del conocimiento. Sainte Beuve recuerda que el fisiólogo, para mejor estudiar el curso de una vena, la inyecta, la hincha. No temblemos: la exageración es el análisis, la exageración es el microscopio, es la balanza de precisión, sensible a lo inefable. ¿Cuál es el sistema de Chesterton? El que haya leído su espléndido libro "Ortodoxia" conoce la evolución de la filosofía religiosa de Chesterton. A través de todas las herejías modernas, y creyendo descubrir una novedad, se encuentra un buen día convertido al catolicismo apostólico y romano, como el que, creyendo descubrir una isla del Mar del Sur, toca un día la nativa playa, de la que se imaginaba tan lejos. Y se da entonces el caso extraordinario de un expositor de la doctrina católica que, en vez de valerse de los argumentos adustos, se vale de los argumentos alegres, como si su vino religioso se resintiera de los odres paganos. El juglar medieval adoraba, a su manera, a la Virgen, haciendo lo mejor que sabía: sus juegos de saltimbanqui. Así, en Chesterton -este nuevo Padre de la Iglesia- la paradoja humorística sustituye a la parábola cristiana. Habla de las verdades más antiguas de la Iglesia, pero con el mismo tono de voz del que describe los ritos misteriosos de la isla recién descubierta en el Mar del Sur. Así en Chesterton -este salteador de la propia bodega- aprendemos a gustar otra vez el vino de nuestros abuelos. El confiesa alegremente haber descubierto el Mediterráneo. Y lo mejor del caso: nos convence de que el Mediterráneo estaba otra vez por descubrir. Es como uno de sus personajes, que tenía aventuras amorosas... con su mujer legítima. Entiende la vida.


El paganismo, según Chesterton, propone a todo conflicto una solución de falso equilibrio: el justo medio de Aristóteles. El paganismo es conciliación o, mejor dicho, transacción. Cierra los ojos a las debilidades humanas para evitar, al menos, que estallen en males irremediables; para ver si se componen solas con ese optimismo rutinario de la naturaleza. Pero el cristianismo es guerra declarada y franca, y dondequiera aparece como una espada que parte en dos. El cristianismo, diríamos, es la filosofía de la izquierda. El cristianismo resuelve los conflictos, haciendo luchar directamente las dos fuerzas extremas y antagónicas, para que se salve lo que ha de salvarse; haciendo chocar el bien y el mal; haciendo arder -lado a lado y sin transición- el fuego blanco del Cielo y la llama roja del Infierno. Hay, pues, que combatir. El paganismo ponía el ideal humano en una pretérita Edad de Oro; el cristianismo, en una futura salvación. Para el cristianismo, el mal está en el pasado, está en el pecado original, y el bien, en el porvenir. Abandonarse es declinar hacia atrás. Estamos corriendo diariamente un grave peligro: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar de su esencia. Tal es, a grandes rasgos, el sistema católico y revolucionario de Chesterton, graciosamente matizado con una necesidad imperiosa del milagro, con una sed fisiológica de cosas sobrenaturales. Pero, periodista al fin, procura traer siempre sus discusiones a la temperatura de la calle; y en vez de dar a las ideas filosóficas el nombre con que las designa la Escuela, les da el nombre más familiar. No habla de tal tesis kantiana, sino de tal tesis defendida el otro día por el editorialista del "Times". ¿Es esto un defecto?
En todo caso, cuando todos los valores dogmáticos de la obra de Chesterton hayan sido discutidos —su ortodoxia, que acaba por admitir todas las heterodoxias cristianas en su seno; su antisocialismo especial, su democracia caprichosa, su política díscola, sus teorías históricas y críticas- Chesterton, el literato, quedará ileso. Sus libros seguirán siendo bellos libros, su vigorosa elocuencia seguirá cautivando. Sus relámpagos bíblicos, su alegría vital, su naturaleza abundante hacen de este periodista, por momentos, un inspirado (un reparo a su estilo: Chesterton padece de abundancia calificativa, se llena de adjetivos y adverbios. Y como no desiste de convertir la vida cotidiana en una explosión continua de milagros, todo, para él, resulta "imposible", "gigantesco", "absurdo", "salvaje", "extravagante". Pone en aprietos al traductor. Esto no quiere decir que Chesterton use las palabras al azar. Al contrario: capítulos enteros de su obra son discusiones sobre el verdadero sentido de tal o cual palabra: por ejemplo, sobre la diferencia entre "indefinible" y "vago", entre "místico" y "misterioso". Y construye toda una historia de las desdichas humanas sobre la ininteligencia de tal otra palabra; por ejemplo: "contemplación").


