16 de diciembre de 2009

Conversaciones (XXIX). Pierre Bourdieu - Günter Grass. Sobre el neoliberalismo

Pierre Bourdieu (1930-2002) fue uno de los sociólogos europeos más prestigiosos del siglo XX. Nacido en la región de los Pirineos Atlánticos en el sudeste francés, dedicó su juventud a la filosofía, pero la experiencia de la Guerra de Argelia, donde durante un tiempo fue profesor, hizo de él un científico social. Su primer libro fue "Sociologie d'Algérie" (Sociología de Argelia), publicado en 1958, el momento más crítico de la guerra y año del derrumbe de la IV República. A partir de la segunda mitad de la década de 1960 realizó una serie de estudios sobre la sociedad francesa y sobre las múltiples formas y mecanismos de la desigualdad en las sociedades capitalistas modernas. Así se sucediron "Le métier de sociologue" (El oficio de sociólogo), "Esquisse d'une théorie de la pratique" (Esbozo de una teoría de la práctica) y "Questions de sociologie" (Cuestiones de sociología) además de otros trabajos dedicados a la enseñanza, la educación, la fotografía y la literatura. Desde los inicios de la década del '90 su escritura fue adquiriendo un tono cada vez más radical, algo que se vio plasmado en el libro "La misére du monde" (La miseria del mundo), una contundente denuncia de las consecuencias humanas del orden económico neoliberal, y en el posterior "Contre-feux. Propos pour servir a la résistance contre l'invasion néo-libérale" (Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal). En sus últimos años desencadenó una oleada de ataques demoledores contra la corrupción en los medios de comunicación franceses en "Sur la télévision" (Sobre la televisión) y contra el conformismo de la intelectualidad francesa en "Raisons pratiques. Sur la théorie de l'action" (Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción). Una idea de su intransigencia política aparece claramente en el diálogo mantenido en 1999 con el escritor alemán Günter Grass (1927), autor entre otras obras de "Die blechtrommel" (El tambor de hojalata), "Katz und maus" (El gato y el ratón), "Aus dem tagebuch einer schnecke" (Diario de un caracol), "Der butt" (El rodaballo), "Mein jahrhundert" (Mi siglo) y "Beim häuten der zwiebel" (Pelando la cebolla). Fragmentos de aquella apasionada charla fueron publicados simultáneamente por el diario francés "Le Monde" y por el semanario alemán "Die Zeiten" en sus ediciones del 3 de diciembre de 1999. La versión completa fue difundida a fines de ese año en el canal Arte de Francia y más tarde apareció en el número de Marzo/Abril de 2002 de la revista "New Left Review".



G.G.: En Alemania no es habitual que un sociólogo y un escritor se sienten en la misma mesa. Aquí los filósofos se sientan en una esquina, los sociólogos en la otra y los escritores por su parte se pelean al fondo de la sala. Este tipo de intercambio que estamos teniendo hoy aquí raramente se produce. Sin embargo, cuando pienso en tu libro "La miseria del mundo", o en mi último libro, "Mi siglo", observo que nuestro trabajo tiene una cosa en común: contar las historias desde abajo. No hablamos sobre los líderes del pueblo o desde el lado del ganador; ambos nos destacamos dentro de nuestra profesión por estar del lado de los perdedores, de los que están en los márgenes o excluidos de la sociedad. En "La miseria del mundo" tanto tú como tus colaboradores consiguen apartar vuestra propia individualidad y centrar la atención en la idea de una comprensión más que en la de un conocimiento superior; el libro proporciona una visión de las condiciones sociales en Francia que verdaderamente podría aplicarse a otros países. Como escritor, me tienta la idea de utilizar vuestras historias como materia prima; por ejemplo, la descripción de "Jonquil Street", donde es habitual que obreros de la metalurgia de tercera generación estén ahora sin empleo y expulsados de la sociedad. O por tomar otro caso, la historia de la joven que deja el campo para irse a París a clasificar cartas en el turno de noche. Todas las chicas con las que trabaja entraron allí con la promesa de que, tras un par de años, podrían ver realizado su sueño de volver a sus pueblos a repartir el correo. Pero nunca llegará a ocurrir algo así: terminarán de clasificadoras. En estas descripciones del lugar de trabajo, aparecen nítidamente cuestiones sociales pero sin recurrir a consignas. Esto me encanta. Ojalá hubiera un libro como éste que tratara las relaciones sociales en nuestro país. De hecho, cada país debería tener uno. O quizá una biblioteca entera, que reúna detallados estudios de las consecuencias del fracaso político; en estos momentos la política se encuentra completamente desplazada por la economía. Pero hay una cuestión que me inquieta y que quizá tenga que ver con la disciplina de la sociología en general: en estos libros no hay humor. La comedia del fracaso, que desempeña un papel tan importante en mis relatos, ha desaparecido; los absurdos surgen de ciertas confrontaciones. ¿Por qué pasa esto?

P.B.: Recoger estas experiencias directamente de quienes las han vivido puede ser algo en sí mismo abrumador; mantenerse distante sería impensable. Por ejemplo, nos vimos obligados a omitir varios testimonios del libro porque eran demasiado hirientes, demasiado cargados de lo patético o de dolor.

G.G.: Cuando digo humor quiero decir que la tragedia y la comedia no se excluyen mutuamente; las fronteras que las separan son fluidas.

