5 de junio de 2009

La lección de Chejov (1). Rudimentos

Anton Chejov (1860-1904) fue -cronológicamente- el último de los clásicos rusos. Fue suya la época en que se desarrollaron las doctrinas del activismo revolucionario que, unas décadas más tarde, provocarían la caída del régimen zarista. Como conse­cuencia del clima social predominante, la prosa en forma de cuentos, relatos, planfletos, etcétera, se convirtió en el género más representativo y obtuvo una gran difusión entre la población.
Hasta llegar a la era soviética, en la prosa narrativa rusa existían cuatro grandes corrientes: el neorrealismo objetivo, la propaganda social, el mis­ticismo y el pesimismo. A esta última perteneció Chejov, que había comenzado su carrera literaria como humorista, pero poco a poco lo fue dejando para llegar a una concepción pesimista de la vida; su humo­rismo inicial se desvaneció tras su amargo conocimiento de las adversidades de la vida, lo que lo llevó a satirizar sutilmente todas las miserias morales de la sociedad rusa.
Las primeras notas de su tristeza aparecieron en 1886 cuando escribió "La estepa", un cuento en el que los personajes -hombres senci­llos, comunes- se debaten entre dudas, contradicciones y un feroz escepticismo: nada saben, y peor aún, nada quieren. Como no pueden creer, se conforman con una suerte de rebelión pasiva. Su visión gris del mundo, su apatía, lo lleva a decir por entonces: "Pintamos la vida tal como es y después, nada. Nada, aunque quisieran estimularnos con azotes. No tenemos objetivos próximos ni lejanos, y nuestra alma está vacía, totalmente vacía. No tenemos ideas políticas, no creemos en la revolución. Dios no existe, no tenemos miedo de los aparecidos y, personalmente, no temo a la muerte ni a la ceguera. Quien no quiere nada, no espera nada y no tiene miedo de nada, no puede ser un artista".
Obsesionado por el misterio de la vida humana, sostiene que es preciso dejar de creer en lo que se dice y en lo que se escribe, y observar y reflexionar cada uno por sí mismo. Afirma que un artista debe plantearse proble­mas pero no resolverlos; debe únicamente denunciar los hechos, exponerlos, pero sin deseo de adoctrinar. En una carta a su amigo, el editor Aleksey Suvorin (1834-1912), dice: "No son los escritores quienes deben resolver problemas tales como el de Dios, o el del pesimismo. El papel del escritor consiste solamente en presentar los personajes, las circunstancias y la forma en la cual hablan de Dios o del pesimismo. El artista no debe ser juez, ni de sus personajes, ni de lo que dicen, sino solamente un testi­monio imparcial... Son los jueces, es decir los lectores, quienes habrán de juzgar. Mi quehacer es tener talento, dicho de otro modo, saber distinguir los testimonios más importantes de los que no lo son, saber regular el relieve de mis héroes y saber hablar su propia lengua. Las gentes que escriben, sobre todo si son artistas, de­ben confesar que en este mundo todo es incomprensible. La masa cree que lo sabe y lo comprende todo. Cuanto más tonta, más amplio es su horizonte. Pero si el artis­ta, en quien esta masa cree, tiene el valor de declarar que no comprende nada de lo que ve, sus palabras constituirán un gran paso adelante".
Máximo Gorki (1868-1936), años después, definiría la postura de Chejov: "Ante esa masa triste de gentes impotentes, pasó un gran hombre, inteligente, atento a todo, que miró a todos los habitantes de su patria y dijo, con una voz hermosa y sincera, con un reproche suave y profundo, con una nostalgia desespe­rada en el rostro y en el corazón: ¡Señores, qué mal vivís!". Chejov encontró, a través de los perso­najes de sus obras, la manera de transmitir a los lectores la pobreza espiritual, la miseria y la falta de ideales de sus compatriotas. Estas son descriptas sin ánimo de instruir ni de reprochar; únicamente se limitó a escribir, a narrar los hechos, con -a pesar de todo- un dejo de esperanza. Probablemente por eso, sus escritos fueron acogidos favorablemente, ya que representaban un consuelo para aquella sociedad oprimida.
Esa técnica que utilizaba en sus cuentos fue valorada por León Tolstoi (1828-1910): "Chejov, como artista, no puede parangonarse con los escritores rusos precedentes -con Turguenev, con Dostoyevski o conmigo-. Chejov tiene su forma propia, como los impresionistas. Uno mira, el artista usa los colores como sin escogerlos, cual si las pinceladas carecieran de relación entre sí. Pero nos alejamos un poco, se contempla la tela, y el conjun­to nos da una impresión extraordinaria: ante nosotros tenemos un cuadro claro, indiscutible".
Este juicio, de los más agudos sobre la técnica chejoviana, ha ser­vido a los críticos para poner de relieve como principal mérito de Chejov en la historia de la literatura rusa moderna, el haberse alejado definitivamente del estilo entonces clásico; así como el propio Tolstoi, Fiodor Dostoyevski (1821-1881), Iván Goncharov (1812-1891) o Iván Turguenev (1818-1883), caracterizaban a los personajes por medio de largas descripciones, relatando minuciosamen­te todos sus antecedentes en la vida, Chejov eliminó lacónicamente de sus cuentos todo aquello que no interesase al momen­to de la acción; el carácter del protagonista quedaba descripto únicamente en base a las respectivas situacio­nes, por medio de frases sumamente expresivas. Consideraba que "la brevedad es hermana del genio", y ese principio utilizó en todas sus obras.
Hacia 1880, cuando ya había terminado la época de esplendor de los grandes maestros de la literatura rusa, aparecieron sus primeras obras. Durante los siguientes veinticinco años, su figura sobresalió por encima de todos los demás escritores rusos vivos, a excepción de Tols­toi.Como ya se ha dicho, empezó su carrera literaria escribiendo pequeños artículos cómicos sobre temas generales pintorescos, que publicaba en distintas revistas. Sin embargo, hacia 1888 se había consagrado en el mundo de los prosistas como cuentista de gran originalidad.
Si Chejov fue -como suele opinar la crítica especializada- el mayor dramaturgo ruso, como cuentista no se quedó a la zaga: los cincuenta y ocho relatos que escribió desde principios de ese año hasta su muerte bastaron para situarlo en la cúspide de la literatura rusa. Como autor de cuentos cortos, para mu­chos críticos supera a Nikolai Gogol (1809-1852), a Nikolai Leskov (1831-1895) e incluso alpropio Tolstoi; para otros, Chejov fue el escritor ruso más grande de todos los tiempos.Esos cuentos encierran, se­gún el decir del ya mencionado Gorki, un valor profundo: "Lo desconcertante de su talento es que no inventa nada y no escribe sobre nada que no exista en el mundo. No nos hace ni más buenos ni más bellos de lo que somos, y precisamente por esto hay personas que no quieren a Chejov. El mundo de sus cuentos es un mundo sencillo, humilde, verdadero, de una elocuencia irresistible y de una validez universal".Seguramente por eso fue que influyeron grandemente, no sólo en Rusia, sino también, y muy especialmente, en el ámbito de lengua inglesa: Raymond Carver, William Faulkner, Ernest Hemingway, James Joyce, Katherine Mansfield, Arthur Miller, John Steinbeck, Tennessee Williams o Virginia Woolf reconocieron en Chejov a su maestro.