15 de septiembre de 2009

Alejandro Grimson: "En los '90 no hubo una nueva inmigración sino una nueva desocupación"

Alejandro Grimson (1959), Doctor en Antropología, decano del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, se ha dedicado a temas vinculados con la ciudad y los procesos migratorios, las fronteras urbanas, las fronteras internacionales y los movimientos sociales (sobre todo los de desocupados). Sus principales libros son: "Relatos de la diferencia y la igualdad", "La nación en sus límites", "Fronteras, na­ciones e identidades" y "Pasiones nacionales" (como compilador). Sobre los problemas y desafíos que plantea la inmigración en la Argentina versó la charla que mantuvo con Hugo Montero para la revista "Nómada" nº 7 de octubre de 2007.



¿Fue mutando históricamente la postura ar­gentina ante la inmigración?

En el proyecto nacional que se fue construyendo en el siglo XIX, Argentina era proyectada como un país que necesitaba civilizarse. La migración venía a cum­plir ese papel. Pero lo que mostró la investigación es que había una imagen que después no se verificó, por­que se pensaba que iban a llegar obreros calificados de los países desarrollados. Pero llegaron migrantes de zonas rurales de Europa y además, parte de quienes fueron llegando comenzaron a protagonizar las organizaciones de trabajadores, sindicatos y partidos. Eso generó una doble frustración. Por un lado, porque la migración no iba a cumplir el papel "civilizatorio" que se había diseñado, y también porque los migrantes fue­ron un eslabón clave de un conflicto social que termi­nó con la Ley de Residencia a principios del siglo XX. Entonces, la comparación que hacemos entre ese proceso de principios del siglo XX y lo que pasó a fi­nes del mismo siglo, es que hubo un cambio significa­tivo porque Argentina persistió en promover legalmente la migración europea, pero no la de otros paí­ses. Ya en la década del '90 se empezó a visibilizar una vieja migración que los medios, el gobierno y la socie­dad tendieron a considerar como "nueva": la llegada desde países limítrofes.

¿Por qué es falsa esta definición de "nueva in­migración"?

Las estadísticas confirman que desde el primer cen­so en 1869 hasta el último en 2001, los migrantes de pa­íses limítrofes, incluyendo Perú, nunca son menos del 2% y nunca superan el 3%. Ese dato saldó el deba­te sobre si había o no una nueva oleada inmigratoria: la sociedad percibió algo nuevo donde no lo había. Allí encontramos otro elemento: por ejemplo, los hijos de chilenos en la Patagonia son considerados chilenos cuando legalmente son argentinos; y los hijos de bolivia­nos que son legalmente argentinos son considerados bo­livianos en Buenos Aires. Con lo cual, aunque la ley tiene un criterio llamado "ius soli" (el que nace en suelo argenti­no es argentino), en las formas de clasificación social pre­domina lo que se llama "ius sanguinis", que es usado legal­mente en otros países como Alemania, donde se define que el alemán es el hijo de un original de ese país. Esto estuvo interrelacionado con el incremento cuali­tativo del desempleo. Es decir, en los '90 no hubo una "nueva inmigración" sino una nueva desocupación. Los migrantes que hasta ese momento desarrollaban traba­jos que los argentinos no estaban dispuestos a tomar por las malas condiciones laborales o por el bajo nivel salarial, se encontraban con argentinos que querían tra­bajar en lo que fuera, y buscaban esos mismos puestos que históricamente habían ocupado los migrantes.

¿La figura del migrante como "chivo expiato­rio" ante las crisis fue variando en el tiempo?