P.B.: Lo que queríamos era mostrar a los lectores esta absurdidad en bruto, sin barnizar. Una de las pautas que nos pusimos consistía en evitar ser literarios. Puede que encuentres esto chocante, pero es tentador escribir bien cuando se encaran dramas de esta magnitud. Se trataba de intentar ser lo más crudamente directo que fuera posible y así poder devolver a estas historias su violencia extraordinaria, casi insoportable, por dos tipos de razones: científicas y, creo, literarias, puesto que queríamos ser "aliterarios" para poder llegar a ser literarios por otros medios. Además, también había razones políticas: creíamos que la violencia labrada por las políticas neoliberales aplicadas en Europa y en América Latina, como en muchos otros países, es tan enorme que uno no puede aprehenderla con análisis puramente conceptuales. Las críticas a la política neoliberal no pueden equipararse a sus efectos.

G.G.: Esto queda reflejado en tu libro; el entrevistador a menudo se queda mudo ante las respuestas que recibe, tanto que se repite a sí mismo o pierde el hilo de sus ideas, porque lo que se está contando está expresado con la fuerza del sufrimiento personal. Está muy bien que el entrevistador no intervenga entonces para hacer valer su autoridad o su fuerza dando su opinión. Pero tal vez debería explicar un poco más mi pregunta anterior. Tanto tú como yo -tú como sociólogo y yo mismo como escritor- somos hijos de la Ilustración, una tradición que hoy se cuestiona, al menos en Alemania y Francia, aduciendo el fracaso del proceso de la Ilustración europea, como si hubiera habido un corte en seco, como si ahora pudiéramos continuar sin ella. Yo no estoy de acuerdo. Yo veo grietas y desarrollos incompletos, por ejemplo, la razón se queda reducida a lo que es pura y técnicamente factible. Muchos modelos de creatividad presentes en su comienzo -estoy pensando concretamente en Montaigne- se han perdido con el paso de los siglos, el humor entre ellos. El "Candide" (Cándido) de Voltaire o "Jacques le fataliste" (Jacques el fatalista) de Diderot, por ejemplo, son libros en los que las circunstancias de la época también son aterradoras, pero aún así la capacidad humana de ofrecer una figura cómica, y en este sentido victoriosa, persiste incluso a través del dolor y del fracaso. Creo que entre los síntomas del descarrilamiento de la Ilustración está el que se haya olvidado cómo reír, reír en lugar de sufrir. La risa triunfante del derrotado se ha perdido en el proceso.

P.B.: Pero hay una conexión entre este sentido de haber perdido las tradiciones de la Ilustración y el triunfo global de la visión neoliberal. Veo el neoliberalismo como una revolución conservadora, tal y como el término fue utilizado en Alemania en el periodo de entreguerras; una curiosa revolución que restaura el pasado pero que se presenta a sí misma como progresista, transformando la misma regresión en una forma de progreso. Lo hace tan bien que consigue que los mismos que se oponen a ella parezcan retrógrados. Esto es algo que los dos hemos sufrido: enseguida se nos trata como pasados de moda, como los que "han sido", "retros"...

G.G.: Dinosaurios...

P.B.: Exactamente. Esta es la gran fuerza de las revoluciones conservadoras, de las restauraciones "progresistas". Incluso parte de lo que has dicho hoy está influenciado por esta idea: se dice que nos falta sentido del humor. ¡Pero no vivimos tiempos graciosos! Realmente no hay nada de lo que reírse.

G.G.: No estaba diciendo que vivamos tiempos felices. La risa infernal que la literatura puede provocar es otra forma de protestar contra las condiciones en las que vivimos. Hablas de una revolución conservadora; lo que hoy se vende como neoliberalismo simplemente es una vuelta a los métodos del liberalismo de Manchester del siglo XIX, es la creencia de que la historia se puede rebobinar. En las décadas de 1950 y de 1960, e incluso en la de 1970, por toda Europa se hizo un intento, relativamente exitoso, por civilizar al capitalismo. Si se admite que tanto el capitalismo como el socialismo son artefactos, hijos rebeldes de la Ilustración, entonces pueden contemplarse como dos fuerzas que han estado imponiéndose límites mutuamente. Hasta el capitalismo estaba obligado a aceptar y hacerse cargo de ciertas responsabilidades. En Alemania a esto se le llama economía social y de mercado, e incluso entre los demócrata-cristianos se comprendió que nunca debería permitirse que se repitieran las condiciones que se dieron durante la República de Weimar. Este consenso se vino abajo a principios de la década de 1980. Y desde el colapso de las jerarquías comunistas, el capitalismo -ahora neoliberalismo- se ha visto completamente libre, fuera de control. Ya no hay un equilibrio en la balanza. Hoy, incluso los pocos capitalistas responsables que quedan, dan la voz de alarma pues ven que pierden el control de los mandos y cómo el neoliberalismo repite los mismos errores del comunismo; se ponen en circulación objetos de fe que niegan cualquier otra alternativa al mercado libre y que proclaman su infalibilidad. Los católicos están actuando de la misma manera con algunos de sus dogmas, exactamente como habían hecho antes los burócratas de los comités centrales.

