11 de julio de 2009

Héctor Schmucler: "De la minucia trascendente de lo cotidiano a la preocupación por los cambios en un sistema so­cial que oprime hay pocos pasos"

A partir de los años setenta, luego de codirigir en Chile la revista "Comunicación y Cultura" junto a Armand Mattelart (1936) y Ariel Dorfman (1942), y dedicar­se a la reflexión sobre la técnica y la memoria, el sociólogo y semiólogo argentino Héctor Schmucler (1931) fue identificado casi exclusivamente con los estudios comunicacionales. Sin embargo, ocupó un lu­gar central en el pensamiento de los sesenta desde la crítica literaria, como creador y director de "Los Libros" y como integrante del consejo de redacción de "Pasado y Pre­sente", mítica revista cordobesa donde publicó, entre otros relevantes ensa­yos, "Rayuela. Juicio a la literatura", una de las más señeras reseñas de la obra de Julio Cor­tázar (1914-1984). Schmucler nació en Entre Ríos y estudió Letras en la ciudad de Córdoba, donde reside actualmente. Profesor de las universidades de Buenos Aires, México y Córdoba, organizó en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA el Seminario de Tecnología y Sociedad, y dirige la revista "Estudios" en la ciudad de Córdoba. Autor de numerosos ensayos -algunos de los cuales fueron reunidos en 1997 en "Memoria de la comunicación"-, ha participado además en diversas obras colectivas entre las que se pueden mencionar "América Latina en la encrucijada telemática", "Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana", "Periodistas. Entre el protagonismo y el riesgo", "Neoliberalismo, comunicación y después" y "Ciencia, periodismo y sociedad". La entrevista que sigue, concedida a los periodistas Rodolfo Ramos y Diego Viniarsky, fue publicada originalmente en la revista "El Perseguidor" nº 12 del verano de 2005.Comencemos por tus experiencias con la literatura en la adolescencia.

La propuesta me introduce al extraño ejercicio de pensar mi vida que, inevitablemente, empieza en la in­fancia. Antes de la adolescencia el vínculo con la lite­ratura puede ser maravilloso, aunque generalmente es poco intenso. En mi adolescencia, como ocurre con tan­tos adolescentes, empecé a escribir poemas, poemas de amor, por supuesto, sin saber qué está antes, si el senti­miento amoroso o el impulso de escribir. La memoria es caprichosa: recuerdo mejor el hecho de haber escrito al­gún poema de amor que la persona a quien se lo dedica­ba. Una temprana conciencia crítica, derivada segura­mente de mis lecturas, me impulsó a romper lo que ha­bía escrito y rogar que nadie lo viera. Por ese entonces, fui encontrando la literatura por todas partes. Me gusta­ba Neruda, pero era cortazariano de alma. Me agrada y sorprende estar hablando con ustedes porque me están preguntando por el mundo de las le­tras y hasta hace poco, durante un extenso período de mi vida, nadie me interrogaba sobre literatura. Creo que desde mediados de los años setenta las entrevistas que me hicieron o las vinculaciones que establecían con relación a mi persona rondaron más bien por otros espacios. No necesariamente sobre Comunicación, campo de estudios al que me vinculé durante décadas; también sobre ciertas corrientes de la filosofía y el pen­samiento acerca de la técnica, los fenómenos de la cul­tura o el tema de la memoria. Lo cierto es que durante largo tiempo dejé de ser convocado como alguien que pudiera hablar de literatura. Es raro, ya se sabe, el des­tino de los hombres. Porque mi vida consciente empe­zó absorbida por la literatura y a lo mejor, empiezo a presumir, así concluye. Uno ya está en una edad que obliga a pensar en los años finales. Y la idea no me dis­gusta. Tal vez nunca dejé de estar profundamente inte­resado por la literatura, por lo poético en cualquier sen­tido. Tengo la impresión de que estas preocupaciones siempre aparecieron en mis textos, aunque no hablara directamente de poesía. Este año, curiosamente, fui convocado a expresarme sobre literatura. A lo mejor son signos que no acabo de descifrar y que me sorpren­den. Recientemente apareció un libro muy lindo en el que se recopilan trabajos de diversos críticos y donde publicaron un par de artículos que aparecieron en la revista "Los Libros", uno sobre Cortázar y otro sobre Puig, que circulaban en fotocopias y son utilizados en algunas cátedras de literatura argentina.

