25 de marzo de 2010

La Argentina segregacionista (2). La visión de Pedro Orgambide

Argentina, 1967. Pedro Orgambide (1929-2003), escritor, dramaturgo y ensayista argentino autor de una abundante y premiada obra literaria que comprende, entre muchas otras, las novelas "El encuentro", "Las hermanas", "Memorias de un hombre de bien", "El páramo" y "Los inquisidores"; los volúmenes de cuentos "Historias cotidianas", "Historias con tangos y corridos" y "La mulata y el guerrero"; y las biografías de Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada y Leandro N. Alem, escribió un ilustrativo artículo en la revista "Extra" nº 21 de abril de 1967 titulado "El racismo en Argentina". El texto decía así:

CRONICA DEL PREJUICIO. Tanto en los enfrentamientos políticos como en nuestra vida diaria de relación, suelen aparecer viejos prejuicios que tienen larga historia en el repertorio humano. Esto nos alivia de desmesuradas culpas. Por eso, tal vez, parezca exagerado hablar de prejuicios de los argentinos, una pretensión totalizadora que puede, por momentos, ser injusta. Sin embargo, bien vale la pena el riesgo si logramos, como propone Bertrand Russell, hacer de nuestra inarticulada certidumbre una articulada incertidumbre que nos acerque a la verdad. A más de diez años de la caída de Perón, a más de cien años de Caseros, los malentendidos continúan y se mantienen, más o menos rígidas, las posturas peronistas y antiperonistas, federales y unitarias, provincianas y porteñas. Al mismo tiempo, arraigados prejuicios frente al gringo, descubren, de tanto en tanto, síntomas de racismo y antisemitismo que, en este contexto, tienen características propias. Tal vez en la pequeña historia, en la crónica de costumbres -a las que fueron tan aficionados los escritores del siglo XIX- encontremos algunas pistas de nuestro actual desencuentro.

PROHIBIDO CASARSE CON ESPAÑOLES. ¡Gallego! ¡Sarraceno! ¡Maturrango! En cada calificativo, el rebelde de 1810, el hijo del país, el criollo, volcaba un odio contenido, latente durante varios siglos de sometimiento. Emergía así, como en cada momento de crisis de la historia, como en toda mutación política, con su fuerte carga irracional, generadora de prejuicios. Gallego, sarraceno y maturrango era todo español dedicado al comercio, actividad que más tarde el hijo del país debía heredar, por derecho propio, por justicia revolucionaria. Indio, salvaje, plebeyo, eran las réplicas de los españoles fieles a la monarquía. El intercambio de injurias, ocultaba, sin duda, los verdaderos móviles del enfrentamiento, trataba de resolver mágicamente el conflicto de fondo. El hijo del país debía asumirse como autoridad, debía abolir, definitivamente, la política paternalista de España. Alentado por otras potencias colonialistas, sobre todo por Inglaterra -que veía en el Río de la Plata la posibilidad de un importante emporio-, el criollo, el rebelde de 1810, ejecutaba (no sin tensiones, dudas y dramáticas alternativas), su parricidio político. El hijo del gallego, sarraceno y maturrango cortaba su cordón umbilical y, como sus antepasados, quemaba las naves. Esta era su tierra, su vida, su límite. Para él, la historia comenzaba ahora. Y el 11 de abril de 1817 el Gobierno prohibía el matrimonio de españoles con hijas del país. Es evidente que este decreto poco importaba a las criollas que parían en los ranchos, a la india de la toldería o a la negra y mulata de la servidumbre. Para ellas no tenía sentido la sutileza de la letra escrita, los negocios -de dinero o amor- de los señores. Estaban fuera del juego. Sus hombres luchaban ahora como soldados de la Independencia o habían muerto en las Invasiones Inglesas, eran carne de fortín y malón. El decreto se refería a otras hijas del país, a las señoras y señoritas que en nada se diferenciaban de sus abuelas españolas. Fue en esas hijas del país, obedientes a la autoridad de la Iglesia, educadas en la tradición española, donde, paradójicamente, prendió el prejuicio antiespañol. En las memorias de María Rosa Oliver, encontramos uno de sus rastros. Cuenta la escritora que, al enterarse de que su abuela estaba emparentada con Remedios de Escalada, la mujer del General José de San Martín, le preguntó a la abuela si ella había conocido al prócer. "El tío Pepe era un ordinario", le contestó. "¿Cómo?". "Sí, un ordinario... un grosero". "¿Porqué?", "Hablaba como gallego... Se casó con una Escalada para hacerse conocer...".


