30 de mayo de 2009

Roberto Arlt. En defensa de un estilo o cómo estimular a los principiantes

Roberto Arlt (1900-1942) fue un narrador y dramaturgo hijo de humildes inmigrantes de origen alemán e italiano, que vivió pocos años y se formó como un autodidacta con lecturas sumamente heterogéneas que iban desde los realistas a los naturalistas europeos. También sus oficios fueron sumamente variados y se entregó con frecuencia a extraños inventos y quiméricas aventu­ras. Como periodista le dieron notoriedad las "Agua­fuertes porteñas", que publicaba en el diario "El Mun­do". También trabajó en el vespertino "Crítica", en "Ultima Hora" y en la revista humorística "Don Goyo".
Su primer libro, "El juguete rabioso" (1926) -considerada como una de las mejores novelas argentinas- narra la iniciación de un adolescente al mundo del hampa. En "Los siete locos" (1929) y su continuación "Los lanzallamas" (1931), vuelven a aparecer retratados de modo realista los bajos fondos de Buenos Aires, con sus tangos, delincuentes, prostitutas y rufianes. Su primer volumen de cuentos -"El jorobadito" (1933)- recoge algunos publicados ya en "El Mundo" y "La Nación", pero la mayoría eran inéditos. Poste­riormente, y como consecuencia de un viaje a España que extendió al norte de Africa, escribió "El criador de gorilas" (1941), un pintoresco conjun­to de animadas aventuras. Arlt también escribió crónicas y obras de teatro renovadoras como "300 millones" (1932), "Saverio el cruel" (1936) y "La isla desierta" (1937).
En una autobiografía escrita para "Cuentistas de hoy" que la edi­torial Claridad publicó en 1929, Arlt decía: "He nacido el 2 de abril del año 1900. He cursado las escuelas primarias hasta tercer grado. Luego me echaron por inútil. Fui alumno de la Escuela de Me­cánica de la Armada. Me echaron por inútil. De los quince a los veinte años practiqué todos los oficios. Me echa­ron por inútil de todas partes. A los veintidós años escribí 'El juguete rabioso', novela. Durante cuatro años fue rechazada por todas las editoriales. Luego encontré un editor inexperto. Jamás será superado el feroz ser­vilismo y la inexorable crueldad de los hombres de este siglo. Creo que a nosotros no ha tocado la horri­ble misión de asistir al crepúsculo de la piedad y que no nos queda otro remedio que escribir deshechos de pena, para no salir a la calle a tirar bombas o a ins­talar prostíbulos. Pero la gente nos agradecería más esto último. El hombre en general me da asco, y tengo como única virtud el no creer en mi posible valor lite­rario sino cinco minutos al día".


Arlt, un hombre ciclotímico, temperamental y nervioso, de ademanes ampulosos y un pronunciar extraño heredado de sus padres (que lo identificó tanto como sus antológicas faltas ortográficas y sintácticas), es el símbolo por excelencia del escritor torturado, autodidacta y genial. La real dimensión de su aporte a la literatura argentina se vio afectada durante mucho tiempo por las polémicas que agitaban la vanguardia porteña de los años veinte, sobre todo aquellas que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con algunos de los escritores adscritos al primero, Arlt no dejó de sufrir el desdén de aquellos jóvenes cultos que se arrogaban para sí los derechos a la tradición y la renovación literarias, fieles representantes de un arte minoritario y europeizado. Ese rechazo lo llevó a ocultar sus lecturas y a alardear de sus deficiencias de estilo y, por consiguiente, se lo relacionó con quienes desde el popular barrio de Boedo defendían un arte comprometido con los problemas del hombre, preferían el cuento y la novela a la poesía, y veían en la literatura una posibilidad de contribuir a la transformación de la sociedad.
Ejemplo de ese rencor almacenado durante años es el prólogo de "Los lanzallamas", que escribió cuando la novela se publicó en 1931:

Con "Los lanzallamas" finaliza la novela de "Los siete locos". Estoy contento de haber tenido la voluntad de traba­jar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obli­gación de la columna cotidiana. Digo esto para estimular a los principiantes en la vo­cación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de pa­pel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, consti­tuye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuan­do se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce "surmenage".No, no y no. Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood" que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titu­lará "El amor brujo" y aparecerá en agosto del año 1932. Y que el futuro diga.



Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias. Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfru­ta tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, en­tre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a al­gunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.Variando, otras personas se escandalizan de la bruta­lidad, con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello pro­venía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de "Ulises", un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino me­dia docena de iniciados.


En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda come­dia que representan en todas las horas de sus días y sus noches. De cualquier manera, como primera providencia he re­suelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: "El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etcétera, etcétera".

No hubo prácticamente intervalo entre la redacción de la primera parte de la novela, publicada con el título de "Los siete locos", y la segunda, "Los Lanzallamas". La obra se fue componiendo para su im­presión a medida que Arlt la escribía y al reunirse el material suficiente para formar un volumen, apareció en 1929 el primer tomo. Su autor prosiguió trabajando sin descanso durante un año y al siguiente fue editada la última parte. Para indicar la continuidad entre una y otra, acudió a la mejor tradición cervantina hacien­do que uno de los personajes, el Astrólogo, comentase al comienzo de "Los lanzallamas" una frase dicha al final de "Los siete locos" por otro de sus protagonistas, el -con el tiempo- célebre Erdosain. Las dos novelas tomadas en conjunto ofrecen -según su autor- "tres aspectos: uno psicológico, otro policial y otro de fantasía".


Estas perspectivas, algunas ya en vigencia y otras que alcanzaron pleno desarrollo hacia los años cincuenta, se entreveran y coexisten desordenadamente en Arlt, lo que constituyó una verdadera innovación en la literatura argentina. En las páginas de "Los siete locos" y "Los lanzallamas" se habla de la inmoralidad sexual, del desencanto político, de la crueldad del capitalismo, de la mentira y los abusos en el Buenos Aires de los años treinta, un período histórico turbulento generado por el predominio en el gobierno de ciertos grupos militares de tendencias fascistas que terminarían por asentarse en 1945 en su variante atenuada pero fascistoide al fin.
El desprecio por esa sociedad aparece en los personajes arltianos con una gran variedad de matices, que van desde el grotesco y la ironía hasta el egocentrismo y el masoquismo, pasando por el expresionismo y el nihilismo. En ese sentido, su ficción es "una máquina utópica -señala el escritor Ricardo Piglia (1941) en "Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria"-, pues pone de manifiesto los mecanismos paranoicos de la política y revela todo lo que ésta posee de confabulación". En el mismo ensayo, Piglia afirma que "Arlt lisa y llanamente inaugura la novela moderna argentina. Porque tiene una decisión estilística nueva, quiebra con el lenguaje de ese momento. Es el primer novelista argentino, y el mayor, por donde se lo mire".


A pesar de los muchos exégetas de su obra que hacen incapié en su desordenada formación de autodidacta y su falta de método para organizar su investigación en busca de una concepción estética o ideológica, para otros como Abelardo Castillo (1935) Arlt fue, para por lo menos las dos últimas generaciones de escritores argentinos, "un hombre que obligó a redefinir las bases de la literatura nacional. Desde el punto de vista temático y lingüístico, pero sobre todo en la relación entre el artista y su época". En palabras del crítico literario Noé Jitrik (1928): "Después de Arlt, es imposible desentenderse de lo que a uno le toca en relación con lo que describe. Hacer eso sería traicionar finalmente la tarea, y por cierto desvirtuar lo que se quiere decir".