¿El de Cortázar es sobre "62. Modelo para armar"?

Exacto, dos cosas muy cortas. Ese y uno sobre "Boquitas pintadas" de Puig. Hacía mucho que no publicaba ma­teriales literarios. Yo estudié Letras, después de haber empezado Medicina. Estas historias podrían ser larguísi­mas... Lo cierto es que estudié Medicina, hice tres, casi cuatro años, y dejé para estudiar Letras.

¿En Córdoba?

En Córdoba, sí. Yo soy nacido en Entre Ríos, pero cuando tenía un año me llevaron a Córdoba, de tal manera que mi vida se deslizó allí y me considero cor­dobés. Creo que empecé a estudiar Medicina por razo­nes literarias. Había algo romántico en mi aspiración a ser médico. Tenía un amigo (mayor que yo, por su­puesto) que era médico, médico del barrio donde vi­víamos. Un barrio bastante pobre, de origen obrero, ferroviario. Estaban los talleres del ferrocarril ahí cer­ca de mi casa. La figura de este "médico amigo" me inspiraba un sentimiento de enorme simpatía. Era un médico de niños, militante comunista, y yo lo veía co­mo un ideal: esa soltura en su relación con los chicos, con las familias, con el barrio... Empecé a estudiar Medicina por cuestiones extramédicas, no sé si me in­teresaba realmente la Medicina. Tenía dieciocho años (estoy hablando de los primeros años cincuenta) y en esa época estudiar Letras era exótico, casi anómalo; con­denaba a la marginalidad, mucho más que ahora. No sé por qué razón, tal vez porque estaba enamorado, pe­ro con un gran escándalo familiar dejé Medicina e hi­ce la carrera de Letras. Ya estaba presente algo que marcaría toda mi vida: la política. Desde muy joven estuve vinculado a la Juventud Comunista. Eran los climas irresistibles de la época. En los años cincuenta se vivían los ecos de la Segunda Guerra Mundial. Lue­go de la confrontación fascismo/antifascismo, estaba en plena expansión la Guerra Fría, el arduo conflicto encabezado por Estados Unidos y la Unión Soviética. Esos climas generan sentimientos y actitudes que explican mucho de lo que uno hace en la vida, no lo de­terminan pero lo condicionan fuertemente. Fui mili­tante de la Juventud Comunista primero en el secun­dario, después en la universidad. Era la época del pri­mer peronismo y no la pasábamos bien los comunis­tas... A mí me metieron preso siete u ocho veces en el mismo año, en 1950. El peronismo, particularmente en Córdoba, nos reprimía severamente, hasta el pun­to de dificultar la continuación de nuestros estudios. Muchos años después, paradójicamente, estuve muy próximo al peronismo, y ésa aún es una zona confusa, no la única por cierto, en la comprensión de mis ac­tos. En realidad, después de las arbitrariedades que me hizo padecer, nada, salvo los escabrosos caminos de las ideologías, explica mi actitud hacia el peronismo unas décadas después, en los setenta. No quiero introducir el tema de lo político, sino que me parece adecuado describir el clima que me rodeaba. Porque la poesía, para mí, también se contagiaba de política, y por eso Neruda venía al pelo. Era un gran poeta, militante, compañero. Era uno más.

Después te fuiste a Francia...

Terminé Letras, seguía trabajando en el campo lite­rario, y en el año '65 me dieron una beca de la Univer­sidad de Córdoba para ir a estudiar a Francia. Pensaba ir a Italia y luego a Francia; en los dos casos se trataba de una elección de orden literario. En Italia iba a estu­diar con Galvano Della Volpe, el teórico de la estética; había tenido un intercambio de correspondencia con él y me había aceptado como alumno, pero por una serie de cuestiones nunca fui y terminé en Francia, trabajan­do con Roland Barthes en el campo de la semiología li­teraria.

Tema que apenas había llegado a la universidad argenti­na, ¿no es cierto?

Efectivamente. En Córdoba había un gran lingüista y semiólogo, Luis Prieto, que tal vez haya sido la persona más importante del campo lingüístico en la Argentina. El venía de una corriente muy saussureana y terminó ocupando la cátedra de Saussure en Ginebra, donde murió hace unos diez años. Eramos muy amigos y ade­más trabajábamos en la misma universidad. Juntos ofre­cimos un seminario sobre Semiología y Literatura a partir de textos como "Elementos de Semiología" de Roland Barthes, tratando de vincularlos con la literatura; algo que, creo, no se había hecho hasta ese momento en la Argentina.