EXTRANJERO, PERO MUY CIVILIZADO. Otro memorioso, José A. Wilde, nos informa sobre pintorescos prejuicios de los hijos del país. Corre el año 1828. Un paisano comenta con Wilde (que entonces tiene doce años) las habilidades de un gringo que anda a caballo a lo criollo con pasadores y argollas de plata, que usa espuelas y toma mate como un gaucho: "Niño... ¿conoce a don Ricardo?... ¡Cómo no lo ha de conocer!... ¡Qué mozo tan güeno, mejorando lo presente!... ¡Qué caballero!... El es extranjero, es verdad, ¡pero muy civilizado!". "Por lo que se ve -agrega Wilde- la civilización para él consistía en lo que dejamos enumerado; usar espuela grande y sentarse bien a caballo". Una pauta cultural como cualquier otra, de todos modos. Como tomar mate. De esas costumbres, hábitos, pequeños detalles de la vida cotidiana, el hijo del país haría un culto, crearía su mitología, sus diferencias con el gringo. El grupo comunitario debía integrarse y, al menos por un tiempo, cerrarse en lo suyo, defenderse. Las amenazas reales -luchas en el exterior, guerras civiles- se unían a las amenazas imaginarias de toda comunidad incipiente. En ella se generaron toda clase de malentendidos, de prejuicios que aún sobreviven con distintas máscaras. El extranjero era lo distinto, lo hostil. A un hijo de gringo se lo menoscaba diciéndole: "Tu madre toma café". O, como lo testifican las coplas, cantando a su paso: "Toma mate, che/ toma mate y avívate,/ que en el Río de la Plata/ no se toma chocolate". Tal vez como una reacción a las clases altas, sometidas material y espiritualmente a Europa, el pueblo expresó, con gracia y picardía, los aspectos ridículos de otras comunidades en las que proyectaba su resentimiento. Creo que el despectivo Don Guillermo para referirse a todo inglés, tiene una connotación más amplia que la mera burla a un súbdito del Imperio Británico, que se refiere, en todo caso, a personas que por su rango y dinero pueden ostentar el don que los separa de la mayoría. Franchute, para el hombre del pueblo, no era cualquier francés sino un señor, un doctor, un cajetilla. Pero aún así -admitiendo su necesidad revulsiva y rencorosa- burla, epíteto, apodo, injuria, sirven como alimento básico para nuevos prejuicios. Ellos son manejados, con indudable astucia, por los que detentan el poder. El paternalismo hispánico, su espíritu feudal, se transforma entonces en el gobierno patriarcal y gaucho de don Juan Manuel de Rosas.

