11 de diciembre de 2010

Entremeses literarios (CXXI)

LOS ENEMIGOS
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

Primero, el niño capturó a la araña. La encerró en una pequeña caja. Después, capturó a la mosca. La encerró en otra pequeña caja. Días después, las miró. La araña le pareció capaz de atacar; la mosca, capaz de defenderse. Puso a los dos adversarios en un tarro de vidrio y esperó. No ocurrió nada el primer día. El niño resolvió aguardar unos días más. Separó a la araña de la mosca, las dejó crecer. En tres días, los insectos fueron creciendo. La araña se volvió más y más capaz de matar; la mosca, de no dejarse matar sin dar pelea. Una noche, por fin, el niño decidió actuar. Metió por segunda vez en el tarro a la mosca y la araña. Nada ocurrió. Los días pasaban. El niño se vio obligado a cambiar el tarro por una diminuta pecera. Y allí introdujo a los dos personajes de ese drama que, tarde o temprano, estallaría. El niño pasó la noche entera esperando que se iniciara el drama, con los ojos contra el vidrio de la pecera. La araña había anidado en un rincón. La mosca estaba en otro rincón, algo más alto. Cosa extraña, no se miraban. Se diría que contemplaban más allá del vidrio; sonriente, el niño se preguntó qué observaban, qué aguardaban. Se formuló estas preguntas durante horas. Luego, extenuado, agotada su paciencia, con los ojos cansados de curiosear, cayó dormido. En ese instante, la araña se movió y avanzó hacia la mosca. La mosca también se movió y avanzó hacia la araña. Los dos insectos se colgaron del vidrio de la pecera, destrozaron la tapa de su prisión y, en seis minutos, devoraron al niño.


FINAL DE CUENTO
Nelson Torres Muñoz
Chile (1957)

A ver, si pongo a Alberto en la encrucijada de entrar violentamente, ahí, donde su mujer hace el amor con su vecino, obligatoriamente precipito la acción hacia un final sangriento. ¿Qué otra cosa puede hacer nuestro personaje, sino empuñar el revólver (pensé en un cuchillo, pero ello implica más incidentes, más relato y yo debo terminar esto casi al tiro) y disparar a quemarropa. Aquí me encuentro con tres opciones: 1) dispara al amante; 2) dispara a su esposa; 3) dispara a los dos. Si dispara al amante, vendría una escena de insultos y recriminaciones mutuas. El final podría darse con una reconciliación, esconden el cadáver y aquí no ha pasado nada. Pero siempre quedaría un nudo por resolver: el crimen y la justicia. Si dispara a su esposa, evidentemente, no van a quedar felicitándose los rivales: el amante huye y el esposo se entrega a la justicia. Así, el protagonista se redime, el lector se apiada y pasa de victimario a víctima. Esto me gusta un poco. Si dispara a los dos, tengo la posibilidad de que los culpables sean castigados, pero, definitivamente, nuestro personaje queda cargado de impurezas y crímenes imperdonables. No agradaría este perfil al lector. Bueno, en fin, ¿en qué iba? Ah, sí... cerrar el cuento... aunque eso ya carece importancia, mal que mal ya son pasadas las tres de la mañana, me gana la modorra, se me cierran los párpados, así que mejor saco el papel de la máquina, doblo la hoja sin final y me acuesto a dormir sin el más mínimo remordimiento de conciencia.


TANGO
Mario Goloboff
Argentina (1939)

Aquel hombre bebió para olvidar a la mujer que amaba, y la mujer amó para olvidar al hombre que bebía.


Y ASI CONTINUA LA HISTORIA
Peter Brook
Inglaterra (1925)

