3 de enero de 2009

Jacques Derrida: "Cuando recuerdo mi vida, tiendo a pensar que tuve la oportunidad de amar hasta los momentos infelices de la misma"

El pensamiento -denso y laberíntico- de Jacques Derrida (1930-2004), un pensador clave del siglo XX, ha revitalizado el campo de la crítica literaria, abriendo novedosas for­mas de analizar los textos. Filósofo y lingüista, analista del lenguaje como proceso vivo de comunicación, su amplio conocimiento de la filosofía influyó notablemente en sus estudios literarios de tal modo que, en muchas de sus obras, se desdibujan los límites entre ambas disciplinas. Su obra se centró en la "gramatología", el lenguaje, la construcción del texto, el valor filosófico y social del lenguaje. Su principal contribución ha sido la noción de "deconstrucción". De manera muy simplificada, la deconstruccón implica que todo texto tiene múltiples significados y la mayoría de ellos no llegarán a ser tenidos en cuenta ni si­quiera por el autor de la obra. En lineas gene­rales, sus contribuciones han sido mejor recibidas por profesores de literatura y psicoanalistas que por la comunidad filosófi­ca. Nacido en Argelia, a los doce años, víctima de un decreto del Gobierno de Vichy fue privado de la nacionalidad francesa, excluido del colegio francés y enviado a un centro de la judería. En 1949 se trasladó a París, donde estudió filosofía en la Escuela Normal Superior de París, antes de hacer el servicio militar durante la crisis argelina. Comenzó a impartir docencia en La Sorbona en 1960 y, en 1965, fue nombrado profesor de la Escuela Normal Superior, donde enseñó filosofía. También lo hizo en las universidades norteamericanas Johns Hopkins, Cornell, Yale y California, y fue director de estudios de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences de París. Su metodología deconstructivista alcanzó una relevancia tan significativa como polémica, con aplicaciones que alcanzan al mundo de la lingüística y la comunicación, la literatura y la filosofía, la arquitectura, etcétera. Su amplia obra incluye, entre otros, "De la grammatologie" (De la gramatología), "La dissémination" (La diseminación), "Positions" (Posiciones), "Marges de la philosophie" (Márgenes de la filosofía), "L'écriture et la différence" (La escritura y la diferencia), "Heidegger et la question" (Heidegger y la pregunta), "Spectres de Marx" (Espectros de Marx), "Sonogrammes de la télévision" (Ecografías de la televisión) y "Politiques de l'amitié" (Políticas de la amistad). Ya muy enfermo, concedió en París una de sus últimas entrevistas a Jean Birnbaum del "Le Monde", la que fue reproducida por la revista "Ñ" nº 55 del 16 de octubre de 2004, una semana después de su muerte.Su presencia se hizo más evi­dente que nunca desde 2003. No sólo firmó varias obras nuevas, sino que participó en numero­sos coloquios sobre su trabajo. Se le consagró una duodécima película -"Derrida", de Amy Kofman y Kirby Dick-, y números especiales de las revistas "Magazine Littéraire" y "Europe". Es mucho en un solo año, y sin embar­go usted no oculta que está...

Dígalo. Sí, muy enfermo, es ver­dad, y probando un tratamiento terrible. Pero olvidemos eso, por favor. No estamos aquí para es­cuchar un parte de salud.

De acuerdo. Volvamos sobre "Espectros de Marx". Es una obra crucial, dedicada al tema de una justicia futura, que comienza con un exordio enigmático: "Alguien, usted o yo, dice: quisiera aprender a vi­vir por fin". Diez años después, ¿en qué punto se encuentra en lo que respecta a ese deseo de "saber vivir"?

Yo nunca aprendí a vivir. ¡En absoluto! Aprender a vivir de­bería significar aprender a morir, a tener en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta, sin resu­rrección ni redención, ni para sí ni para el otro. Es, a partir de Platón, la vieja exhortación fi­losófica: filosofar es aprender a morir. Creo en esa verdad sin rendirme a ella. Y cada vez me­nos. Nunca aprendí a aceptar la muerte. Todos somos sobrevi­vientes con plazo, y desde el pun­to de vista geopolítico de "Espec­tros de Marx", insisto sobre to­do en un mundo más desigual que nunca, en los miles de millo­nes de seres vivos -humanos o no- a quienes se niegan no sólo los "derechos del hombre" ele­mentales, que ya tienen veinte si­glos y que aumentan sin cesar, sino ante todo el derecho a una vida digna de ser vivida. Pero yo sigo siendo ineducable en lo rela­tivo al conocimiento del saber morir. Todavía no aprendí ni in­corporé nada en lo que respecta a ese tema. El plazo se agota rápi­damente. No sólo porque soy, al igual que otros, heredero de una serie de cosas buenas o terribles: como la mayor parte de los pen­sadores a los que se me asocia están muertos, cada vez más a menudo se me trata de sobrevi­viente, de último representante de una "generación", en líneas generales la de los '60, lo cual, si bien no es del todo cierto, no me inspira sólo objeciones sino sen­timientos de rebelión algo me­lancólicos. Como, por otra parte, algunos problemas de salud se tornan álgidos, la cuestión de la supervivencia o del plazo -que me preocupó durante toda la vi­da- adquiere hoy otro color de manera concreta e insoslayable.

