21 de mayo de 2010

Michel Onfray: "La duda no es filosófica, es metodológica, y prepara el terreno a la solución filosófica"

Nacido en Argentan, Francia, Michel Onfray (1959) se doctoró en Filosofía y decidió permanecer alejado de los círculos académicos y literarios de París, dedicándose a la enseñanza en un liceo técnico de Normandía. Confeso lector de Friedrich Nietzsche (1844-1900) y de algunos de sus más célebres seguidores como Georges Bataille (1897-1962) y Michel Foucault (1926-1984), ha publicado una treintena de libros entre los que se puede mencionar "La philosophie féroce" (La filosofía feroz), "Antimanuel de philosophie"
(Antimanual de filosofía), "Le ventre des philosophes. Critique de la raison diététique" (El vientre de los filósofos. Crítica de la razón dietética), "La sculpture de soi. La morale esthétique" (La construcción de uno mismo. La moral estética) y "Politique du rebelle. Traité de résistance et d'insoumission" (Política del rebelde. Tratado de la resistencia y la insumisión). Según un estudio realizado en 1998, el 93% de los científicos más eminentes de Estados Unidos no creen en Dios, un resultado muy similar al obtenido, según otra investigación, entre los científicos de Gran Bretaña. Asimismo, la mayoría de los Premios Nobel de ciencias son ateos, al igual que la mayoría de la élite intelectual del mundo. Uno de estos intelectuales es Onfray, para quien las religiones son únicamente instrumentos de dominación y de alienación. En su libro "Traité d'athéologie" (Tratado de ateología) afirma que la creencia religiosa se nutre de la ignorancia y la alienta; que lo que impulsa a la adhesión religiosa es la pulsión de muerte y que una de sus consecuencias más lamentables es la evasión de este mundo -con la falta de compromiso para trabajar en favor de mejorarlo que ella implica-; que, como patología privada, la creencia en lo trascendente es lamentable y que, como proyecto político, la religión resulta nefasta. Tanto en su obra ensayística como en las cátedras que dicta en la Universidad Popular de Caen, que creó y dirige desde 2003, el filósosfo francés sostiene que las religiones detestan la libertad -todas las libertades- y reivindica la herencia intelectual del ya citado Nietzche, Sigmund Freud (1856-1939) y Karl Marx (1818-1883), que tienen "la cualidad de invitar al hombre a una superación permanente". La siguiente entrevista la realizó Luisa Corradini a través de correo electrónico y fue publicada por la revista "ADN Cultura" en su edición del 6 de octubre de 2007.


¿Cuál es la pregunta que usted se hace con más frecuencia: qué, cómo o por qué?

Rara vez me hago preguntas filosóficas existenciales, pues creo haber hallado las respuestas que me permiten vivir una vida que me conviene, en relación íntima con mis principios. No tengo angustias existenciales, no le temo a la muerte, vivo tratando de que el presente y los instantes que lo constituyen sean lo más denso posible. Las cuestiones filosóficas que me planteo son específicas y están relacionadas con los libros que preparo. Y las preguntas más triviales que me hago son cómo escapar a los parásitos, a los devoradores de mi tiempo, para poder trabajar tranquilamente.

En uno de sus libros usted inventó el concepto de "hápax existencial". Es decir, ese momento fundamental en el que, en un segundo, la vida cambia para siempre. ¿Cuál fue ese hápax para usted?

Hubo un hápax extremadamente violento que fue mi infarto, cuando tenía veintiocho años. Una experiencia que conté en el prefacio de "L'art de jouir" (El arte del placer). Pero creo que hubo otro, casi tan violento como el primero y probablemente más constructor, más determinante, que relato en "La puissance d'exister" (La fuerza de existir): haber sido abandonado por mi madre en un orfanato a los diez años. Creo, en todo caso, que ambos acontecimientos tienen una relación íntima, compleja y particular.

Justamente, ese libro comienza diciendo: "Morí a los diez años, una hermosa tarde de otoño, en una luz que provocaba deseos de eternidad". ¿Murió para siempre? ¿Qué sucedió después? ¿Algo consiguió salvarlo?

Esa frase evoca el momento en que fui abandonado en el orfanato. ¿Qué pasó después? Digamos, siete años de sufrimientos. Y después, el descubrimiento de la filosofía que, efectivamente, me salvó al proponerme cómo dar un sentido a mi existencia que, de lo contrario, no tenía ninguno o, por lo menos, lo había perdido.

