4 de agosto de 2009

Entremeses literarios (LXVIII)

TITANIC
Alonso Ibarrola
España (1934) 

"Veo... veo... un...". El vigía intenta decir algo, pero le embarga la emoción, justificada en este caso porque jamás ha visto en su vida un iceberg de semejante tamaño. El choque es terrible y el trasatlántico cruje. En el gran salón de baile algunas parejas se intercambian excusas y prosiguen su danza. El capitán, informado de lo ocurrido, estalla en sollozos. "¿Por qué he de ser yo el último? -se repite constantemente-, ¿Por qué?". "Los hombres primero", exclama un marinero egoísta. Algunos ancianos y mujeres con niños protestan airadamente. El director de orquesta busca voluntarios para interpretar un himno religioso apropiado con las circunstancias. "Los tenores a mi derecha", exclama nervioso. En la piscina, un señor de la clase de "lujo" intenta aprender a nadar rápidamente, ayudado por el profesor de natación, que se lamenta del escaso sueldo que percibe. Minutos más tarde la mole del trasatlántico desaparece bajo las aguas, provocando un gran remolino. Unos cuantos botes salvavidas perdidos en la oscuridad se agitan entre las olas. Algunos náufragos tratan de asirse desesperadamente, en el límite de sus fuerzas, a los botes. Pero están ya repletos. Sus ocupantes les golpean con sus remos furiosamente en los nudillos, mientras musitan entre dientes... "Completo... le digo que está completo". Los náufragos no pueden protestar porque cuando abren la boca tragan agua salada. Uno llegó a resistir treinta golpes de remo. Murió sin dedos.


LA EXTRANJERA
Nuria Amat

España (1950)

Se han apoyado en la baranda del faro. Han llegado hasta aquí sin miedo. Atraídos por el amor al vértigo. Guiados por una flecha insolente de la noche. Ella mira hacia abajo. El mar la deslumbra. Olas hinchadas como venas patean su rabia contra la muralla de rocas. El le pide: ámame. Ella no responde. Es joven y cierra los ojos como si estuviera viviendo muchas muertes. Ella teme saltar. El le reclama: bésame. La luz del faro indaga por las cosas perdidas y los encuentra a ellos. Amantes de las sombras son el blanco del silencio. Ella quiere saltar porque en su garganta tiene un nudo de reproches. Como él no pregunta, tampoco ella le responde. Su pasado es un mapa deshecho. Viene de un país hundido. No resulta fácil decir lo que se piensa. Y ella piensa demasiado. Ahora abre los ojos para ver el naufragio de su alma. El la abraza como si quisiera desnudar su rabia. Ella le pide: mátame.


MIGRACIONES
Juan Martini

Argentina (1944)

El había deslizado el pasaporte, haciéndolo pasar por debajo de la ventanilla de cristal, en dirección al policía. El pasaporte había quedado sobre el mostrador, una su­perficie de fórmica opaca y azul manchada con la tinta de los sellos. El policía, del otro lado del cristal, había comenzado a hablar con otro policía que en ese instante había entrado en la cabina. Los dos policías habían ha­blado durante seis o siete minutos. Mientras esta conver­sación tenía lugar, el policía encargado del control de los pasaportes se había retirado del mostrador, había apoya­do la espalda en la puerta cerrada de la cabina, se había contemplado los zapatos, escuchando lo que el otro le decía, y había encendido un cigarrillo. Después, el poli­cía que había entrado en la cabina cuando él deslizaba su pasaporte sobre el mostrador, había mirado a través de la ventanilla de cristal. Los dos policías estaban bajo la luz de un tubo fluorescente. El no había logrado saber qué había mirado el policía. Pero en seguida el policía, y su compañero, el encargado del control de los pasaportes, se habían echado a reír. Por último, el visitante se había marchado y el otro había regresado a su lugar, frente a la ventanilla. En ese momento había arrojado al suelo el ci­garrillo y lo había pisado. Entonces había abierto el pasaporte que había quedado sobre el mostrador, se había detenido en la fotografía, y de inmediato había alzado los ojos, sin mover la cabeza, y había escrutado el rostro que tenía delante. Luego había hojeado lentamente, pá­gina tras página, el pasaporte. Había terminado de hacer­lo, había observado otra vez su rostro, y había vuelto a hojearlo, página tras página, desde la primera hasta la úl­tima, con minuciosa atención. Por fin, y sin alzar ahora otra vez la mirada, había descargado enérgicamente un sello que se había estampado junto a otro en el que se leía: "Visados extranjeros", fechado en Barcelona, casi diez años antes, el 8 de octubre de 1974, y le había devuelto el pasaporte. Así que él, con suficiente razón, se había creído a salvo. Así era la ley, había pensado: él era ino­cente, o había sido absuelto.


