1 de enero de 2009

Gonzalo Rojas: "Las palabras están para usarlas"

El poeta chileno Gonzalo Rojas (1917) nació en el puerto de Lebú, capital de la provincia de Arauco. Estudió Derecho hasta el tercer año y luego ingresó al Institu­to Pedagógico de la Universidad de Chile. Durante algunos años trabajó como inspector en el Instituto Barros Arana, alfabetizador de los mineros en Atacama; fue jefe de redacción de la revista "Antártica" y profesor en Valpa­raíso. Entre 1938 y 1941 se acercó al grupo surrealista Mandrágora integra­do por Braulio Arenas (1913-1988), Teófilo Cid (1914-1964) y En­rique Gómez Correa (1915-1995), entre otros. En 1948 apareció su primer libro "La mise­ria del hombre" del que dijo Gabriela Mistral (1889-1957): "Su libro me ha admirado y me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito". En 1952, trabajó como profesor de las cátedras de Literatura Chilena y Teoría Literaria en el Departamento de Español de la Uni­versidad de Concepción donde per­maneció hasta 1970, cuando el presidente Salvador Allende (1908-1973) lo nombró Consejero Cultural en China. En 1964 había aparecido "Contra la muerte", un libro clave en su poética. El golpe militar de 1973 encontró al poeta en La Habana, donde se desempeñaba como Encargado de Negocios. Inmediatamente fue expulsado de todas las universidades chilenas por "significar un peligro para el orden y la seguridad nacional". Consiguió entonces trabajo en la Universidad de Rostck, Alemania Oriental, y en 1975 viajó a Venezuela contratado por la Universidad Simón Bolívar. Dos años después apareció en Caracas su tercer libro "Oscuro", y su poesía comenzó a publicarse en México, Madrid y Nueva York. En 1979 regresó a su tierra natal y se radicó en Chillán. En 1992 recibió el Primer Premio Reina Sofía de Poesía Ibe­roamericana y el Premio Na­cional, máximo galardón que otorga Chile a sus escritores; en 1998 fue merecedor del Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, y en 2003 del Premio Cervantes. Entre sus libros se destacan: "Transtierro", "Antología breve", "Del relámpago", "50 poemas", "El alumbrado", "Materia de testamento", "Antología de aire", "Desocupado lector", "Las hermosas", "Zumbi­do", "Río turbio" y "América es la casa y otros poemas". El poeta argentino Samuel Bossini (1957), director de la re­vista y el sello editorial Malvario lo entrevistó en oportunidad de la edición en Argentina de "Contra la muerte", el libro que lo consagró como una de las voces imprescindibles de la poesía latinoamericana. En el nº 16 de la revista "Lezama" de agosto de 2005 se publicó un fragmento de esa larga conversación.Comencemos por su encuentro con la poesía.

Ese encuentro es tan increíble­mente remoto, sin jugar con ningún vocablo, como increíblemente próxi­mo. Desde luego yo pienso que tiene que ver, cosa muy frecuente por aquí y por otros lados, con la vivacidad de la tierra, de las cosas de la tierra. Llá­mese viento, ventolera. Llámese pol­vo, llámese zumbido del agua (yo vi­vía a orilla del mar). Yo creo que en mí operó muy fuertemente lo natural, claro, se explica, ¿no? Estoy hablan­do del plazo de mis cuatro o cinco años de edad, a lo mejor de antes, pe­ro pienso que a esa altura yo no podía oír nada que no fuese el ejercicio vivo de las cosas. El sonoro zumbido de las aguas, del mar, el viento; el venta­rrón era el personaje de mi vida, un mundo muy pequeño que a mí sim­plemente me parecía... simplemente que era el mundo entero. Y nunca creí o quise creer que ese paraje tan pequeñito, un mineral de carbón, fuera breve, reducido... yo pensé que ese era el mundo, no más.

Cuando usted salía a la poesía, quien estaba era Pedro Prado, ahora un poeta un poco olvidado, pero que en su momento era un es­critor que marcaba toda una línea.