Usted afirma que no fue el orfanato lo que lo convenció de que Dios no existe porque a los diez años ya lo sabía. Sin embargo, suele decir también que los adultos que creen en Dios se equivocan. ¿Qué tenía usted a los diez años que un adulto -incluso analfabeto- no tenga a los cuarenta? ¿No es un poco pretencioso de su parte?

No veo por qué debería ser pretencioso o qué es lo que yo tendría de más. Yo no hablo en esos términos. Son los suyos y es su propio juicio de valor. Para ser claro: creí en Dios mientras creía en Papá Noel. A partir de cierta edad, todo eso me pareció irracional, sin sentido. Eso no quiere decir que fuera un superhombre o un genio precoz. Probablemente sólo se trate de temperamento, de carácter inadaptado a las fábulas.

Usted escribe: "los monoteísmos detestan la inteligencia". Pero entonces, ¿qué hacer con todos los genios de Occidente que practicaron alguna de las tres religiones del libro?

Yo hablo de "monoteísmos" y no de "monoteístas". El monoteísmo es una ideología que, en sus principios, detesta que la gente piense o reflexione y prefiere que obedezca y que se someta a la Ley, a la palabra de Dios y a sus Mandamientos. Que hay monoteístas inteligentes, no esperé su pregunta para saberlo. Y tampoco he dudado de la inteligencia de ciertos monoteístas cuando son inteligentes.

Dejemos a un lado la Iglesia como institución e incluso la Biblia. ¿Cómo sabe usted que, en verdad, Dios no existe? Podría perfectamente existir. ¿Cómo saberlo? ¿No cree que aceptar la duda sería una actitud más filosófica?

La duda no es filosófica, es metodológica, y prepara el terreno a la solución filosófica. En otras palabras, se duda un momento en un movimiento que debe concluir en una certeza. Descartes solo utilizó la duda de esa forma. Conformarse con la duda es detenerse a mitad de camino. Además, la duda es una deshonestidad intelectual. Aquellos que reivindican la duda no tienen problemas en reivindicar la certeza de esa duda. La coherencia del escéptico debería llevarlo hasta a dejar de hablar. Un filósofo tiene la obligación de hacer llegar su pensamiento a algún lado. En todo caso, aquellos que afirman algo (por ejemplo, la existencia de Dios) son quienes deben demostrarlo. De lo contrario, bastaría con afirmar cualquier cosa (que los unicornios existen, por ejemplo), pedir a su interlocutor que pruebe que lo que uno dice es una necedad y, frente a su incapacidad para demostrarlo, concluir que lo que se está diciendo es verdad. De esa forma se podría afirmar que las mesas giran solas, que los platos voladores existen, que los horóscopos dicen la verdad.

Usted critica a "los hombres que se embriagan de ilusiones". ¿Está mal? ¿Y si eso les permite ser menos infelices? Usted escribe: "El camino de la verdad filosófica es largo y difícil". Pero hay muchísima gente que nunca tendrá la posibilidad de hacer ese camino. ¿Por qué negarles su propia forma de consuelo a aquellos que creen en algo superior?

Prefiero una verdad que duele a una mentira que calma. Pero cada uno puede preferir el opio de la ilusión a la realidad. Yo le reprocho a la ilusión enemistarnos con la única certeza que tenemos: la vida es aquí, aquí y ahora. Las religiones nos invitan a vivir en la expiación, con el pretexto de que vivir como si uno estuviera muerto aquí nos abrirá la vida eterna una vez muertos. Yo consagro gran parte de mi tiempo -sobre todo cuando creo universidades populares abiertas a todos- a ofrecer una alternativa filosófica a la propuesta religiosa. Creo que es necesario popularizar la filosofía para reconciliar al hombre consigo mismo, con su cuerpo, su vida, los otros y el mundo, sin que tenga que pasar por todas esas ficciones religiosas.

Cuando un creyente piensa en el universo imagina una suerte de más allá, donde pone a todos sus seres queridos, sus divinidades y sus ilusiones. Esa dimensión debe de ser imposible de borrar una vez adquirida. ¿Qué hay en la imaginación de un ateo total?