P.B.: Sí, pero el poder del neoliberalismo descansa en el hecho de haber sido implementado, al menos en Europa, por aquellos que se llaman a sí mismos socialistas. Schroeder, Blair, Jospin, todos apelan al socialismo para impulsar políticas neoliberales. Esto hace extremadamente difícil el análisis crítico porque una vez más se han invertido los términos del debate.

G.G.: Lo que se está produciendo es una capitulación ante la economía.

P.B.: Al mismo tiempo se hace cada vez más difícil adoptar una postura crítica respecto a la izquierda de los gobiernos socialdemócratas. En Francia, las huelgas de 1995 movilizaron amplios sectores de la población obrera, de los empleados y también de los intelectuales. Desde entonces ha habido toda una serie de movimientos: los desocupados organizaron una marcha a escala europea, los "sans papiers" (indocumentados), etcétera. Se ha dado una especie de conflictividad permanente que ha obligado a los socialdemócratas en el poder a adoptar al menos la pretensión de un discurso socialista. Pero en la práctica este movimiento crítico aún es muy débil y en gran parte se debe a que todavía se ciñe a un escenario nacional. Una de las mayores cuestiones políticas a las que nos enfrentamos, pienso yo, es cómo crear a escala internacional una posición a la izquierda de los gobiernos socialdemócratas desde la cual sea posible ejercer una influencia real sobre ellos. Hasta ahora las tentativas de crear un movimiento social europeo no han sido más que experimentos. Lo que yo preguntaría es: qué podemos aportar nosotros, como intelectuales, a este movimiento. Un movimiento que es absolutamente esencial, ya que históricamente -contrariamente a la perspectiva neoliberal- todos los logros sociales han sido el resultado de enérgicas luchas. Es decir, que si queremos tener una "Europa social", como se dice a menudo, necesitamos tener un movimiento social europeo. Creo que los intelectuales tienen una gran responsabilidad en ayudar a dar a luz un movimiento como éste, ya que el poder del orden dominante no es simplemente económico, también es intelectual, descansa en la esfera de las creencias. Esta es la razón por la que uno debe salir a hablar, a reinstaurar un sentido de la posibilidad utópica; una de las mayores victorias del neoliberalismo ha sido acabar con ella o hacerla parecer anticuada.

G.G.: Quizá esto también se deba al hecho de que los propios partidos socialistas o socialdemócratas se han creído la tesis de que la caída del comunismo también significa el desvanecimiento del socialismo. Han perdido la fe en los movimientos obreros europeos, existentes desde mucho antes que el comunismo. Romper con las propias tradiciones es una forma de renuncia que lleva a la acomodación con leyes autoproclamadas de la naturaleza como el neoliberalismo. Mencionabas las huelgas de 1995 en Francia. En Alemania hubo intentos más minoritarios de organizar a los trabajadores que a la postre fueron olvidados. Llevo años intentando decirles a los sindicatos: no pueden prestar atención a los trabajadores únicamente mientras trabajan; tan pronto como pierden sus trabajos se precipitan a un agujero sin fondo. Establezcan un sindicato a escala europea para los desempleados. Nos quejamos de que la unificación europea únicamente esté teniendo lugar en un plano económico, pero lo que está faltando es un intento por parte de los sindicatos de superar la estructura nacional y crear una forma de organización y de movilización que trascienda las fronteras. El eslogan que preside la globalización carece de la respuesta adecuada. Permanecemos confinados en una esfera nacional, incluso en el caso de países limítrofes como Francia y Alemania; nosotros no estamos en una posición que permita llevar a cabo experimentos exitosos como los realizados en Francia, ni podemos encontrar equivalentes en Alemania o en ninguna otra parte con los que hacer frente al neoliberalismo global. Entretanto muchos intelectuales tragan con todo. Pero todo lo que se puede conseguir es una indigestión, sólo eso. Tienes que hablar fuerte. Esta es la razón por la que dudo de que únicamente se pueda confiar en los intelectuales. Mientras que en Francia la gente todavía habla constantemente de "intelectuales" -al menos eso es lo que me parece- mi experiencia en Alemania me dice que sería un error relacionar automáticamente ser un intelectual con ser de izquierdas. La historia del siglo XX ofrece varios contraejemplos: Goebbels era un intelectual. Para mí, ser intelectual no es una garantía de calidad. Respecto a la situación de Francia únicamente puedo ofrecer conjeturas, pero en Alemania gente que en 1968 se pensaba a sí misma muchísimo más a la izquierda que yo, ahora sólo para poder verles tengo que tirar de mi cuello hacia la derecha; hacia la derecha radical para ser precisos; Bernd Rabehl, un antiguo líder estudiantil, ahora frecuenta esos círculos. Esta es una razón de más para tratar el término "intelectual" de manera crítica. "La miseria del mundo" demuestra que la gente trabajadora que lleva toda su vida sindicada tiene muchísima más experiencia en la esfera social de la que tienen los intelectuales. Hoy, o bien están desempleadas o están jubiladas; ya nadie parece necesitarlas. Su fuerza está completamente sin aprovechar.

