27 de agosto de 2009

Entremeses literarios (LXXI)

UN POSTULANTE
Alcides Greca
Argentina (1889-1956)

- Suba en mi auto, doctor.
- No se moleste, Obregoso.
- No, doctor. Suba. ¿Adónde quiere que lo lleve?
- A mi casa.
Varios correligionarios rodean el auto de Obregoso.
- ¡No se olvide... dotor! ¡Pa' cualquier parte!... ¡Aunque sea en el Correo!
- Dotor... Deme un pesito.
- ¡Muchachos!... ¡Adiós! No tengo más sencillo.
Arranca el auto a duras penas.
- ¡Viva el presidente del Comité Departamental, dotor Alfredo Grosso!
- ¡Vivaaa!
- ¡Viva el triunfador de la cuarta!
- ¡Vivaaa!
Hemos llegado. Obregoso ha abierto la portezuela.
- Adiós Obregoso. Muchas gracias.
- Perdone, doctor. Pero necesito que me de una carta para el nuevo jefe de Policía. Me deben una cuenta por provisión de alfalfa. Hace tres meses que no me pagan.
- ¡Pero... Obregoso! Fíjese que son las once de la noche...Y aún no he cenado. ¿Por qué no me ve mañana?
- Doctor... En un momentito me hace la carta. Mañana tengo que ir afuera.
- Bien, Obregoso. Pase, entonces.
La cocinera está con cara de vinagre. La familia espera resignada. Atravieso los dormitorios y entro al baño. Me lavo científicamente las manos. ¡He estrechado tantas durante el día! Estoy haciendo aguas cuando oigo que alguien me habla a la espalda.
- Doctor. He vuelto para decirle que no se olvide también de pedir la comisaría de Villa Alvear para mí.
Tuve intenciones de decirle: "lo que voy a pedir es que te cuelguen", pero me acordé que era político y presidente del Departamental. Arranqué del centro del hígado la más ingenua de mis sonrisitas, y le dije, muy amablemente:
- Con el mayor gusto, Obregoso. Descuide... Vaya tranquilo.


PUERTAS
Juan Antonio Masoliver Ródenas
España (1939)

Abrió una puerta que le llevó a una puerta más pequeña; la abrió y le llevó a una puerta más pequeña, y así fue abriendo puertas hasta llegar a una puerta diminuta como una gatera por la que se metió para encontrarse con una puerta pequeña que le llevó a una puerta más grande y así siguió recorriendo un corredor infinito de puertas hasta que finalmente llegó a una pared. Al otro lado se oía una sucesión de portazos.


ALLEGRO MODERATO
Christiane Félip Vidal
Francia (1950)

La imaginaba etérea, esbelta, hermosamente joven, dejando correr sus dedos por las teclas en la penumbra de un cuarto oliendo a violeta o jazmín. Huérfana de madre, quizás. Dulce y tímida, con certeza. Así la describían las melodías que se filtraban todas las tardes por las rendijas de los postigos cerrados. Siempre cerrados. Y entonces, mientras el barrio se aletargaba en las horas de siesta, él, oculto tras las cortinas de su hotel sin estrellas, soñaba con la ventana misteriosa abriéndose frente a su habitación, con el cruzar de las miradas por encima de la calle dormida, con el encuentro inevitable, dentro de poco, sí... En la penumbra, el viejo pianista tocó el último acorde, maldiciendo entre dientes contra los reumatismos, los postigos malogrados, su pensión de miseria y el mirón del frente oculto tras las cortinas.