Un mundo exactamente igual de vasto. ¡Qué extraña idea tiene usted del ateo! ¿Lo cree incapaz de imaginación, de vida espiritual? ¡Es curioso que piense en el ateo como una especie de idiota de cerebro limitado, con escasas posibilidades estéticas, emocionales, afectivas y espirituales!

En todo caso, tengo la impresión de que la desaparición de lo sagrado no es inminente. ¿Cree usted en una humanidad sin religión?

Siempre habrá religiones, porque las religiones viven de la angustia y del miedo de los hombres, y porque estamos lejos de haber terminado con los temores existenciales. El ateo está condenado a militar por una causa perdida. Pero poco importa que esté perdida si es una causa justa. Lo irracional, lo irrazonable, la ilusión, las ficciones disponen de un futuro grandioso, pues el mundo liberal que se prepara en nuestro planeta odia la cultura, que hace retroceder a los mitos, entre ellos, la religión.

Usted escribe: "La autoridad me resulta insoportable; la dependencia, invivible. Las órdenes, invitaciones, pedidos, propuestas, consejos me paralizan". ¿Cómo hace para organizar su relación con los demás, sobre todo con sus allegados?

Desde los diecisiete años (cuando dejé mi familia para vivir sin ayuda alguna) construí mi vida a fin de tener que obedecer -¡y mandar!- lo menos posible. No me pida detalles porque tendríamos que consagrar la entrevista a esta cuestión. Digamos que es necesario evitar el matrimonio y los hijos, los honores, la riqueza y las situaciones de poder. Soy soltero, sin hijos, me importan un bledo las condecoraciones, los puestos honoríficos en instituciones universitarias. Vivo muy bien con o sin dinero, porque el dinero nunca fue una obsesión en mi vida, no soy representante de esto ni de aquello. Trato de no deberle nada a nadie. Vivo de mi pluma, y mis lectores, comprando mis libros, hacen posible esta situación social magnífica, casi una vida de rey.

Usted se declara a favor de un hedonismo del ser y no del tener. ¿Me puede explicar?

Es muy difícil en dos palabras. Digamos que todas las cosas que tienen que ver con la posesión (dinero, situación social, riquezas, propiedades, bienes habituales de la sociedad de consumo) no son un fin en sí mismas. Por el contrario, lo que depende del ser (libertad, amistad, amor, afección, dulzura, serenidad, paz consigo mismo, los otros y el mundo) constituye el ideal de sabiduría hacia el que hay que tender. Disfrutar de una cosa no presenta demasiado interés; disfrutar de un momento de sabiduría es uno de los grandes instantes de la vida.

¿Y cuál es la diferencia entre ese hedonismo y el estoicismo?

La oposición entre ambas escuelas suele ser una cuestión de universitarios. Hay que leer las "Epistulae morales ad Lucilium" (Cartas a Lucilio) de Séneca, el estoico. Allí hay cantidad de argumentos epicúreos. En mi libro "Contre-histoire de la philosophie" (Contra-historia de la filosofía) explico cómo esta oposición entre dos sensibilidades filosóficas fueron instrumentalizadas por Cicerón con fines políticos: era necesario desacreditar a los candidatos epicúreos al Senado, y Cicerón, el estoico, los estigmatizó como voluptuosos e incapaces de ocuparse de la cosa pública. Después, el cristianismo se apoderó de esos argumentos que perduran hasta hoy.

Usted es un filósofo decididamente orientado hacia la modernidad. ¿Qué lugar reserva en su reflexión al psicoanálisis y a las neurociencias? ¿No cree que estas últimas están terminando con Freud?

Tengo el proyecto de escribir un libro sobre el psicoanálisis que evitará dar poderes absolutos tanto a Freud como a las neurociencias. Rehabilitaré el psicoanálisis como un chamanismo posmoderno, precisando que el cuerpo no es una cuestión de inconsciente psíquico, sino de inconsciente neurovegetativo.

¿Está usted satisfecho de su vida? Quizás sea ridículo preguntarle a un filósofo si es feliz, pero...

¡Pero yo soy absolutamente feliz! De lo contrario dejaría de escribir lo que escribo, de enseñar lo que enseño y de dar las conferencias que doy por el mundo. A menos que fuese un estafador. Y yo sé que en filosofía también existen los estafadores.