HOSTAL EN LA CIUDAD VIEJA
Hipólito G. Navarro

España (1961)

Sobre la mesilla, junto al despertador, reposa un libro de título curioso: "Guía de edificios apuntalados de interés". En la página 37 tiene disimulada una errata: donde dice "Caso antiguo", debería decir "Casco antiguo". El turista sueña toda la noche con paredes que se le caen encima, sin poderlo remediar. Se trata de una pesadilla con errata o clave camuflada: además del sueño de un turista, es un sueño futurista.


CARTA DE UNA CUCARACHA PADRE A SU HIJO
María Celeste Vargas Martínez
México (1976)

Amado hijo: Te escribo esta carta porque hoy he estado en las garras de la muerte. El enemigo estuvo acechando mis pasos y cuando creyó que ya me tenía se abalanzó sobre mí y me tiró un golpe. Pero al ver que su puntería era pésima, apresurado huí y él se quedó rabiando. Después apagó la luz, pero ya conozco el truco y cuando la encendió, rápido desaparecí. Por último, ya bastante molesto, trajo una botella y roció mi escondite creyendo que eso podía acabar conmigo. ¡Grande fue su sorpresa al verme salir huyendo y pasar entre sus piernas! Los humanos intentan todo, querido hijo, para acabar con nosotras. Sienten que somos intrusas, pues el mundo a ellos pertenece. ¡Cuán equivocados están! Han intentado todo para destruirnos, pero no son rivales ni dignos enemigos. Tratan de ahogarnos, mas sabemos nadar. Inventan una y mil fórmulas y a ellas hemos sobrevivido. Lo único que podría terminarnos serían sus zapatos: afortunadamente tienen mal tino. Ja, ja, ja… creen ser tan fuertes, pero hasta hoy no se han dado cuenta de su debilidad. O quizá ya lo han hecho y por ello atacan sin más a aquél o aquellos que lo podrían acabar. Ahora que lo pienso es tanto su temor y tan grande su ingenuidad. Destruye a la naturaleza, sin darse cuenta que cuando ésta se haya ido, ni su dinero ni su tecnología podrán regresarla. Y al hombre, al mismo hombre trata de aplastar. Su supuesta inteligencia ha creado tantas armas, no sólo para acabar con nosotras, sino con aquellos que son iguales a él. Pero no te preocupes, hijo mío, porque ni una bomba atómica con nosotras puede terminar, pero ellos, con su seguridad y supremacía, inmediatamente desaparecerían. Entonces, nosotras saldríamos de nuestros escondites y contentas nos pondríamos a festejar. ¡Vaya enemigo tan bobo! Ponerse con nosotras cuando nuestros pies pisan la tierra desde millones de años atrás, cuando ellos aún no se paraban en dos patas. Por eso, no desfallezcas, hijo mío, en esta devastadora guerra, pues aunque yo, tú o cualquiera de nosotras muera, al final la batalla será sólo nuestra.


EL POZO
Luis Mateo Diez

España (1942)

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.


EXTEMPORANEO
Omar Requena
Venezuela (1972)

Abrirme paso entre la multitud que lo insultaba fue lo difícil: quería una foto de ese hombre tan raro que cediendo al desatino de la cortesía, cedió su asiento a la joven mujer embarazada.


AMO, LUEGO NO EXISTO
Mauricio Gil
Perú (1981)

Ultima y definitiva refutación del principio cartesiano (cogito, ergo sum), ideada por un filósofo anónimo cochabambino de principios del siglo XXI. Se considera una contra-intuición basada en la dolorosa experiencia de disolución del propio yo en casos de amor desaforado. El marxismo interpreta el fenómeno en un sentido no metafísico, como una forma de la alienación, aquella por la cual se pierde uno a sí mismo por efectos de la dominación mágica de un(a) dios(a) mortal. En este sentido, se trata de un fenómeno no privativo del capitalismo.