Dios, al ver cómo se aburrían todos desesperadamente en el séptimo día de la creación, exprimió otra vez su extraordinaria imaginación para dar con algo más que agregar a la totalidad que acababa de concebir. De repente, su inspiración avanzó aún más allá de sus ilimitados alcances y le hizo ver otro aspecto de la realidad: su posibilidad de imitarse a sí misma. Y entonces Dios inventó el teatro. Llamó a sus ángeles e hizo el anuncio en los siguientes términos, que todavía pueden leerse en un antiguo escrito sánscrito: "El teatro será el lugar donde los hombres aprenderán a entender los sagrados misterios del universo. Y al mismo tiempo -agregó con tono engañosamente casual- servirá de alivio a los ebrios y a los solitarios". Los ángeles se entusiasmaron enormemente y apenas podían esperar a que hubiera gente suficiente en la Tierra para poner en práctica esta nueva idea. Finalmente, los hombres respondieron con igual entusiasmo y rápidamente se formaron innumerables grupos que trataban de imitar la realidad de muy diversas maneras. Pero los resultados eran francamente desalentadores. Lo que en un principio había parecido tan asombroso, tan generoso y tan abarcador, en manos de ellos se convertía en polvo. En particular los actores, los autores, los directores, los diseñadores y los músicos no podían ponerse de acuerdo sobre qué era lo más importante, y entonces pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo y peleando, mientras su trabajo los satisfacía cada vez menos. Cierto día comprendieron que así no llegarían a nada y entonces solicitaron a un ángel que acudiera a pedir ayuda a Dios. Dios reflexionó durante largo rato. Después tomó un pedazo de papel, garrapateó algo en él, lo puso en una caja y la entregó al ángel, diciéndole: "Aquí está todo. Mi primera y última palabra". El regreso del ángel a los círculos teatrales fue un acontecimiento extraordinario, y todos aquellos que se dedicaban a la profesión se apiñaron a su alrededor para saber el contenido de la caja. El ángel extrajo el papel y lo desenrolló. El papel contenía una sola palabra. Algunos leían por sobre el hombro del ángel mientras éste anunciaba a los demás: "La palabra es interés". "¿Interés?". "¡Interés!". "¿Eso es todo?"... Hubo un cierto murmullo de desilusión. "¿Por quién nos toma?". "Es infantil". "¡Como si no supiéramos!"... El encuentro se deshizo abruptamente en medio del disgusto generalizado; el ángel partió en una nube y la palabra, aunque no volvió a ser mencionada, se convirtió en una de las varias razones del desprestigio que Dios sufrió ante sus criaturas. Sin embargo, algunos miles de años más tarde, un joven estudiante de sánscrito halló una referencia a este episodio en un viejo texto y, dado que trabajaba a tiempo parcial en un teatro como encargado de la limpieza, llevó a los miembros de la compañía su descubrimiento. Y esta vez no hubo burlas, ni escarnio. Sólo un silencio profundo y grave. Y después alguien habló. "Interés. Interesar. Debo interesar. Debo interesar al otro. No puedo interesar a otro si no logro interesarme yo. Necesitamos un interés común". Y también surgió otra voz: "Para compartir un interés común es menester que intercambiemos elementos de un modo que resulte interesante... Para ambos... Para todos nosotros... Con un ritmo correcto". "¿Ritmo?". "Sí; como cuando se hace el amor. Si uno de los dos va demasiado rápido y el otro demasiado lento se pierde todo interés...". Entonces se inició una discusión, con toda seriedad y respeto mutuo, sobre qué es interesante. O mejor, tal como uno de ellos precisó, sobre qué es verdaderamente interesante. Y aquí no pudieron ponerse de acuerdo. Para algunos, el mensaje divino era muy claro: la palabra interés se refería no solamente a aquellos aspectos de la existencia que estuvieran directamente relacionados con las cuestiones esenciales del ser y del bien, de Dios y las leyes divinas. Para ellos, interés era el interés, común a todos los hombres, de entender más propiamente qué es lo justo y lo injusto para la humanidad. Para otros, el hecho de que la palabra interés fuera tan común y de uso cotidiano era indicio claro de que la divinidad quería señalarles que no perdieran el tiempo con solemnidades ni profundidades y que de una vez por todas se dedicaran a su misión de entretener. En este punto, el estudiante de sánscrito leyó el texto completo que refería por qué Dios había creado el teatro. "Tiene que ser todas esas cosas al mismo tiempo", les dijo. "Y de una manera que resulte interesante", agregó otro. Después de lo cual, el silencio volvió a ser profundo. Acto seguido, comenzaron a discutir el otro lado de la moneda, la atracción de lo "no interesante" y las extrañas motivaciones, sociales y psicológicas, que hacen que tanta gente en el teatro aplauda con tanta frecuencia y tan entusiastamente algo que en realidad no les interesa en absoluto. "Si simplemente fuéramos capaces de entender realmente esa palabra...", dijo alguien. "Con esa palabra -agregó otro, casi susurrando- qué lejos podríamos llegar...".


LA MUJER DEL COMECLAVOS
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

La mujer del comeclavos no se lamenta del oficio de su marido, al fin y al cabo de algo tienen que vivir, sino de su insistencia en penetrar cada noche sus heridas. Durante el amor, los clavos tragados asoman por toda la piel del hombre y se acomodan en los orificios antiguos y recientes del cuerpo de la mujer, que debe recibirlos entre gemidos y entregárselos temprano, con un beso, cuando el hombre sale al trabajo.


TRABAJO NOCTURNO
Juan Manuel Inchauspe
Argentina (1940-1991)

Temprano esta mañana encontré en el patio de casa el cuerpo de una enorme rata inmóvil. Moscas de alas tornasoladas zumbaban alrededor del cadáver y se apretaban en los orificios de unas heridas que habían sido sin duda mortales. Con bastante asco la alcé con la pala y la enterré en un rincón alejado del jardín. Al volverme, desde el matorral de hortensias florecidas emergió mi gata dócil, desperezándose. Su brillante pelaje estaba todavía erizado por la electricidad de la noche. Me miró y después comenzó a seguirme maullando suavemente, pidiéndome -como todas las mañanas- su tazón de leche fresca y pura.


EL RELOJ
Pío Baroja
España (1872-1956)

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte. Y en lo más siniestro de esa región de sombras hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas. Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo. Desde la ventana se veía la luna, que iluminaba con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía, las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza. "¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca". Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora. ¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba. "Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón". Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá, en el negro cielo, se estremecían y palpitaban los astros en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta. Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento, permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.


FUNEBRE
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.


APLASTAMIENTO DE LAS GOTAS
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.


VENTURA
Guillermo Bustamante Zamudio
Colombia (1958)

Un día fue a ver a la mujer para la que las cartas, dispuestas con cierto rigor y sometidas al azar de su desvelamiento, eran como un libro abierto.
- ¿Cuánto viviré?
- Tienes una larga vida -informó la pitonisa.
- ¿Cuánto? -insistió.
- Hasta los noventa.
"¡Me quedan sesenta años de vida!", pensó. Pero sus ganas de creer eran tan fuertes como su deseo de demostración. Entonces subió al edificio más alto, para retar esa sabiduría en la que la mitad de su convicción se afincaba, y se lanzó del último piso. Tardó sesenta años en caer.