Claro. Esta pregunta tuya me pa­rece más interesante todavía. Porque me toca en mi juego de escribir, de creer que escribo poesía, o de que pensé poesía. Yo leí temprano algunos poetas chilenos, de los cuales uno era este Pedro Prado que tú me señalas. Un escritor que había nacido en el año no sé qué, pero que había escrito en el año 1908 del siglo anterior... Que re­moto nos queda, cien años para atrás ya... En 1908 había escrito un libro que se llamaba "Los pájaros..." no sé qué. Era "Los pájaros salvajes". No, ahora recuerdo, "Flores de cardo", qué raro el nombre, qué divertidamente modernístico. "Flores de cardo" para oponer a la idea de fragilidad y de la gracia de la flor: la aspereza, la dureza, una antinomia demasiado visible, segura­mente. Sin embargo a mí me gustaba, pero no pensando nada. Me gustaba ese papel del señor Prado, que supe era un arquitecto, un señorito, un niño bien del pequeño Santiago de Chile de esos años.
Quien irrumpe con fuerza, in­clusive antes que Neruda, es Vi­cente Huidobro que trae inquietes de Europa...
Yo a Huidobro lo he leído pero ca­si paralelamente con Neruda. A la que leo antes, un poquito antes, es a la Mis­tral. En unos papeles muy feos, de un libro muy feo de lectura para niños que se llamaba Libro de Lectura, que nos ponían en el colegio, en la escuela pú­blica. Y el libro de ella se llamaba: "De­solación", un aburrimiento de título, no era ajeno a lo que ella misma había vi­vido, allá en Magallanes, por la punta sur de Chile. Allí había escrito aquel li­bro que vino a ser publicado tarde, en el año '22, que fue publicado en New York, pero eso es un cuento aparte. El juego de la publicación no tiene nada que ver con la escritura de esa mujer. Los papeles de ella me gustaban, y ¿sa­bes porque me gustaban Samuel?, por­que la palabra que ella hacía era ruda, tan vivaz y a la vez de tan mal gusto. Eso me encantaba porque se parecía a lo que yo veía a mí alrededor. Todo era feo. El feísmo de la Mistral es una ca­tegoría, pienso ahora. Es toda una categoría estética, el feísmo ya lo es. Pe­ro el feísmo de ella era especialmente precioso para mí.
Y acá en Santiago de Chile, que sería el centro de la poesía y de la creación en ese momento, ¿quié­nes había además de los que histó­ricamente son conocidos como Ne­ruda, Huidobro, Pablo de Rokha...?
Llego a Santiago de Chile tardía­mente. No olvides que yo fui, en un pa­ís de línea tan... de puro litoral como es Chile. Tu sabes que es un país lon­gilíneo, yo me venía del centro sur, un poco más debajo de este lugar que estamos hablando -Chillán-, de Concep­ción de Chile, que fue la segunda ciu­dad que yo visité en mi vida, después de haber nacido en ese Lebú. Bueno, el hecho que yo salí de Concepción, más bien de Talcahuano, un pueblito que está al lado de un puentecillo, salí pa­ra Valparaíso, para remontar hacia Iquique, que era del Perú en esos años antes de una guerra ominosa para mí, que era una guerra de despojo por par­te de los chilenos. Entonces fui a parar a Moliendo, en el Perú. Piénsame a mí como a un muchachillo viajatario, via­jero, viajerillo que empezaba a cami­nar con el único modo de caminar de la época, cuando no había aviones, los trenes eran malos, entonces uno viaja­ba en barcos, en barcos de cabotaje que iban parando de caleta en caleta, o de puerto en puerto. Todo esto tiene que ver con la ida a Santiago, tú me lo nombraste, tu eres el culpable, me nombraste Santiago. Santiago capital de no sé qué me era un pueblucho más para mí, no tenía ninguna importancia. Yo llego en el '37 de mi vida, a Santiago de Chile ¿no?, como un forastero que ya ha visitado el hondón provincial de su país, de modo que yo ya tengo un exilio por dentro antes de llegar a la pequeña capital de Chile, que es San­tiago que hoy tendrá sies millones que eso no es nada, y que en ese entonces tendría siecientas mil personas, nada más.
¿Cuando llegó con qué se en­contró? Su primer libro se publica aquí en Santiago, ¿no?