MANOS DIBUJANDO
Yolanda Arroyo Pizarro
Puerto Rico (1970)

El lápiz de carbón se escurre en su mano. Agustina dibuja líneas y líneas. Danza su muñeca con trazo firme sobre el papel. El papel sobre su falda. Los trazos pueden divisarse por la hendija de la puerta. Trazos, música soft rock y trazos. Los senos desnudos se le mueven cada vez que marca un delineado, o un semicírculo, o intensifica los detalles de los nudillos en el esbozo, de los botones de la camisa arrugada por una soga, de las venas sobre la piel del cuello, cuando atenúa los pormenores del puente. Blanco y negro. Gris. El la observa desde la hendija de la puerta, en un escondite que acomoda su secreto hace semanas. Que acomoda su secreto y la vergüenza, acaso compartida. Identifica el bulto de ropa femenino sobre una butaca, de lado a una estiba de libros antiguos de Bierce. El lame sin lengua la piel aún a esa distancia. Aspira todo el espacio que puede recoger entre su cuerpo maduro, arrugado y el de ella inaugural. Poco trayecto si se atreviera, si le diera la gana y abriera la caja para verle las pestañas a Pandora. ¿Sabrá que él la observa? Agustina levanta el rostro por un momento. Luego regresa al dibujo. Tiene la potestad de recrear realidades incomprendidas desde que era más chica y su padre le permitía colorear. Su padre la sentaba en su falda y le pedía que dibujara. Que dibujara y se quedara quietecita, que no se quejara aunque sintiera cosas. No ha pasado tanto tiempo. Entre las figuras dibujadas en el papel va apareciendo de a poco, en rayas grises, un hombre que contempla el rápido del agua discurrir. Tiene los brazos detrás de la espalda; las muñecas sujetas con la soga; otra soga colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza. Agustina también le ha dibujado algunas tablas flojas, en blanco y negro, colocadas sobre los durmientes de los rieles que le prestan un punto de apoyo a él y a sus verdugos. Los verdugos son dos soldados rasos del ejército federal que Agustina ha estampado. Blanco, negro, sombra. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, se halla de pie un oficial del ejército con las divisas de sus combates; estrellas de capitán. Grises, líneas finas y líneas gruesas. Cuando Agustina se detiene a dibujar en más detalle las medallas, el de la hendija se agita, jadea, intenta no hacer ruido mientras su mano se pierde. Desearía también tomar un lápiz, acuclillarse junto a Agustina, rozar su piel mientras comparten el pedazo de papel. Escuchar que ella lo sabe, que lo perdona por antes, por ahora y por más tarde. O que quizás lo disfruta un poco. El personaje del dibujo abre los ojos y escucha cómo corre el agua bajo sus pies. Piensa en que si lograra desatar sus manos, podría soltar el nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza hasta alcanzar la orilla; después se internaría en el bosque y huiría hasta llegar a la casa. El canvas. La hendija. Agustina. Hay un hombre mayor que la observa. Presiona casi hasta perforar el papel. Dibuja con tenacidad. El no está aquí. Atrapa la esencia. Sudan los poros. Vuelve a tomarla de los hombros y la lanza al suelo en un gesto que no sucede. Musita "mi Agustina" con una voz que no se dice. Se coloca encima. Se mueve provocándola y escuchándole decir que no es nada, que no importa, que siempre lo ha sabido y que le da igual. Colgado de la pared hay un Drawing Hands de Escher que les guiña un ojo entre el chasquido de los dedos de ambas manos. Cuando Agustina se estira para delinear los trazos de las sogas, en el dibujo blanco y negro sobre su falda, él vuelve a agitarse aún escondido; aún sin haber salido jadea, intenta no hacer ruido, su mano se sigue perdiendo, recuerda a su niña sobre las rodillas no hace tanto tiempo. Al hombre del papel se le parte el cuello y se balancea de un lado a otro sobre el puente del río Búho.


MUSICA
Ana María Matute
España (1926)

Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá. Y otra vez silencio. Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel y anotaba algo. La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
- ¡La música de papá no te la creas...! ¡Se la inventa!