Los inmigrantes siempre fueron un chivo expiatorio, pero ahora había algo más. Primero eran el chivo expia­torio de la crisis de seguridad porque se afirmaba des­de el gobierno que el aumento del delito se debía al in­cremento de la migración. Pero al mismo tiempo, suce­día otro proceso: en Argentina las divisiones sociales habituales se habían planteado en términos políticos y sociales: los que descienden de los barcos y los que vi­ven en las provincias. Por ejemplo, el proceso migrato­rio de urbanización de los años '30, cuando se habló del "aluvión zoológico" que se iniciaba con los "cabecitas negras" llegando a la Capital. Ese porcentaje de bolivia­nos, paraguayos y chilenos que vivían en Argentina, en­traban en esa categoría social de "cabecitas negras": vi­vían en las mismas villas y eran considerados de la mis­ma manera por las clases medias de la Capital. Pero eso empezó a cambiar en los '90. Esa identidad comenzó a ser desagregada y fragmentada en el espacio mismo de los barrios populares y en la política gubernamental. Por un lado, desde el gobierno hubo distintas olas de xenofobia donde se acusó a los migrantes, se dificultó su radicación y hasta hubo detenciones masivas. Y en los barrios se multiplicaron las disputas por el acceso a recursos escasos, como por ejemplo la distribución de ladrillos o bolsas de comida. Esas diferencias ahora se planteaban en términos de nacionalidad o etnicidad. Se decía: "No puede ser que los bolivianos accedan a estas cosas cuando hay tantos argentinos muriéndose de hambre". Ese tipo de cuestiones fue agudizando la se­paración entre sus habitantes. Otro factor fue que los bolivianos lograron en la déca­da de los '90 un fuerte ascenso económico basado en su capacidad de ahorro y en la apropiación de saberes pa­ra la gestión de pequeñas y medianas empresas más o menos informales. Pero ese ascenso económico no se tradujo en ascenso social. ¿Cómo se mide esto socioló­gicamente? Se puede medir en cuántos matrimonios hay entre la clase media blanca de Buenos Aires y los bolivianos. La probabilidad estadística de que un hijo o hija de boliviano se case con un argentino de clase me­dia o media alta, es muy baja.

¿Existió también el fenómeno del autoaislamiento de comunidades, en respuesta a la discriminación?

Sí y no. Sí en el sentido del incremento de las organi­zaciones bolivianas en cuanto a tales y en una crecien­te inversión de luchar por su propio prestigio a través de grupos culturales, programas de radio, fiestas, etcétera. Pero lo que uno verifica es que en general esto surge co­mo consecuencia de la trayectoria vital de una persona que intentó integrarse y fracasó. Los padres bolivianos les explican a sus hijos que ellos son argentinos y que deben integrarse para no ser discriminados. Pero ese chico en la escuela es considerado boliviano por las maestras o por sus compañeros. Eso genera una persis­tente interpelación de esas personas en cuanto bolivia­nos, porque aunque intenten muchas veces disolver esa identificación e integrarse en tanto argentinos no lo consiguen y al verse frustrados, a veces terminan en el camino contrario, incluso hasta convertirse en líderes de las organizaciones culturales bolivianas. Si uno ana­liza el origen nacional de los líderes bolivianos en nues­tro país, se encuentra con que un alto porcentaje de esos líderes son argentinos. Es decir, son socialmente bolivianos pero legalmente argentinos.

En este caso, ¿el paradigma concreto de la se­gregación es el racismo?

Lo que pasa es que entra a jugar la imaginación de los argentinos sobre quiénes somos: los mexicanos descien­den de los aztecas, los peruanos de los incas y nosotros de los barcos. Esto es una falsificación, porque en reali­dad la mitad de la población por lo menos tiene parcial o totalmente ascendencia indígena en Argentina. Ahí hay una cuestión relevante que tiene que ver con lo que los antropólogos llamamos "la noción de perso­na" que hay en cada sociedad. La idea de que todo ser humano es una persona, que tiene los mismos dere­chos, hasta ahora no existió en ninguna sociedad que conozcamos, lamentablemente. Hoy, de todas maneras, hay un consenso positivo: ninguna persona debería ser discriminada por razones raciales, que convive con un consenso negativo: aquellos que no tienen papeles, los que no están radicados legalmente, no tienen ningún derecho. En Argentina esto implica que tenemos un país que se imagina a sí mismo como descendiente de los barcos, por lo menos hasta la crisis de 2001, cuando empieza a pensarse críticamente como país y hay un acercamien­to a países latinoamericanos. Además, hubo un cambio objetivo en la política oficial, no hay una respuesta xenófoba sistemática como la de los '90; y otro dato es que se modificó en 2003 la Ley Migratoria por una que ga­rantiza más derechos para los migrantes, incluso para aquéllos sin documentación. Esos son avances que no pueden soslayarse.

¿Esos avances se traducen a nivel social?