ROSAS Y EL ESPIA INGLES. William Mac Cann, hombre de negocios inglés (más tarde acusado de espía) ha dejado un vivido retrato de Rosas, en el que elogia su capacidad política, su manera franca y campechana de tratar asuntos tan delicados como el bloqueo francés o la penetración inglesa en el Río de la Plata. El comerciante (o el espía) británico cuenta cómo Rosas manejaba hábilmente los prejuicios, odios y temores de su pueblo. El había creado el lema que llevaban todos los ciudadanos: "¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios!", adoptado contra el parecer de los hombres de alta posición social. Para él era necesario conmover al pueblo en todos sus estratos, crear, como más tarde hizo Perón, slogans de impacto directo y popular. Gaucho entre los gauchos, amo y protector de los negros, Rosas surge como un padre a la vez cruel y justo, alabado y escarnecido con igual pasión durante los últimos cien años. "En la casa del general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medievales -cuenta Mac Cann-. La comida se servía diariamente para todos los que quisiesen participar de ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran bienvenidos. La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones (uno de ellos norteamericano) divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas". En este contexto feudal, que otros han narrado de manera parecida -entre ellos, el talentoso sobrino del Restaurador, Eduardo Mansilla- era natural que se desconfiara del gringo, del posible invasor, el aliado de los proscriptos de Montevideo. Más aún: gringo era no sólo aquel que había nacido en otra tierra, sino el hijo del país en el exilio, el intelectual, el político, el poeta disconforme que se transformaba, a los ojos de un buen federal, en un traidor, en un apátrida, en un perro y salvaje unitario. En la otra orilla, como reacción, federal sólo era el mazorquero, el gaucho malo, el alzado chusmaje. Entretanto, hacia 1845, llega a la Argentina la primera inmigración gallega, que provee de sirvientes a la ciudad y peones al campo. Se producen algunos casos de fiebre tifoidea que la gente atribuye a las barcadas de los inmigrantes. La "fiebre de los gallegos" trae un nuevo brote prejuicioso: ahora el chivo emisario de los odios y temores de la comunidad es el recién llegado. Para curarlo, Rosas lo destina al servicio de las armas; si tiene buena letra -¡eso sí!- le da un puesto de escribiente.


LA INVASION DE LOS GRINGOS. Los vascos tienen mejor suerte; hechan fama de sanos y honrados. No obstante, uno de los primeros en llegar, un vasco francés, asesina brutalmente a un comerciante llamado Achinelli por cuestiones de dinero. En 1845 los anglo-argentinos sirven en la Guardia Nacional, un verdadero paso adelante, ya que hasta entonces se consideraban súbditos de la corona británica. A la caída de Rosas, y siguiendo el lema alberdiano de gobernar es poblar, llegan los italianos, la inmigración más fuerte, la que se ha enraizado profundamente con las virtudes y vicios de los hijos del país, agregándoles generosamente los suyos. De 1874 al 80, llegan a la Argentina 268.504 inmigrantes. Colonos, peones, comerciantes, aventureros y hambrientos de toda, índole. Entretanto el general Roca avanza hacia el desierto, la civilización se extiende sobre un tendal de harapos, de cadáveres indios y milicos. Sola, la voz de Martín Fierro, canta, altiva, el destino del hombre perseguido. Un gallego pecoso y retacón -según las malas lenguas-, un cuchillero llamado Juan Moreyra entra en la fama del folletín, del circo, de la historia. El gaucho cimarrón se asoma a la orilla de la ciudad, entra al suburbio, canta su rencor en la milonga del prostíbulo. El trabajo no es para él, es cosa de grévanos, de tanos. Y él, que ahora es el guapo y más tarde el malevo, anda todavía buscando el padre que lo ampare. Lo encuentra en el oligarca que antes lo mandó al fortín y que ahora lo toma de sirviente en la parroquia. Entre los grévanos, los tanos, los ganapanes, vienen los primeros agitadores obreros, socialistas y anarquistas que concilian su pensamiento mesiánico, evangélico, con el más depurado terrorismo de la época. Llegan los tipógrafos alemanes que conocieron a Marx, algún francés que estuvo en la Comuna de París, judíos polacos y rusos del pogrom, libaneses, sirios y turcos, buhoneros, tocadores de organito, sederos de las calles del sur. Y cuando la crisis económica que estallaría en el 90, necesita de chivos emisarios, no falta el argentino que en nombre del sentimiento nacional acuse a los gringos. Es mejor apalear a un turco o a un ruso que cuestionar las finanzas de los próceres. Hay que buscar la roña afuera. El antisemitismo de Martel, que ni siquiera es militante, empequeñece su percepción de La Bolsa. El anti-inmigracionismo de tradicionales y buenos criollos, impide una justa apreciación de la política nacional. La incipiente pequeña burguesía carece de ideólogos. Aristóbulo del Valle, el "turco" Alem, pueden ser excepciones. Entre la crisis del 90 y los festejos del Centenario, se entibian las aguas de la revuelta. El privilegio está intacto; el gringo en el boliche y el guapo en el comité.