En "El hombre que fue Jueves" encontramos, como en síntesis, todas las características de Chesterton: la facilidad periodística para trasladar a la calle una discusión de filosofía; la preocupación de la idea católica, simbolizada en una lámpara eclesiástica que el Dr. Renard descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimiento de sorpresa y contraste empleado con regularidad y monotonía en todos los momentos críticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. También encontramos aquí al crítico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinación o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crepúsculos encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrados por los cabellos radiantes de Rosamunda, bajo aquel cielo de azafrán, en el barrio de las casas rojas, en el jardín iluminado por farolitos de colores. El polemista tampoco podía faltar: la novela misma es una polémica. Syme, héroe caballeresco, casi puede considerarse -con una paradoja que sería muy del gusto de Chesterton- como un matador de dragones, como una transformación moderna de la leyenda de San Jorge. Y, en fin, para que nada falte, también encontramos aquí una caricatura de la persona del autor. ¿A quién pertenecen, sino a Chesterton, esa cara enorme, esa complexión extraordinaria de Domingo? ¿Por qué le da Chesterton cualidades sobrenaturales a su Domingo? Porque en él incorpora su fiebre anhelosa de milagros. Cuando pinta a Domingo a lomos del gigantesco elefante, se siente que le tiene envidia: o mejor, que él -Chesterton- goza al describir aquella escena como si hiciera recuerdos personales. ¿Recuerdos? Sin duda: recuerdos de lo que nunca ha pasado, pero que está, simplemente, en la prolongación de la propia conducta. Si Chesterton se atreviera -no me cabe duda- andaría paseando por Londres, por Albany Street, por Piccadilly, a lomos del elefante del Jardín Zoológico. Chesterton trata la persona física de Domingo con un amor de autorretrato. La acaricia, la plasma, hasta que la deja redonda, redonda y elástica, redonda y ligera, como un balón, como un globo. Domingo, al igual de Chesterton, está lleno de la alegría de rodar y de rebotar. Ya se ha advertido este amor (este "amor propio") de Chesterton por los gigantones que figuran en dos o tres de sus mejores novelas.
"El hombre que fue Jueves" es una novela policíaca, pero una novela policiaco-metafísica, verdadera sublimación del género. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del "Padre Brown". El perseguidor y el perseguido cobran una significación inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos -simbólicos siempre- este sentimiento humorístico que legitima la introducción de elementos inverosímiles en el relato, y que permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental, sin perder el ritmo del buen humor. El maestro de Renán concebía el mundo como un coloquio entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de cuyas palabras va brotando el universo, evocado de las tinieblas. Otros entienden el mundo como un organismo divisible en partes y funciones: como un tratado divisible en capítulos. Otros lo entendemos como una melodía infinita, impulso lírico desarrollado en el tiempo. Chesterton lo concibe como una novela policíaca, como una caza llena de peripecias, entre dos nociones elementales; con la posibilidad -claro es- de una inexplicable, de una temerosa conciliación, que está más allá de la inteligencia de los hombres y acaso rebasa la de los ángeles. En esta novela policíaca del universo, no hay delincuente, no hay delito. Dos fuerzas inocentes, casi amándose, se combaten. A veces creemos que se transforman la una en la otra, y hay como un tornasol dinámico en que los átomos de la razón giran, incendiados. De aquí una honda inquietud poética; de aquí esa íntima necesidad de gritar o cantar que sorprendemos en el corazón de todas las cosas.
Pero no se ahuyente el poco aficionado a las discusiones abstractas. Los héroes de la novela son también hombres de carne y hueso, y sólo al final se diluyen en una alegoría inmensa, tan inmensa que es ya invisible. Y si la novela es, por una parte, un ensayo caprichoso sobre el doble equilibrio (o desequilibrio en dos pies) del universo, sobre las dos tendencias esenciales de la conducta, casi sobre dos estados de ánimo o sobre dos palabras únicas -si, no- también es, por otra parte, una divertidísima historia de aventuras, enredo, intriga; de tanto carácter plástico que no entiendo cómo los editores cinematográficos de Inglaterra no han sacado de aquí una preciosa cinta en jornadas. Y por este aspecto, la novela recuerda a los clásicos del escalofrío: a Poe, a Stevenson; y prolonga un género típico de la lengua inglesa: la aventura enigmática; la aventura donde el sentimiento ha de vibrar, pero donde la razón ha de dar de sí continuos recursos; donde el hombre combate con el cuchillo, como los marineros de "La isla del Tesoro", llenos de pavores bíblicos y de maldiciones; pero donde el hombre ha de combatir, también, con el silogismo y la sorites, como en el tratado de Lógica de John Stuart Mill. Y por eso, por ser esta una obra amena, debo resistir la tentación de hablar eternamente de Chesterton y debo poner fin a este prólogo. No sea que, entre mis análisis, tenga que soltar aquí y allá algunos secretos del enigma que pongan sobre aviso al lector y me pase así -sin desearlo- lo que a esos hombres mal educados que andan a toda hora diciendo verdades inoportunas y ahuyentando todas las sorpresas gustosas de la vida.