LA SOPA DE PIEDRA
José María González Serna
España (1965)

Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las gentes tenían fama de ser muy tacañas. Llegó a casa de unos campesinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de comer y el monje estaba bastante hambriento dijo:
- Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima.
Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para hacer una sopa. Los campesinos comenzaron a reírse del monje. Decían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el monje les dijo:
- ¡Cómo! ¿No me digáis que no habéis comido nunca una sopa de piedra? ¡Pero si es un plato exquisito!
- ¡Eso habría que verlo, viejo loco! -dijeron los campesinos.
Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje. Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había delante de la casa y dijo:
- ¿Me podéis prestar un caldero? Así podré demostraros que la sopa de piedra es una comida exquisita.
Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y les preguntó:
- ¿Os importaría dejarme entrar en vuestra casa para poner la olla al fuego?
Los campesinos le invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba la cocina.
- ¡Ay, qué lástima! -dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca la sopa estaría todavía más rica.
La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo:
- Está un poco sosa. Le hace falta sal.
Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la sopa y comentó:
- Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chuparían los dedos con esta sopa.
El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento, que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los ángeles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también una patata y un poco de apio.
- Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo -le contestó el monje.
Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó, troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones.
- Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey.
- Pues toma ya el chorizo, mendigo loco.
Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa. La familia de campesinos le miraba, y el fraile comía la carne y las verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía. No dejó en la olla ni gota de sopa. Bueno. Dejó la piedra. O eso creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo guardó en la bolsa.
- Hermano -le dijo la campesina-, ¿para que te guardas la piedra?
- Pues por si tengo que volver a usarla otro día. ¡Dios os guarde, familia!


EL PARAISO IMPERFECTO
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

- Es cierto -dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.


EL PORQUE DE LAS COSAS
Quim Monzó
España (1952)

En medio de un claro, el caballero ve el cuerpo de la muchacha que duerme sobre una litera hecha con ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores. Desmonta rápidamente y se arrodilla a su lado. Le coge una mano. Está fría. Tiene el rostro blanco como el de una muerta. Y los labios finos y amoratados. Consciente de su papel en la historia, el caballero la besa con dulzura. De inmediato la muchacha abre los ojos, unos ojos grandes, almendrados y oscuros, y lo mira: con una mirada de sorpresa que enseguida (una vez ha meditado quién es y dónde está y por qué está allí y quién será ese hombre que tiene al lado y que, supone, acaba de besarla) se tiñe de ternura. Los labios van perdiendo el tono morado y, una vez recobrado el rojo de la vida, se abren en una sonrisa. Tiene unos dientes bellísimos. El caballero no lamenta nada tener que casarse con ella, como estipula la tradición. Es más: ya se ve casado, siempre junto a ella, compartiéndolo todo, teniendo un primer hijo, luego una nena y por fin otro niño. Vivirán una vida feliz y envejecerán juntos. Las mejillas de la muchacha han perdido la blancura de la muerte y ya son rosadas, sensuales, para morderlas. El se incorpora y le alarga las manos, las dos, para que se coja a ellas y pueda levantarse. Y entonces, mientras (sin dejar de mirarlo a los ojos, enamorado) la muchacha (débil por todo el tiempo que ha pasado acostada) se incorpora gracias a la fuerza de los brazos masculinos, el caballero se da cuenta de que (unos veinte o treinta metros más allá, antes de que el claro dé paso al bosque) hay otra muchacha dormida, tan bella como la que acaba de despertar, igualmente acostada en una litera de ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores.


EL SUEÑO DEL REY
Lewis Carroll
Inglaterra (1832-1898)

- Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
- Nadie lo sabe.
- Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
- No lo sé.
- Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.


DESPEDIDA
Jose María Gatti
Argentina (1948)

La besó. Volvió a besarla. Siguió besándola. La encerró entre sus brazos. Acarició sus hombros. Ella volaba, soñaba, reía. Un instante de amor es eterno. La besó una vez más. No podía separarse. No deseaba dividirse. Ella cruzó la avenida. El la observó atento. Ella volvió la cabeza. El la saludó con un gesto. Ella se perdió entre la gente. El se quedó sin la gente. Ella llegó a su oficina. El dispuso el día libre. A las 20 ella regresó a la esquina. El nunca regresó. Ella cree que encontró la infidelidad. El cree que conoció la libertad.