EL PREJUICIO ANTISEMITA. Entre los discursos patrióticos del Centenario, los cantos a los ganados y las mieses, Alberto Gerchunoff sueña la égloga de los gauchos judíos. Aquí están, como en la nueva Tierra Prometida, los hijos de Israel, los sobrevivientes de la inquisición y de la diáspora. Son los colonos de Entre Ríos, buenos jinetes, gauchos que leen el Antiguo Testamento y guardan los sábados. Menos poética transcurre la vida de otros inmigrantes de Polonia y de Rusia, en los conventillos de la ciudad, en los ghettos abiertos -que comparten con sirios e italianos- en el Once, Villa Crespo y La Paternal. Sobrios ucranianos, movedizos y fantasiosos galitzianos, judíos marroquíes y turcos, se asoman a la vida de la ciudad, a los zaguanes donde cuelgan sus telas. Ejercen el pequeño comercio -condena de la diáspora- y también los humildes oficios; hay carpinteros, marroquineros, caldereros, chapistas, changadores, carniceros y tejedores. Y no falta el intelectual que funda una revista y que le pide una colaboración a Juan B. Justo. El líder socialista manifiesta su aversión a las colectividades cerradas y propone una sociedad donde el hombre se reconozca en otro hombre más allá de sus remotos orígenes, sean éstos quechuas, celtas o hebreos. Tal es, por otra parte, el pensamiento de Marx sobre la cuestión judía. Sin embargo, Trotsky ha demostrado que el prejuicio antisemita sobrevive en las sociedades socialistas, porque es, en última instancia, un remanente de siglos. En todo caso, en la Argentina burguesa y liberal de aquel entonces, el llamado de Juan B. Justo estaba destinado al fracaso. Por otra parte, los jóvenes nacionalistas se ofuscaban ante el malestar político del país y buscaban en los extranjeros las causas de sus males. Es cierto que entre los obreros que exigían mejores salarios y condiciones más humanas de trabajo se encontraban no pocos extranjeros, los que chocaban, durante las huelgas o las celebraciones del 1° de Mayo, con la policía brava, con los cosacos que bañaron en sangre la plaza Lorea. También es cierto que los obreros -argentinos o gringos- respondieron con violencia a la violencia. Lo que es difícil explicar es por qué esa violencia se canalizó en forma de pogrom, por qué la Semana Trágica derivó de lucha clasista en persecución racial. Para comprenderlo tenemos que recurrir a otros ejemplos de la historia donde el judío sirve de pretexto para descargar diferentes tensiones de tipo político, económico y religioso. En este aspecto, la Argentina no fue una excepción. El prejuicio antisemita se mantuvo vivo durante varias décadas y se transformó en bandera de algunas agrupaciones extremistas que, al lema de "Mate a un judío, ¡haga patria!", nuclearon a no pocos muchachos de nuestras familias patricias. Eran los años de la Segunda Guerra Mundial. Nuevos odios, nuevos prejuicios, nos deparaban otra encrucijada.