P.B.: "La miseria del mundo" pretendía asignar a los intelectuales una función mucho más modesta de la que están acostumbrados. El escritor público, según he visto en el norte de Africa, es alguien que sabe escribir y presta sus herramientas a otros para expresar aquellas cosas que comprenden mejor que él. Los sociólogos están en una posición muy particular. A diferencia de otros intelectuales, la mayoría de ellos en general sabe cómo escuchar e interpretar lo que se les dice, transcribirlo y transmitirlo. Puede que esto les haga parecerse demasiado a un gremio; pero en mi opinión sería positivo que los intelectuales, de hecho todos aquellos con tiempo para pensar y escribir, entraran a formar parte de un trabajo de este tipo; lo que presupone una capacidad extremadamente difícil de encontrar entre los intelectuales, de desprenderse de su habitual egoísmo y narcisismo.

G.G.: Pero paralelamente sería necesario apelar a los intelectuales afines al neoliberalismo. He notado que hay uno o dos dentro de esta esfera capitalista-neoliberal, que, ya sea por su carácter intelectual o por su formación en la tradición ilustrada, empiezan a tener algunas dudas sobre si la circulación sin trabas del dinero alrededor del globo, esta locura desbocada típica del neoliberalismo, debiera operar sin obstáculos. Por ejemplo, fusiones sin sentido ni finaliad cuyo resultado es que dos mil, tres mil o diez mil personas pierdan sus trabajos. El mercado de valores sólo refleja la maximización de los beneficios. Necesitamos un diálogo con estos dudosos.

P.B.: Por desgracia, la cuestión no es tan sencilla como neutralizar un discurso dominante que se pavonea de una razón sin fisuras. La cuestión está en que para combatirlo de manera efectiva necesitamos ser capaces de difundir y hacer público un discurso crítico. Por ejemplo, ahora mismo estamos hablando sobre y para la televisión, en mi caso -e imagino que también en el tuyo- con la intención de llegar a un público que no pertenece al círculo de intelectuales. Yo quería abrir una especie de brecha en este muro de silencio -puesto que es algo más que puro dinero-, pero en este punto la televisión es muy ambigua: por un lado es la herramienta que nos permite hablar y, al mismo tiempo, la que nos silencia. Continuamente nos vemos invadidos y acorralados por el discurso dominante. La gran mayoría de los periodistas en múltiples ocasiones son cómplices inconscientes de este discurso; es muy difícil escapar a su unanimidad. En Francia, alguien que no tenga un nombre muy prestigioso, virtualmente no tiene acceso a la esfera pública. Unicamente las figuras consagradas pueden romper el círculo, la lástima es que tradicionalmente están consagradas precisamente porque están satisfechas y en silencio, y para afianzar su posición permanecen en este estado. Muy pocos utilizan el capital simbólico que les brinda su reputación para romper el silencio y hacer oír las voces de aquellos que no pueden hablar por sí mismos.

G.G.: Para mí la idea de la ficción narrativa siempre fue -o para ser preciso, a partir de "El tambor de hojalata"- la de que debería contar una historia desde el punto de vista de la gente que no hace la historia, pero a quienes la historia les acontece: víctimas o culpables, oportunistas, compañeros de viaje, perseguidos. El origen de esta idea de la ficción narrativa lo sitúo en la tradición literaria alemana: ¿qué sabríamos, después de todo, de la vida cotidiana durante la Guerra de los Treinta Años si no hubiera sido por "Simplicius Simplicissimus" (El aventurero Simplicissimus) de Grimmelshausen? Por supuesto no dudo que en Francia haya casos comparables. Si únicamente contamos con los documentos de los historiadores, estoy seguro que se aprende muchísimo acerca de los vencedores; pero la historia de los perdedores, por regla general, no se escribe fielmente, cuando llega a escribirse. En estos casos la literatura funciona como una especie de parche que interviene cuando es necesario para dar a la gente que no tiene voz la oportunidad de hablar. Este es también el punto de partida de tu libro. Pero te referías a la televisión, la cual -como todas las grandes instituciones- ha desarrollado sus propias supersticiones: los índices de audiencia, cuyos dictados deben obedecerse. Esta es la razón por la que conversaciones como esta que tenemos ahora, rara vez, por no decir nunca, aparecen en las grandes cadenas, salvo que Arte las televise. Es más, esta discusión en un principio fue desechada por Norddeutscher Rundfunk, antes de que Radio Bremen -sutilmente, como tiende a ser lo pequeño: éste es el lado cómico de este tipo de asuntos- se colara y nos reuniera alrededor de una mesa en mi estudio. Las mesas redondas de la década de 1950 y de la de 1960 han dado lugar a los "talk-shows". Nunca participo en estos "talk-shows"; el formato es imposible, no produce nada. En medio de todos los disparates, la persona que tiene éxito es la que habla durante más tiempo o la que más completamente ignora al resto. Por lo general, no se dice nada nuevo porque en el momento en el que algo empieza a ser interesante, o que los temas se sacan de su esquema preestablecido, el que lleva el timón cambia de tema. Tú y yo venimos de una tradición que se remonta a la Edad Media, la de la disputación. Dos personas, con dos opiniones diferentes y con dos cúmulos de experiencias que se complementan mutuamente. Por eso, si realmente nos esforzamos, algo puede salir de ahí. Tal vez podría dar una recomendación a ese Moloch, al dios televisión: volvamos a la valiosa forma del diálogo crítico sobre un tema en concreto, como en una disputación.