Usó la palabra "generación". Es un concepto delicado que a menudo aparece en su escritu­ra. ¿Cómo llamar a lo que se transmite de una generación?

Yo utilizo esa palabra de forma algo laxa. Podría ser el contemporáneo "anacrónico" de una "generación" pasada o futura. Ser fiel a quienes se relacionan con mi "generación", ser el guardián de un legado diferenciado pero común, significa dos cosas: en primer lugar, sostener, contra to­do y contra todos, exigencias compartidas de Lacan a Althusser pasando por Levinas, Foucault, Barthes, Deleuze, Blanchot, Lyotard, Sararí Kofman, etcétera; para no nombrar a tantos pensadores vivos de los que también soy heredero, o a otros extranjeros. Esa predilección es una exigencia. No sólo relaciona a aquéllos y aquéllas que evoqué sino a todo el medio que los sos­tiene. Hay que salvar o hacer re­nacer esa época a cualquier pre­cio. Hoy la responsabilidad es ur­gente: exige una guerra inflexible a la opinión, a lo que llamo los "inte­lectuales mediáticos", al discurso general de los poderes mediáti­cos, que responden a grupos político-económicos, a menudo editoriales y académicos. No hay que olvidar que, en esa reciente época "feliz", no había nada que no fuera irónico. Las diferencias estaban a la orden del día en ese medio que era cualquier cosa menos homogéneo como el que podría reagruparse, por ejemplo, en una débil apelación al género "pensamiento del 68". Si esa fide­lidad toma a veces la forma de in­fidelidad y desviación, hay que ser fiel a esas diferencias, vale de­cir, continuar la discusión. Por mi parte, sigo discutiendo a Bourdieu, Lacan, Deleuze, Foucault, por ejemplo, que me si­guen interesando mucho más que esos autores que concitan la atención de la prensa actual. Ese debate me sigue pareciendo vivo porque no se rebaja ni se degrada mediante denigraciones. Lo que dije de mi generación bien vale para el pasado, de la Biblia a Platón, Kant, Marx, Freud, Heidegger, etcétera. No quiero re­nunciar a eso; no puedo hacerlo. Aprender a vivir es siempre algo narcisista: se quiere vivir todo lo posible, salvarse, perseverar y cultivar todas las cosas que, infinitamente más grandes y fuertes que uno, no obstante forman parte de ese pequeño "yo" al que desbordan por todos lados. Pedir­me que renuncie a lo que me formó, a lo que tanto amé, es pe­dirme que muera. En esa fideli­dad hay una suerte de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una dificultad de for­mulación, a un pliegue, a una pa­radoja, a una contradicción suplementaria, porque no se la va a entender o porque algún perio­dista que no sabe leer ni siquiera el título de un libro, cree enten­der que el lector o el oyente tam­poco van a comprender y que su sustento se verá en peligro, me resulta una obscenidad inacepta­ble. Uno crea una escritura de la promesa heredada, de la huella preservada de la responsabilidad confiada. Yo creé mi escritura, y lo hice como una revolución in­terminable. En cada situación hay que crear un modo de expo­sición apropiado, crear la ley del acontecimiento singular, tener en cuenta al destinatario previsto o deseado y, al mismo tiempo, pensar que esa escritura determi­nará al lector, que la aprenderá a leer, a "vivir", ya que no está ha­bituado a recibirla. Uno espera que renazca con otra determina­ción: por ejemplo, esos injertos sin confusión de la poética sobre la filosofía, o ciertas formas de usar las homonimias, lo indecidible, los ardides de la lengua. Ca­da libro es una pedagogía desti­nada a formar a su lector. Las producciones masivas que inun­dan la prensa y las editoriales no forman a los lectores. Suponen de forma fantasmática un lector que ya está programado, y es así que terminan por crear ese desti­natario mediocre que postulan a priori. O, por una cuestión de fi­delidad en el momento de dejar una huella, no puedo hacerla accesible a cualquiera ni tampoco dirigirla a alguien en particular. La huella que dejo significa a la vez mi muerte, futura o ya acae­cida, y la esperanza de que ella me sobreviva. No se trata de una ambición de inmortalidad, sino que es estructural. Dejo papel, parto, me muero: es imposible salir de esa estructura; es la for­ma constante de mi vida. Cada vez que dejo partir algo, vivo mi muerte en la escritura. Prueba extrema: se expropia sin saber a quién se confía aquello que se deja.

¿Quién va a heredar y cómo? ¿Tendrá herederos?