En el nivel más micro, se traducen de una manera que no podemos establecer cuan persistentes van a ser en el tiempo. La crisis produjo un cambio y eso se vio en los barrios. Por ejemplo, muchas organizaciones de desocupados aceptaban entre sus miembros a migran­tes o en muchas de las fábricas recuperadas había mu­chos trabajadores originarios de países limítrofes. Aho­ra, ese cambio no significa que se redujera la discrimi­nación drásticamente o que se modificara la forma en que los argentinos se imaginan a sí mismos. Hubo una modificación histórica, una oportunidad de pensarse más cerca de América Latina y de comprender de otra manera qué es Argentina. Por ejemplo, los argentinos tenemos la particularidad de haber inventado la idea de que aquí no hay negros ni indios. Sin embargo, en Argentina hay más personas que se consideran a sí mismas indígenas que en Brasil, y ése es un dato objetivo que sigue sorprendiendo. Ha­ce un par de años llegó una argentina con rasgos indígenas a un aeropuerto de México y allí le dijeron que su pasaporte era falso "porque en Argentina no había in­dios", y la mandaron de vuelta. Es decir, los argentinos no sólo nos convencimos a nosotros mismos de que no hay indios, sino que lo hicimos con el mundo entero.


¿Cómo se explica el fenómeno del habitante de un barrio popular que es discriminado cuando viaja a Capital, y que en su lugar de convivencia, a su vez, también discrimina?

En general, los procesos de hegemonía logran que to­dos los sectores interioricen formas de discriminación, de legitimar desigualdades o formas de autoexcluirse de los sectores denigrados sin cuestionar la denigra­ción. Es más fácil negar que uno pertenece al grupo que está siendo estigmatizado que revertir el proceso. Es muy habitual cuando uno llega a un barrio y les pregun­ta a los vecinos dónde empieza la villa, que digan: "La villa empieza allá", porque siempre hay una zona asfal­tada y otra no, o una zona de casas de material y otra de chapa. Y si no hay diferencias objetivas, esas diferen­cias se inventan porque son necesarias para vivir.

¿Cómo es la actitud de los bolivianos al saber­se discriminados? ¿Cómo articulan una respues­ta ante el prejuicio?

Yo escribí un trabajo donde mostraba las estrategias de "contra-estigmatización" de los bolivianos, y allí to­maba algunos casos más bien excepcionales pero muy interesantes, en los que responden a la discriminación. Una boliviana me cuenta que cuando se subía al co­lectivo veía a mujeres de clase media que agarraban fuertemente la cartera. Cuando la veían con rasgos aymarás, tenían miedo de que fuera a robarles. Entonces ella, apenas llegó a Buenos Aires, lo primero que hizo fue alejarse como para intentar que la persona se quedara tranquila, que no iba a ser robada. En un segundo momento se percató de que esa actitud implicaba asu­mir el prejuicio, entonces empezó a hacer lo contrario. Se acercaba como si efectivamente fuera a robar, pero lo hacía para divertirse. Hasta que empezó a darse cuenta de que ese juego era peligroso: la persona po­día asustarse, gritar y acusarla aunque no hubiera he­cho nada. Entonces, en un tercer momento, tuvo otra estrategia: cada vez que veía a una mujer que se aferra­ba a su cartera, la miraba a los ojos y ella misma se aferraba a su propio bolso, como diciéndole: "No, la que me está por robar sos vos". Y en ese pequeño gesto invisible y quizá repetido to­dos los días en la ciudad, se condensa una metáfora. Porque cuando la argentina se aferra a su cartera, re­produce las palabras del jefe de la policía que dijo que se estaba "extranjerizando" el delito. En el gesto de esta mujer aymara se responde la acusación diciendo: "No, cuando en vez de 500 pesos nos pagan 300; cuan­do no nos pagan jubilación ni obra social; cuando no re­conocen ninguno de nuestros derechos, los que nos es­tán robando son ustedes". Por eso, creo que Argentina tiene por delante una gran oportunidad y un gran desafío: volver a imaginar­se como país con otras bases, construir sobre otros pi­lares. Para eso, es imprescindible repensar a los "otros" de aquella imaginación europeísta, ya que si decidimos que es una migración constante desde el si­glo XIX podríamos abrir un nosotros que potencie la diversidad.