P.B.: Creo que estoy de acuerdo con el objetivo que planteas. Pero lamentablemente tendrían que darse una serie de circunstancias muy especiales para que aquellos que producen el discurso -escritores, artistas, investigadores-, fueran capaces una vez más de apropiarse de sus propios medios de producción. Utilizo estos términos marxistas algo pasados de moda de forma deliberada. Pues, paradójicamente, los escritores y pensadores de hoy han sido completamente desposeídos de los medios de producción y de transmisión; ya no tienen ningún control sobre ellos y están obligados a mostrar sus opiniones en programas cortos, utilizando todo tipo de trucos y subterfugios. Nuestra conversación únicamente puede emitirse a las once de la noche, en un canal de acceso restringido dirigido a intelectuales. Si intentáramos decir lo que estamos diciendo ahora en un canal público de gran audiencia, seríamos -tal y como has señalado- inmediatamente interrumpidos por el presentador: de hecho, censurados.

G.G.: A pesar de todo, deberíamos evitar caer en una postura victimista. Siempre hemos sido una minoría y lo que sorprende cuando se mira al curso de la historia, es el efecto tan grande que se puede tener siendo una minoría. Por supuesto, para ello ésta ha debido de desarrollar ciertas prácticas, estratagemas concretos, que le permitan hacerse oír. Por ejemplo, como ciudadano, me veo a mí mismo forzado a romper una regla elemental de la literatura: "¡no repetirse!". En política tienes que repetir y repetir como un loro ideas que sabes que son acertadas y que están refutadas, lo cual es agotador; constantemente oyes el eco de tu propia voz, y acaba sonando como un loro, incluso para ti mismo. Pero claro, eso es parte del trabajo si queremos encontrar algún oyente en un mundo tan lleno de voces diferentes.

P.B.: Lo que admiro de tu trabajo -por ejemplo en "Mi siglo"- es tu búsqueda de medios de expresión que permitan transmitir un mensaje crítico, subversivo, a una gran audiencia. Pero, con todo, hoy la situación es muy diferente a la que existía en la época de la Ilustración. "L'Encyclopédie" (La Enciclopedia) fue un arma que movilizó nuevos medios de comunicación
contra el oscurantismo. Hoy tenemos que luchar contra formas completamente nuevas de oscurantismo.

G.G.: Pero también como minoría.

P.B.: Que son incomparablemente más fuertes que aquellas que se unieron en su día en un frente contra la Ilustración. Nos estamos enfrentando a corporaciones multinacionales de medios de comunicación inmensamente poderosas que controlan todos salvo unos pocos enclaves. Incluso en el mundo de las editoriales se está volviendo cada vez más difícil producir libros críticos y densos. Por eso me pregunto si no debería intentarse establecer una especie de Internacional de Escritores -ya sean científicos, literarios o de cualquier otro tipo- que estén comprometidos con formas diferentes de investigación. Posiblemente me digas que cada cual debería pelear sus propias batallas, pero en las condiciones actuales dudo de que esto sea efectivo. Si me pareció tan importante establecer este diálogo contigo, fue porque pienso que deberíamos esforzarnos por inventar nuevas formas de producir y transmitir un mensaje. Por ejemplo, en lugar de ser instrumentos de la televisión, deberíamos hacer de esto un medio para hacer circular lo que queremos decir.

G.G.: Sí, bueno, no hay mucho espacio para maniobrar. Hay una cosa más que me ocurre y que encuentro llamativa: nunca pensé que llegara el día que tuviera que exigir un mayor papel del Estado. En Alemania siempre hemos tenido demasiado Estado, cuyo poder estaba por encima de todo. Había buenas razones para imponer un control más democrático a su capacidad de decisión. Pero ahora nos encontramos a nosotros mismos deslizándonos hacia el extremo opuesto. El neoliberalismo ha asumido la aspiración última del anarquismo -obviamente sin la más remota similitud ideológica-, esto es, acabar totalmente con el Estado. Su mensaje es: fuera con él, nosotros lo echaremos de aquí. En Francia o Alemania, en el caso de que se vaya a llevar cabo una reforma necesaria -y estoy hablando de reformas más que de medidas revolucionarias- nada podrá hacerse hasta que se cumpla la exigencia de la industria privada de bajar los impuestos y se cuente con el beneplácito de la economía. Esto supone una reducción del poder del Estado con la que los anarquistas sólo podrían soñar, pero que ya se está produciendo; y por eso me encuentro a mí mismo, como probablemente estás tú, en la curiosa posición de pretender garantizar que el Estado, una vez más, asuma responsabilidades; que regule la sociedad de nuevo.

P.B.: Acabas de dar justo la vuelta a los términos en los que yo planteaba antes la cuestión. Estamos paradójicamente abocados a defender aquello que no es defendible en absoluto. ¿Pero basta con reivindicar una vuelta al "más Estado"? Para poder evitar caer en la trampa tendida por la revolución conservadora, creo que debemos inventar otra clase de Estado.

G.G.: Sólo para estar seguro de que nos entendemos: el neoliberalismo, obviamente, lo único que quiere es acabar con aquellas actividades del Estado que se entrometen en la economía. El Estado abarcaría la policía, para reforzar el orden público; éstos no son los asuntos del neoliberalismo. Pero si se priva al Estado de su poder para regular la esfera social y de su responsabilidad hacia aquellos -no sólo discapacitados, niños y ancianos- que son excluidos del proceso de producción o que todavía no se han integrado en él, si se expande una forma de economía que pueda escapar a cualquier tipo de obligación en una huida que tiene su escapatoria en la globalización, entonces la sociedad está obligada a intervenir para restaurar el Estado de bienestar y la provisión social vía el Estado. La irresponsabilidad es el principio organizador de la óptica neoliberal.