¿Y dónde fue eso?

En la Facultad de Letras de Córdoba. Todo eso me es­timuló a pedir una beca de la universidad. Cuando re­gresé a la Argentina, a finales del '68, mi destino era la literatura, aunque en Francia también me había acerca­do a estudios sobre otros fenómenos culturales, como los medios masivos. Eran recientes intereses del grupo que giraba alrededor de Roland Barthes.

¿Cómo fue tu experiencia de estudiar con Roland Barthes?

Me enseñó mucho, aunque él sostenía que no tenía nada que enseñarle a quien no estudiaba por su cuenta. En ese amable apartamiento radicaba su mayor enseñanza. Sus clases se llenaban y había que ir dos horas antes para encontrar un lugar. Eran clases multitudina­rias de setecientas, ochocientas personas. Claro que las razones de esos encuentros masivos en poco se parecen a las que deter­minan que entre nosotros, en este tiempo, haya esa cantidad de estudiantes en un aula. Había un interés auténtico de la gente por ir a escucharlo, y no por obligaciones administrativas. Era un momento de esplen­dor intelectual que marcó un largo período del pensa­miento francés y de buena parte de Occidente. Yo asis­tí, por supuesto, a los seminarios de él y era difícil sus­traerse a la tentación de escuchar a las grandes figuras. También daba su seminario Lacan, y aunque no era mi tema asistí algunas veces. Tal vez para evitar que hubie­ra tanta gente, Lacan dictaba sus seminarios a las doce del mediodía, hora en la que funcionan los comedores de estudiantes, de manera que si queríamos ir a escu­charlo debíamos suspender el almuerzo. Era la segunda mitad de la década del sesenta. Era el apogeo de Lévi Strauss, empezaban los grandes seminarios de Althusser, empezaba Foucault...

¿En mayo del '68 estabas allá todavía?

Sí, sí, volví a la Argentina a finales del año '68. En Francia se vivía un clima espiritualmente muy denso, en el sentido de la multitud de sentimientos que se expre­saban. Mientras lo estaba viviendo, uno se daba cuenta de que pasaba algo verdaderamente importante, pero recién muchos años después apareció con claridad la mag­nitud de lo que eso significó.

Volviste a fin del '68 y enseguida, salió "Los Libros". Ahora hablaremos de eso, que nos interesa particularmente. Te quería preguntar por las primeras revistas en las que partici­paste, digo, antes de "Pasado y Presente".

Participé en revistas juveniles, como la del centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía de Córdoba.

¿Tenés esos materiales? ¿Los conservaste?

Creo que por ahí anda alguno... Eran revistas muy artesanales, hechas en mimeógrafo, como se hacían en esa época. Yo publicaba poemas. Después estuve en otras re­vistas, también de Córdoba. Por ejemplo, "Vertical", que la hacíamos entre las ciudades de Córdoba y Río Cuar­to. Después vino la experiencia más importante, que fue "Pasado y Presente", una revista de cierta relevancia nacio­nal hecha por gente que venía de una militancia de iz­quierda más o menos ortodoxa en el Partido Comunista y que había empezado, desde hacía algunos años, a bus­car otros horizontes en el pensamiento, en la filosofía, en la literatura. Era una mezcla muy singular cuyo eje fue, sin duda, José María Aricó. Apenas salió el primer número nos expulsaron del Partido Comunista, al que pertenecíamos los que formábamos el núcleo central de la revista. Un pequeño grupo, pero que fue aglutinando a un fuerte sector intelectual y estudiantil que era como la periferia de "Pasado y Presente". Por ejemplo, todo el sector estudiantil de la Juventud Comunista de Córdo­ba se fue del Partido cuando nos echaron a nosotros. Te­níamos muy buena relación con otro grupo de Buenos Aires, liderado por Portantiero, que también estaba en conflicto con el Partido.

Gramsci era una de las claves de esa buena relación.

Exacto. Gramsci era uno de los focos, por ser Pancho Aricó quien había traducido a Gramsci. Gramsci y el pensamiento marxista italiano de la época, del cual Pancho era un gran conocedor. Pero además con una idea totalmente heterodoxa del marxismo. Era un clima de apertura de ideas y de ruptura de los moldes que tam­bién atravesaba nuestras propias vidas cotidianas.