Es una pregunta que se puede plantear hoy más que nunca. Pienso en ello permanentemente. En ese sentido, el tiempo de nuestra tecnocultura experimentó un cambio radical. La gente de mi "generación" estaba habituada a determinado ritmo histórico: se creía saber que cierta obra podía o no sobrevivir en función de sus cualidades uno, dos o como en el caso de Platón, veinticinco si­glos. En la actualidad, sin embar­go, la aceleración de las modali­dades de archivo, pero también el desgaste y la destrucción, trans­forman la estructura y la tempo­ralidad del legado. En el caso del pensamiento, la cuestión de la supervivencia ya adopta formas absolutamente imprevisibles. A mi edad, tengo hipótesis contra­dictorias con respecto a este te­ma: tengo simultáneamente el doble sentimiento de que, por un lado, para decirlo sin modestia y con una sonrisa, no se ha empe­zado a leerme, que si bien hay muchos buenos lectores -algunas decenas en el mundo, tal vez-, en el fondo es más tarde cuando to­do eso tiene posibilidades de apa­recer. Por otro lado, también pienso que quince días o un mes después de mi muerte ya no que­dará nada excepto lo que está de­positado legalmente en la biblio­teca. Le aseguro que creo al mis­mo tiempo y con toda sinceridad en ambas hipótesis.

En lo que respecta a Europa, ¿no está usted en parte en guerra consigo mismo? Por un lado, destaca que los atentados del 11 de septiembre derriban la vieja gramática geopolítica de las potencias soberanas e insta­lan así la crisis de cierto concep­to político que usted define co­mo propiamente europeo. Por otro, conserva cierto apego a ese espíritu europeo, al ideal "cosmopolítico" de un derecho internacional cuya declinación describe. O la supervivencia...

Hay que "recuperar" la cosmopolítica. Cuando se ha­bla de política, se usa una palabra griega, un concepto europeo que siempre supuso el Estado, la for­ma "polis" ligada al territorio na­cional y a lo autóctono. Cualquie­ra sean las rupturas en el interior de esa historia, ese concepto de política sigue siendo el dominan­te incluso en el momento en que una serie de fuerzas lo disloca: la soberanía del Estado ya no está li­gada a un territorio, como tam­poco las tecnologías de la comunicación ni la estrategia militar, y esa dislocación pone en crisis el viejo concepto europeo de políti­ca. Y de la guerra, y también la distinción entre civil y militar, y el terrorismo nacional o interna­cional. Sin embargo, no creo que haya que lanzarse contra la políti­ca. Lo mismo pasa con la sobe­ranía, que considero resultó posi­tiva en determinadas situaciones; para luchar, por ejemplo, contra ciertas fuerzas mundiales del mercado. Se trata de un legado europeo que hay que cuidar y transformar al mismo tiempo. Es lo mismo que digo en "Voyous" (Rebeldes) respecto de la demo­cracia como una idea europea que al mismo tiempo no existió nunca de forma satisfactoria y aún está por instalarse. En efecto, siempre hago ese gesto, para el cual no tengo una justificación última excepto que se trata de mí, que es en ese punto donde estoy. Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no sabe hasta qué punto, más de lo que usted supone, y digo cosas con­tradictorias, que están en una tensión real, que me construyen, me dan vida y me hacen morir. En ocasiones la veo como una guerra aterradora y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vi­da. No encontraría la paz más que en el eterno reposo. Es por eso que no puedo decir que asu­mo esa contradicción, pero tam­bién sé que es eso lo que me da vida y me hace plantear, precisa­mente, su pregunta: "¿cómo aprender a vivir?"

En dos libros recientes plantea la cuestión de la salvación, de la brevedad de la supervivencia. Si la filosofía puede definirse co­mo "atenta anticipación de la muerte" ¿se puede ver la "deconstrucción" como una ética in­terminable del sobreviviente?

Como ya dije, la supervivencia es un concepto original, que constituye la estructura misma de lo que llamamos la existencia. En térmi­nos estructurales, somos sobrevi­vientes, estamos marcados por la estructura de la huella, del testa­mento. Sin embargo, no querría dejar la puerta abierta a la inter­pretación según la cual la super­vivencia está más cerca de la muerte, del pasado, que de la vi­da y del futuro. No, la decons­trucción está siempre del lado del sí, de la afirmación de la vida. To­do lo que digo a partir de "Pas au moins" (Como mínimo) res­pecto de la supervivencia como complicación de la oposición vida-muerte procede en mi caso de una afirmación incondicional de la vida. La supervivencia es la vi­da más allá de la vida, la vida más que la vida, y mi discurso no es mortífero sino que, por el contra­rio, es la afirmación de un ser vi­vo que prefiere vivir y, por lo tan­to, sobrevivir a la muerte, ya que la supervivencia no es simple­mente lo que reposa, sino que es la vida más intensa posible. Nun­ca me sentí tan acosado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y alegría. Gozar y llorar la muerte que ace­cha, para mí es lo mismo. Cuando recuerdo mi vida, tiendo a pensar que tuve la oportunidad de amar hasta los momentos in­felices de la misma, y de bende­cirlos. Cuando recuerdo los mo­mentos felices, también los bendigo, sin duda, y al mismo tiem­po me precipitan al pensamiento de la muerte, hacia la muerte, porque son pasado, terminaron...