P.B.: En "Mi siglo" evocas una serie de acontecimientos históricos, entre los cuales hubo varios que encontré muy estimulantes. Estoy pensando en la historia del niño pequeño que asiste a un mitin en el que habla Liebknecht, y se hace pis en el cuello de su padre. Desconozco si esto es un recuerdo personal, pero desde luego es una forma sumamente original de descubrir el socialismo... También me gustó mucho lo que tenías que decir sobre Jünger y Remarque: entre líneas se desprende que compartes con ellos la idea del papel de los intelectuales como cómplices de los acontecimientos trágicos, incluso cuando parecían ser críticos con ellos. Del mismo modo aprecio tus comentarios sobre Heidegger; una cosa más que tenemos en común, pues en una ocasión escribí un análisis crítico de la retórica de Heidegger, que ha causado estragos en Francia hasta hace muy poco.

G.G.: La fascinación por Jünger y Heidegger entre los intelectuales franceses es un ejemplo del tipo de cosas que me hacen gracia, ya que da la vuelta a todos los clichés que Francia y Alemania alimentan recíprocamente sobre la imagen que estos países tienen el uno del otro. Que el pensamiento sombrío que tuvo consecuencias tan fatídicas en Alemania vaya a ser tan admirado en Francia es una absurdidad brillante.

P.B.: Efectivamente. En mi caso personal, después de oponerme claramente al nuevo culto a Heidegger, estuve muy aislado. No ha sido placentero ser un francés empeñado en mantener la fe en la Ilustración en un país que se precipita de cabeza al oscurantismo moderno. A mis ojos, que un presidente de la República francesa condecorara a Jünger era un acontecimiento detestable. Pero en París, incluso hoy, describir a Jünger como un revolucionario conservador -he analizado sus trabajos "teoréticos", su diario de guerra, en el que describe su vida cotidiana en la Francia ocupada- significa ser sospechoso de arcaísmo, de nacionalismo, etcétera. Además, ahora incluso cierto tipo de internacionalismo puede caer bajo sospecha.

G.G.: Me gustaría regresar al relato sobre Liebknecht. En la familia del relato era una tradición que el padre se llevara consigo al hijo. Esto ya se daba en los años de Wilhelm Liebknecht y continuó siendo así en la época de Karl Liebknecht: el hijo se subiría a los hombros del padre a escuchar al orador de masas. Lo que me parecía importante era que, por un lado, Liebknecht estaba despertando a la juventud a un movimiento progresista en nombre del socialismo y, por otro, que al mismo tiempo el padre, en su entusiasmo, no percibía que el niño quería bajarse de sus hombros. Cuando el hijo se hace pis en su cogote, el padre le pega, incluso cuando todavía está hablando Liebknecht. El comportamiento autoritario de este padre socialista hacia su hijo lleva a éste a alistarse al estallar la Primera Guerra Mundial; con lo que termina haciendo exactamente lo que Liebknecht quería evitar. Este no es un giro que doy de manera explícita, sino más bien algo que se hace claro a medida que la historia discurre y que se me ocurrió durante el proceso de escribirla. De vuelta a la consideración con la que claramente se toma en Francia a Jünger y a Heidegger: tal vez sería más útil para los intelectuales franceses tomar nota de los pensadores de la Ilustración alemana. Si allí tuvieron a Diderot y a Voltaire, nosotros tuvimos a Lessing y a Lichtenberg, quien casualmente era muy ingenioso y cuyas bromas deberían atraer a los franceses más que nada de lo que pudiera atraerles de Jünger.

P.B.: Por tomar el primer ejemplo que se me viene a la cabeza, Ernst Cassirer fue uno de los grandes herederos de la tradición ilustrada, pero su recepción en Francia fue, en el mejor de los casos, muy modesta; mientras que su mayor adversario, Heidegger, tuvo un éxito arrollador. Siempre me ha preocupado esta manera de permutar sus posturas que tienen Francia y Alemania: ¿cómo podemos estar seguros de que nuestros dos países no están simplemente poniendo en común sus aspectos menos atractivos? A menudo uno tiene la impresión de que por alguna ironía de la historia los franceses toman lo peor de lo que los alemanes tienen que ofrecer, y los alemanes lo peor de los franceses.

G.G.: En "Mi siglo" retrataba a un profesor que durante su seminario de los miércoles reflexiona, treinta años más tarde, sobre la respuesta que dio, cuando era estudiante, a los acontecimientos ocurridos entre 1966 y 1968. Rememora sus orígenes en la filosofía de lo sublime de corte heideggeriano, que es adonde al fin vuelve otra vez. Pero entretanto se entrega a las corrientes del radicalismo y se convierte en uno de los que públicamente denuncia y ataca a Adorno. Esta es una biografía muy típica de este periodo para la cual ahora 1968 sirve de versión abreviada. Yo estuve envuelto en todos aquellos acontecimientos. Las protestas de estudiantes estaban justificadas y fueron necesarias y han conseguido más de lo que les gustaría admitir a todos los portavoces de la pseudorrevolución de 1968. No tuvo lugar una revolución, no se daban las condiciones para ello, pero hubo una transformación de la sociedad. En "Diario de un caracol", describo cómo se me abucheó cuando dije que el progreso era un caracol. Verbalmente, por supuesto que es posible dar grandes saltos hacia delante -los que me abuchearon eran más o menos maoístas-, pero la etapa que te has saltado, es decir, la sociedad que yace debajo de ti, no
tiene prisa por ponerse a tu nivel. Dan un salto por encima de la sociedad, luego se sorprenden de que las condiciones sufran un revés y lo llaman contrarrevolución; en el léxico inveterado de un comunista que ya entonces tenía sus dudas. Todo esto no se entendía muy bien.