Es allí donde publicás la reseña de "Rayuela".

En el último número de "Pasado y Presente", antes de ir­me a Francia. En esa época, yo había sentido la flecha de "Rayuela". En la historia de Cortázar, "Rayuela", es una espe­cie de rayo que penetra toda su obra. Antes de "Rayuela", Cortázar era un importante escritor apenas para algún grupo de literatos. "Rayuela" viene a condensar todo un clima de época; nos muestra y nos interroga a todos. Guardo un recuerdo muy fuerte de ese trabajo. Creo que fue uno de los primeros, de cierta extensión, que se es­cribieron sobre "Rayuela". A través de ese trabajo entré en vinculación con Cortázar, se lo mandé y le agradó mu­cho. Eso nos abrió camino a una amistad que mantuve con él todo el tiempo que estuve en Francia y que con­tinuó con los años, con idas y vueltas.

En "Rayuela" ya aparecían ciertos esbozos cortazarianos de una inflexión revolucionaria...

En "Rayuela" se hace explícita su apertura al mundo, a la minucia trascendente de lo cotidiano. De allí a la preocupación por los grandes cambios en un sistema so­cial que oprime, hay pocos pasos. Sin embargo, ya en trabajos previos de Cortázar aparecía el mismo espíritu, la misma preocupación por la existencia. En "El perse­guidor" está nítidamente "Rayuela". Pero también está en muchos escritos previos, como esa novela que se publi­có recién hace unos años y que es en realidad su prime­ra novela, "El examen", cuyos personajes parecen conti­nuarse en Rayuela. Cuando apareció "Rayuela", la senti­mos como un espacio de llegada, el lugar deseado, mo­délico. Nuestros amores, nuestras costumbres institui­das, todo entró en cataclismo en aquellos años. "Rayuela" funcionó para muchos de nosotros como una especie de iluminación, que decía nuestra ansiedad de apertura, ponía en palabras que parecían nuestras un espíritu ro­mántico que intentaba romper todos los moldes. Eso sig­nificó "Rayuela" y no sólo una gran novela. Fue una con­moción. Los escritores de la época lo recuerdan. Abelar­do Castillo habló de esto, también Liliana Heker.

Y luego vino la revista "Los Libros".

Yo venía de Francia con una idea de revista similar a "La Quinzaine Littéraire", que aún existe, dedicada a co­mentar la actualidad bibliográfica. Es decir, una revista que hablara de libros. En la adaptación que hicimos aquí propicié la lectura de la producción cultural, espe­cialmente la actualidad bibliográfica, incorporando to­das las herramientas de análisis que ofrecían las corrientes de pensamiento que se expandían básicamente en Europa y que penetraban entre nosotros. Era, estric­tamente, una revista de cultura, una revista de crítica abierta no sólo a la literatura. A Schavelzon, que recién había empezado con Galerna, le gustó la idea y apoyó el proyecto. "Los Libros" sirvió para expresar nuevas ideas, nuevos pensamientos, nuevas teorías. El primer núme­ro tiene un acento estructuralista insoportable, yo mis­mo ya no entiendo esos textos. En la elaboración de la revista, desde el comienzo, Ricardo Piglia tuvo una par­ticipación muy estrecha. También Nicolás Rosa, desde Rosario, un poco más alejado por razones geográficas. Después se formó un consejo de dirección más amplio donde participaron Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, quienes más de una vez se han referido a la historia de la revista.

La revista "Los Libros" sale en un momento político muy particular.

La revista fue incorporando progresivamente la preocupación por la política al compás de la politiza­ción que sufría toda la sociedad argentina. Recuerdo que yo estaba en Buenos Aires haciendo el primer número, trabajando con el diagramador, cuando por radio me entero del Cordobazo. Cuando me pregun­tan sobre mi participación en ese acontecimiento, suelo contar esta anécdota que muestra a las claras lo poco involucrado que estaba. No tenía la menor idea, me sorprendió. Más tarde hubo un número de "Los Libros" dedicado al Cordobazo, pero fue un año después. De entrada no fue una revista tan politiza­da, había un interés general en la política pero no era tan claro. Luego todo ocurrió rápidamente. La sociedad argentina se politizó también rápidamente, de manera brusca. El clima previo, aunque otro, era muy importante, decisivo, fundamental para todo lo que iba a venir después. Era el estallido de la cultu­ra, los años del Di Tella, el gran periodismo de "Prime­ra Plana". Todo eso después se politizó: el propio Di Tella, la vanguardia, distintos aspectos del arte, la danza, todo se corrió hacia la política en esos años '70, '71. Fue como un vendaval, un huracán que arra­só con todo. Queda un largo capítulo por escribir, al­guien lo hará algún día, que reflexione sobre la relación entre las ideas de esa vanguardia intelectual y el proceso político inmediato, en qué sentido esas van­guardias tuvieron un suelo común con las vanguar­dias políticas o de qué manera sedimentaron o nu­trieron el proceso político que tiene como culmina­ción y definición la lucha armada. En ese clima de politización crece la revista. Tal vez el ejemplo más singular es el número que dedicamos a Chile, donde Allende ya estaba en el gobierno. En ese número aparecen las primeras cosas sobre Comunicación vinculadas al proceso político chileno.