EL ALUVION ZOOLOGICO. El 17 de octubre de 1945 irrumpen, en las calles de Buenos Aires, legiones de trabajadores, de mujeres, de chicos, que vivan el nombre de Perón. El suburbio altanero, el frigorífico, la fábrica, están presentes en esa marcha sobre Buenos Aires; también está presente el campo, la peonada indócil, que salta, metafóricamente, el alambrado de las buenas costumbres y refresca sus pies en las fuentes de la Plaza de Mayo. Un ardoroso exhibicionismo preside la fiesta y el descamisado transforma en símbolo su irreverencia, su corte de manga al patrón, que hace extensivo a los proletarios de cuello blanco, socialistas y comunistas de la Unión Democrática. Una forma civil de montonera en busca del caudillo recorre las calles y despierta, como es natural, el rechazo o el violento repudio de los adversarios. Un político los califica de aluvión zoológico. El aluvión humano recibe, desde su nacimiento, el calificativo ominoso que -más allá de la significación política- entra en el campo generalizado del prejuicio. El fenómeno no es nuevo. Los criollos calificaron de "chanchos" a los españoles y éstos de "asnos" a los hijos del país. Una buena parte de la caricatura política xenófoba adjudica nariz de loro y oreja de burro a los judíos y será lobo el inglés y zorros los franceses. Desplazar el objeto de nuestra aversión a una característica no humana, siempre nos tranquiliza. ¿Pero qué hacer cuando lo que desplazamos con la fantasía permanece en la realidad? ¿Qué hacer, en este caso concreto, con millones de nuestros semejantes que, sin pedir permiso, entran en nuestro barrio, en nuestro Café, en nuestro cine? Al triunfo peronista siguió una inmigración dentro del país, un traslado masivo del campo a la ciudad. El recién llegado, el intruso, no sólo sufrió el rechazo, el menosprecio de la clase media, liberal y democrática, sino también el de sus hermanos de clase, el de sus compañeros de taller o de fábrica. Su pañuelo ostentoso, su lapicera en el bolsillo superior del saco, fueron motivo de burla, como un siglo y medio atrás las levitas, galeras y bastones de los esclavos negros orgullosos de su libertad. "Monos vestidos", se les dijo a aquéllos, "cabecitas negras", se los llamó a éstos, a los nuevos e inoportunos conquistadores de la ciudad.

EL CABECITA. El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones. Reconocer en él, en el provinciano, al hijo del país, a una de nuestras partes, significa lisa y llanamente aceptar el viejo conflicto entre capital y provincia, entre unitarios y federales, entre ejército regular y montonera, entre gobierno patriarcal y gran puerto fenicio. Es algo que está más allá de las racionalizaciones del pequeño burgués, liberal y democrático, presionado por su realidad económica, por su desmesurado sueño de grandeza, por su deseo de ingresar, económica y espiritualmente, a la clase alta. Obsesionado por su status, por su apellido gringo, por su falta de tradición, se siente, en su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él, por fin, tienen algo en común. Sin embargo, esto no deja de ser una ilusión. Ser diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas humillaciones cotidianas. En esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. "Ahora tendrán que trabajar", dice en 1955, a la caída de Perón. "Los negros volverán a la cocina" hubiera dicho cien años antes, después de Caseros.


MODA Y PREJUICIO. Pero mandar al intruso a la cocina o a la cárcel, no da tranquilidad a nuestras capas medias; ellas sufren, como el resto del país, los embates de la inflación, de la inestabilidad política y económica, que les impide, como suelen decir, vivir con decoro. No obstante, como ya es tradición (bastan leer las crónicas de Alberdi o los cuadros costumbristas del 80) el argentino medio puede aparentar un desahogado vivir y aspirar, como premio, al señorío de las clases altas. Si algo le preocupa verdaderamente es ser confundido con los de abajo, delatarse -en un ademán, en un gesto, una palabra, en un vestido- como mersa. Los humoristas, sociólogos empíricos, ya han señalado esta situación. Cabe agregar que el vulgar temor a la vulgaridad lo lleva a copiar servilmente gustos, usos y costumbres, que la publicidad y las formas masivas de comunicación se encargan de imponerle. El estilo sofisticado de las revistas, el culto por las relaciones públicas y privadas a nivel de ejecutivos, las modas, lugares de diversión o jergas para iniciados, están indicando que nuestro depurado mersa se ha transformado en un obediente imitador. No es raro que, a sus prejuicios sociales, agregue algunos preconceptos sobre la importancia de pertenecer a un país de raza blanca u otras ambigüedades que alimentan su orgullo.