P.B.: En aquel tiempo escribí un libro que se llamaba "Les héritiers" (Los herederos), donde describía las distintas posturas políticas de estudiantes con distintos orígenes sociales, desde el obrero, el pequeñoburgués y el burgués. Los estudiantes burgueses eran los más radicales, mientras que los estudiantes pequeñoburgueses eran más reformistas, es decir, aparentemente más "conservadores".

G.G.: Lo que ocurría normalmente era que los hijos de las familias pudientes proyectaban en la sociedad los conflictos que tenían con sus padres, y que nunca habían sido capaces. o nunca se habían atrevido a poner sobre la mesa, pues entonces el dinero se podría haber acabado.

P.B.: Una dualidad que estaba muy presente en el movimiento de 1968, donde, como por otro lado ocurre en todo este tipo de convulsiones, en realidad se produjeron varias revoluciones. Hubo una revolución extremadamente visible y rimbombante, de carácter más bien simbólico y artístico, que hacia fuera era muy radical y que estaba encabezada por gente que posteriormente se volvería muy conservadora. Luego, a un nivel inferior, había otros cuyas reivindicaciones en aquel momento fueron consideradas reformistas -y ridículas-, gente que quería cambiar los métodos de enseñanza o ampliar el acceso a la educación superior, gente que tenía objetivos modestos pero realistas y que fue despreciada por los mismos que hoy se han vuelto conservadores.

G.G.: Durante la década de 1970, en Alemania y Escandinavia comenzó a crecer la conciencia de que si se permitía a la economía continuar explotando los recursos naturales de la manera en que lo venía haciendo, se terminaría por destruir el medio ambiente; era el nacimiento del movimiento ecologista. Sin embargo, los partidos socialistas y socialdemócratas estaban centrados, al igual que lo habían estado antes, únicamente en las cuestiones sociales tradicionales y, o bien pasaban por encima de la ecología en general, o bien se trataba de forma antagonista a sus propias reivindicaciones. Los sindicatos de izquierda, que para todo lo demás eran progresistas, pensaban que desde el momento en que se abordaran cuestiones ecológicas se pondrían en peligro los puestos de trabajo; una visión que persiste hasta nuestros días. Si confiamos en que la derecha, el lado neoliberal, utilice su intelecto y entre en razón, entonces, lo mismo deberíamos hacer respecto a la izquierda. Lo que hay que entender es que las cuestiones ecológicas no pueden separarse de las cuestiones del trabajo y el empleo, y que todas las decisiones tienen que ser ecológicamente sostenibles.

P.B.: Sí, pero lo que tú dices acerca del los ecologistas también es cierto respecto a los socialdemócratas. El liberalismo social, el blairismo, la tercera vía, todas estas pseudo invenciones, son formas de internalizar la óptica de los poderes dominantes dentro de los propios dominados. Los europeos están avergonzados hasta lo más hondo de su civilización y ya no se atreven a defender sus tradiciones. El proceso comienza en la esfera económica, pero se extiende gradualmente al campo de la cultura. Se avergüenzan de sus tradiciones culturales, sienten una culpabilidad permanente en la defensa de tradiciones que perciben y condenan como arcaicas: en el cine, en la literatura y en otros lugares.

G.G.: En nuestro país, los integrantes del ala de Schroeder en el PSD (Partido Social Demócrata)se ven a sí mismos como modernizadores y tachan a todos los demás de partidarios de la tradición; lo que es, por supuesto, una reducción disparatada. Los neoliberales lo mejor que pueden hacer es recrearse contemplando a los socialdemócratas y a los socialistas en Alemania, al igual que ocurre en otros países, enfangados en estas definiciones sin sentido.

P.B.: Tomemos el problema de la cultura: fue un placer que fueras galardonado con el Premio Nobel. Con ello se hacía honor no sólo a un escritor muy bueno, sino también a un escritor europeo que está dispuesto a hablar alto y a defender prácticas artísticas que otros podrían ver como algo pasado. La campaña contra tu novela "Ein weites feld" (Es cuento largo) se montó con el pretexto de que como literatura estaba caducada. De un modo muy parecido, debido a cierta inversión ahora dominante, los experimentos formales de la vanguardia -ya sean en literatura, en el cine o en el arte- son progresivamente rechazados por arcaicos. Se está poniendo cada vez más difícil resistir a un tipo de modernismo superficial, que normalmente proviene de los países anglosajones y que al mismo tiempo que se presenta a sí mismo como si hubiera trascendido las manifestaciones más antiguas, retrocede a mucho más atrás de cualquiera de las revoluciones artísticas del siglo XX.