PRIMER RECUERDO
Francisco Piquer Vento
España (1946)

Pasos, voces que me despiertan. Hay preocupación, miedo en esas voces agitadas. Mi padre habla por teléfono. Mi madre se queja:
- ¡Arriba! ¡Arriba! Hay que partir.
Nos apretujamos en aquel pequeño coche negro. Mi tía Elvira, mi hermana, con el pequeño en sus brazos, y yo vamos en la parte de atrás. Mi padre conduce. Es noche cerrada. De tanto en tanto hay que detenerse. Mi madre vomita junto a la carretera. Yo no acierto a comprender qué está sucediendo. Presiento que no volveremos a Granada y voy despidiéndome de mis primeros recuerdos: de la pequeña tortuga que seguirá nadando en el aljibe de la tintorería, del sonido de las cornetas del cuartel vecino, de los sombríos cipreses que se ven desde el terrado… Empieza a llover. Cada vez más fuerte. En Lorca paramos a descansar. Lorca… ¿por qué me acordaré de ese nombre? Cuando llegamos a Valencia todo está dispuesto. Una ambulancia trasladará a mi madre a Barcelona. Supe después que estuvo dos años ingresada en el Hospital de San Pablo. Dos largos años sin ella, viviendo con mis abuelos, con mis hermanos. Con las visitas intermitentes de mi padre, que se repartía entre su trabajo y los viajes a Barcelona. Cuando mi madre regresó, era casi una desconocida. Una desconocida que se volcó en nosotros, como si tratase de recuperar el tiempo perdido.
- Ya sé leer, mamá -fueron las primeras palabras que pronuncié cuando deshice aquel emocionado abrazo después de tanto tiempo-. Ya sé leer.


LA CIUDAD DE LA GLORIA POLITICA
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)

Jamrach el rico, que deseaba llegar a la Ciu­dad de la Gloria Política antes del anochecer, se encontró en una encrucijada de caminos y no sabiendo cuál tomar consultó a un hom­bre que tenía aspecto de Sabio.
- Tome este -contestó el hombre-. Se lo conoce con el nombre de Gran Ruta Política.
- Gracias -dijo Jamrach y echó a caminar.
- ¿Cuál es el precio aproximado de su gratitud? -le preguntó el otro.
No había sido la estupidez lo que había ayudado a Jamrach a hacer fortuna. De modo que le dio un poco de dinero a su guía, y apresurándose llegó pronto a una barrera guardada por un Señor Bondadoso a quien tuvo que en­tregarle una pequeña suma para poder pasar. Un poco más lejos tropezó con un puente tendido sobre un río imaginario, y un Ingeniero de Puentes y Caminos -el mismo que había construido el puente- le exigió que le pagara los intereses de la inversión, lo que obtuvo sin dificultad. Comenzaba a hacerse tarde cuando Jamrach llegó a orillas de un lago de tinta negra. El camino se interrumpía allí. Descubrió entonces a un Barquero, pagó el pasaje y se dispuso a embarcar.
- No -dijo el Barquero-. Pásese esta cuerda por el cuello y lo remolcaré hasta la otra orilla. No hay otro modo de cruzar el lago -aña­dió advirtiendo que su cliente estaba a punto de protestar.
Jamrach alcanzó la otra orilla estrangulado a medias, y ennegrecido por las aguas nauseabundas.
- Bueno -dijo el Barquero tirando de Jam­rach hasta la orilla y desembarazándolo de la cuerda-. Ya está usted en la Ciudad de la Gloria Política. Tiene cincuenta millones de habitantes y como el color de las aguas del mar Hediondo es indeleble, todos se parecen.
- ¡Ay! -exclamó Jamrach, que lamentaba la pérdida de toda su fortuna, dilapidada en propinas y derechos de peaje-. Quiero vol­ver con usted.
- No creo que sea posible -dijo el Barquero alejándose de la orilla en su embarcación-. Esta ciudad está en la isla de Aquellos que no Vuelven.