¿Te vas de la revista por cuestiones literarias o políticas?

Por razones políticas. Ya era una revista muy politiza­da. La anécdota es conocida. En realidad hubo un ahondarse de diferencias entre mis posiciones, que esta­ban más proclives a ese otro huracán, el peronismo re­volucionario que después se concreta en Montoneros, y las de los otros, que venían de una izquierda dura como Altamirano y Beatriz Sarlo, del Partido Comunista Revolucionario, o Ricardo Piglia, también maoísta pero de Vanguardia Comunista. Después tengo entendido que hubo discrepancias entre ellos y el PCR se quedó con la revista. En los últimos dos años, "Los Libros" era, aunque no dicho explícitamente, algo así como el órga­no cultural del PCR. Era claramente de acción políti­co-cultural. Ahí ya es otra cosa distinta de los tres pri­meros años.

¿Todo eso también influyó para que tu centro de atención se desplazara de la literatura a la comunicación?

Tal vez todo sea más casual. Tenemos que retroceder un poco. Ya en el año 1970 me ofrecieron dar clases en la Escuela Superior de Periodismo de la Universidad de La Plata. Hice una cátedra que se llamaba Semiología del Periodismo Escrito (que, por otra parte, debe haber sido la primera cátedra de ese tipo en América Latina). Cuento esto porque ahí yo me metí decididamente en los problemas de la comunicación masiva y debo reco­nocer que fue, puntualmente, porque me ofrecieron un trabajo y tuve la oportunidad de desarrollar mi área de interés, en la que me había formado. A partir de esa cir­cunstancia me fue interesando cada vez más el tema, que se juntaba estrechamente con el discurso político-ideológico de la época. Althusser empieza a tener un peso sólido dentro del pensamiento marxista argentino, o por lo menos de algunos sectores. En síntesis: una cir­cunstancia más o menos fortuita me introdujo al tema de la comunicación y me empecé a alejar más de lo lite­rario. Sospecho que también el clima político de la épo­ca me empujaba a estudiar fenómenos en apariencia más directamente vinculados a lo público. Mientras tanto, hacia la misma época se había formado una editorial que se llamaba Signos, donde dirigí una colección. Ahí apa­recieron varias cosas de literatura, muy de vanguardia: algo de Bataille, la primera edición del estudio de Jakobson y Lévi Strauss sobre "Los gatos" de Baudelaire... La editorial Signos, a su vez, es importante en la historia porque fue el núcleo sobre el que se fundó Siglo XXI Ar­gentina, donde yo seguí trabajando hasta el golpe del '76.

Cuando recalaste en Francia estabas entre Della Volpe y Barthes. ¿Cómo fue que llegaste a la literatura y al pen­samiento filosófico alemán expresado por la Escuela de Frankfurt?

Habría que señalar que en la Argentina había exis­tido toda una generación de filósofos formados en el pensamiento alemán, tales como Francisco Romero o Luis Juan Guerrero, el gran estudioso de la estética. Te estoy hablando de los años treinta. Sería interesante destacar que Guerrero enseñaba estética en La Plata en el año '35 o '36 y que puso en su bibliografía un tex­to de Benjamin, cuando a Benjamin no lo conocían ni los alemanes. Luego sigue teniendo peso el pensamien­to alemán, pero para nosotros, los que nos formamos más bien dentro del marxismo, una parte considerable de la filosofía alemana no estaba en el horizonte, entre otras cosas por su disputa con el marxismo. Todavía nadie era muy heideggeriano en la Argentina, salvo al­gunas excepciones. Excelentes excepciones sin duda, pero no era lo dominante. En los setenta sí, Benjamin y la Escuela de Frankfurt empiezan a inquietarnos. Unos años antes Murena, figura importante de toda es­ta corriente de pensamiento alemán, gran conocedor de literatura, traduce algunos ensayos de Benjamin y la "Dialéctica del Iluminismo" de Adorno y Horkheimer. Bueno, ahí empezó a interesarme, pero no éramos nu­merosos los interesados, tampoco circulaban muchos materiales y durante largo tiempo no hubo nuevas tra­ducciones. "La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica" fue el primer trabajo de Walter Benjamin que llegó a mis manos. No sé cómo me llegó, me acuer­do que era una fotocopia.