G.G.: En cuanto al Premio Nobel: conseguí vivir bastante bien sin él y tengo la esperanza de poder vivir con él. Algunos dijeron: "¡Por fin!", otros: "¡Qué tarde!", pero me alegro mucho de que me llegara a una edad avanzada, ya pasados los setenta años. Si un escritor joven, pongamos que alrededor de los treinta y cinco, obtuviera el Nobel, imagino que sería una carga bastante pesada por lo altas que serían entonces las expectativas. Hoy, me puedo referir a ello irónicamente y, con todo, sentirme feliz. Pero en lo que a mí concierne, no hay mucho más que decir sobre este tema. Creo que tendríamos que estar haciendo ofertas que no pudieran ser fácilmente ignoradas. Las grandes compañías de televisión también tienen pérdidas en su descabellado culto a los índices de audiencia. Deberíamos ayudarles un poquito a colocarse en la dirección correcta. Claramente, lo mismo puede decirse respecto a las relaciones entre Alemania y Francia. Estos países han luchado y derramado su sangre recíprocamente casi hasta la última gota, sus heridas de las guerras mundiales y de las guerras que se remontan al siglo XIX aún no están cerradas y se han realizado toda clase de intentos retóricos para reconciliarse. Con ello se entiende enseguida que no es precisamente la barrera del idioma lo que nos divide, sino otras dimensiones menos reconocidas. Ya me he referido a una de ellas: el hecho de que ni siquiera estemos en una posición que nos permita reconocer el proceso europeo compartido de la Ilustración. Las cosas eran diferentes antes de que los Estados-Nación se hicieran tan poderosos. Francia tomó nota de lo que ocurría en Alemania, y viceversa; por ejemplo, Goethe tradujo a Diderot y se estableció cierto grado de comunicación entre grupos de ambos países, de minorías que luchaban por la difusión de la Ilustración y contra sus censuras respectivas. Es el momento de restablecer aquellas conexiones. Todo lo que tenemos que aferrar son las ideas que nos ha legado la Ilustración europea, al igual que debemos tomar los posteriores fracasos de sus desarrollos. La única alternativa es reformar la Ilustración con los métodos de la Ilustración, revisándolos si se demuestra necesario. Aunque tengamos razón en desacreditar la hegemonía neoliberal y señalar las áreas en las que se sitúa su irresponsabilidad, también deberíamos considerar qué es lo que ha ido mal en el proceso de la Ilustración europea. Tal y como ya he dicho, el capitalismo en su forma moderna y el socialismo en su forma rudimentaria, son hijos de la Ilustración y de alguna manera necesitan sentarse de nuevo a la misma mesa.

P.B.: Me parece que eres un poco optimista. Por desgracia yo no estoy seguro de que se pueda plantear el problema en esos términos, puesto que me parece que las fuerzas económicas y políticas que actualmente abruman a Europa son tales que el legado de la Ilustración está realmente en peligro. El historiador francés Daniel Roche acaba de escribir un libro en el que demuestra que la tradición ilustrada tiene significados muy diferentes en Francia y Alemania: que "Aufklärung" no significa lo mismo que "Lumières" incluso cuando la Ilustración parecía haber sido una cosa que los dos países compartían completamente. Pero la diferencia está ahí y es un obstáculo significativo que debemos superar si vamos a resistir a la destrucción de lo que más comúnmente asociamos con la Ilustración: el progreso científico y tecnológico y el control sobre este progreso. Necesitamos inventar un nuevo utopismo enraizado en las fuerzas sociales contemporáneas, lo cual, aún a riesgo de parecer estar avivando un retorno a las visiones políticas anticuadas, será necesario para crear nuevas formas de movimiento. Los sindicatos, si quieren cumplir sus fines, en su forma actual resultan organizaciones arcaicas; deben reformarse, transformarse, redefinirse, internacionalizar y racionalizarse, y basarse en los descubrimientos de las nuevas ciencias sociales.

G.G.: Lo que tú propones es una utopía. Supondría una reforma fundamental del movimiento sindical, y sabemos lo difícil que es transformar ese aparato.

P.B.: Pero una utopía en la que tenemos un papel que jugar. Por ejemplo, los movimientos sociales en Francia son mucho menos potentes ahora de lo que lo fueron hace unos pocos años. Tradicionalmente, nuestros movimientos han tenido una fuerte perspectiva obrerista, muy hostil a los intelectuales y en parte con buena razón. Hoy, al estar en crisis, el movimiento social en su conjunto está más abierto, más receptivo a la crítica y se está volviendo mucho más reflexivo. Sin que fuera de esperar, está más preparado para dar la bienvenida a nuevas formas de crítica de la sociedad de la que son parte. En mi opinión, el futuro está en estos movimientos sociales críticos y reflexivos.

G.G.: Yo lo veo de manera más escéptica. A nuestra edad podemos comprometernos a seguir hablando alto durante el tiempo que nuestra salud nos lo permita, pero es un periodo de tiempo limitado. No sé cuál es la situación en Francia -supongo que no mucho mejor-, pero entre los jóvenes escritores alemanes veo poca inclinación o interés en continuar la tradición ilustrada de hablar alto, de comprometerse. Y este lado de la buena tradición europea se perderá para siempre si no hay nadie que nos releve, en el mejor sentido de esta palabra.