¿Y qué te pasó?

Me abrió una zona de reflexión inesperada, aun­que mi verdadero interés por el tema de la técnica se produjo muy posteriormente. Aparecían esos nuevos elementos insospechados desde una visión más so­ciológica. Los fenómenos de la cultura material, las formas concretas de vinculación entre los seres hu­manos, las formas concretas no sólo a nivel de la descripción sociológica tradicional, funcionalista o marxista, con categorías abstractas. Hablar del papel de la técnica es pensar en formas concretas de ejer­cicio de la vida de la gente que desde esquemas abs­tractos resultan secundarias. Las grandes explicacio­nes generales, que sólo pensaban en conflictos sus­tanciales pero inasibles, dejaban poco lugar para lo específico. Lo que empezó a interesarme fueron, jus­tamente, las formas precisas de existencia de los hombres. La televisión como fenómeno expansivo y generalizado, por ejemplo, recién empezaba en la Argentina y agregaba nuevos interrogantes al papel de los medios. Algunos empezamos a comprender que había algo específico en la significación de las prácticas comunicacionales condicionadas por las características de cada medio y por sus particulares retóricas, aunque estábamos lejos de cualquier pen­samiento macluhaniano.

Todos estos elementos que estás enumerando parecen ha­blar de algo que produce una transición en tu pensamiento de una forma de trabajo a otra. ¿Cambian también tus téc­nicas de escritura y de lectura?

Seguramente. Quiero decir, en la medida en que me empiezan a interesar temas más vinculados a lo filosófi­co también vuelvo a recuperar algunas cosas de lo espe­cíficamente literario. Si tuviera que definirlo, aunque no sé si es del todo exacto, en realidad me vuelvo más ensayista. El ensayo permite ahondar en conocimientos sin que la preocupación gire casi exclusivamente alre­dedor de la pureza metodológica. Poner en duda la soberanía de lo metodológico solía escandalizar cuando daba clases en las carreras de Comunicación. Es una vieja pelea contra la ilusión metodológica que parece asegurar el conocimiento. Pero estamos entrando en otro tema...

Vos hablabas al principio de tus primeros amores litera­rios: primero la etapa nerudiana, luego la cortazariana. ¿Y Holderlin, a quien siempre citás en tus trabajos? ¿Fue tam­bién un enamoramiento?

Se me ocurre que hubo un momento en que se abrió para mí la necesidad de un pensar más vinculado a la trascendencia. Una poesía, una literatura y una refle­xión que se vincularan más con cierto espacio místico, misterioso, religioso en un sentido muy amplio. Algunos hablarían, tal vez erróneamente, de metafísica. Se trata de lo que va más allá de lo inmediatamente social o de lo materialmente social. Muchas de las cosas que ya ha­bía leído se me revelaron con nuevos sentidos. Recién tenía ojos para ver lo que antes permanecía oculto. Cuando uno puede desplegar ciertas antenas, cuando se abre a horizontes imprevistos, percibe lo que antes ni había sospechado.

Pero por lo que entiendo es otra relación, no aquel ena­moramiento...

Creo que tiene que ver con algo que conmueve de otra manera. De cualquier forma, me parece que las co­sas están más mezcladas y también más diferenciadas. Utilizando las categorías que vos mencionás, se me ocu­rre aclarar que lo nerudiano no es comparable con lo cortazariano. Neruda fue un entusiasmo poético; Cortá­zar, una sacudida vital.

Antes hablaste de una iluminación al referirte a Cortázar.

Claro, exactamente; un momento benjaminiano. El estallido donde se concentra un relámpago que ilumina la existencia de uno y, al iluminarla, permite percibir de otra manera tanto el pasado como lo que uno quisiera para el futuro.