Sí, yo escribo un libro más adelan­te, me demoro; yo soy moroso, siem­pre moroso. Yo siempre me he demo­rado. La única prédica que yo di en mi vida es no apurarse. Ser lentiforme y demorarse. A mí me ha funcionado la idea de la mora y la demora. Demo­rarse, no andar a la carrera, la prisa, el éxito o como se quiera llamar: lata, trampa, autotrampa, no sirve. Enton­ces yo escribo mucho más adelante de ese plazo en que llego a Santiago. Me encuentro con un paisaje literario, en el año '37, divertido, curioso, bonito. Estaba plenamente vigente Huidobro, todavía vive ahí, viene a morir en el año '48. Neruda estaba ausente, pero muy visible, muy presente. Estaba también la Mistral, errante ella, viajó mientras yo era un muchacho, ella es­taba siempre fuera del país. El Prado que tú me mencionaste, existía. Un se­ñor que se llamaba Joaquín Edwards Bello, era un periodista bueno, estima­ble, era tío de un señor más conocido hoy día, Jorge Edwards.
¿A quién más leía?
A Manuel Rojas, llevaba mi ape­llido, no tenía nada que ver conmigo, había nacido en Argentina, curiosa­mente más por azar que por otra cosa, era hijo de padres chilenos, llegó a ser un gran escritor y lo era ya entonces cuando yo entré a Santiago de Chile. Otro bueno era José Santos González Vera. Era muy parco, muy azorinesco, muy en la cuerda o parentesco de Azorín. Me parecía un buen escritor porque era un podador, yo ya estaba por la poda, yo de temprano fui podador. La poda se me dio como necesaria. Co­mo un instrumento que parece, un desinstrumento, pero yo no era un golo­so de decir, sino un parco. ¿Dónde aprendí la parquedad y la poda? Le­yendo a los clásicos. ¿Dónde leí a los primeros clásicos en grande? Cuando era niño, en un internado de pobres o de ricachones más bien. Pero yo era un becario de ese internado. Me gustó leer en la biblioteca del colegio, como único compañero, a los grandes clási­cos de todos los tiempos. En los clási­cos aprendí la poda, y aprendí en ellos la demora. Por eso es que siempre digo que no he progresado gran cosa, desde aquellos días míos de niño.
¿Cuál es el título de su primer libro?
Ese primer libro lleva un título, un designio genérico divertido, pero nada singular. Yo creía que era muy mío, no es cierto, nada es tan de uno, casi nada es de uno. Después vine a descubrir que ese títu­lo andaba también en no sé... en un es­crito de un filósofo, pensador francés del XVIII y podía haber andado en un papel del mismo Bretón, padre del su­rrealismo. Me refiero a "La miseria del hombre". Alguien que estaba tan en bo­ga y no en boga, en recuerdo, un es­critor de tercera clase para mí. Esti­mable persona sin embargo, discutido como todos los seres humanos, discu­tibles. Cuando yo publiqué mi libro di­jo que yo le había robado el título de su papel que se llamaba "Las miserias del temperamento". Yo le respondía, no sea ridículo hombre, las palabras es­tán para usarlas. Además Tempera­mento no es lo mismo que decir Hom­bre. Yo decía la miseria del hombre, o sea la fragilidad humana, ¿quién no sabe que somos frágiles? No es ninguna adivinación eso.
Un grupo que tuvo peso en Chi­le, como Qué en Buenos Aires, fue la Mandrágora...
Es que la Mandrágora no existe, eso es lo único que me permito decir­te en mi temprana edad de ochenta y siete años. No existe ni existió, fue un juego, una mo­vida de ajedrez discutible de unos mu­chachitos de la ciudad de Talca, en Chile, cerca de Santiago. Ahí había un liceo de estudiantes, de muchachos. El Teófilo Cid, el Braulio Arenas y el Gómez Correa ellos inventaron este proyecto. No era malo, era bonito. Mandrágora es un vocablo remoto, viene de lejos. "Alreaune" se dice en ale­mán. En italiano se decía Mandrágora y el mismo Maquiavelo escribió un papel sobre la Mandrágora. El mito es bueno, es aproximadamente así: cuan­do colgaban a los condenados en la horca caía semen, porque parece que los muchachos que estaban colgando ahí, derramaban su semen, su semillita encima de una planta. Ese es el mi­to, es muy lindo, muy hermoso. En­tonces la planta recogía ese semen, esa semilla humana que caía encima de ellas. Había dos ejemplares de la planta llamada Mandrágora, que era una planta herbácea, de la familia de la solanácea como la patata, como la papa. Una era el ejemplar masculino y otro el femenino. El que valía era el fe­menino. ¿Por qué razón? Porque cuan­do el semen cae sobre la planta feme­nina y uno conseguía arrancarla sin caer muerto ahí mismo, entonces ob­tenía de golpe la gloria, el amor, la for­tuna, la alegría.
Pasa la Mandrágora y usted se queda en Chile.
Viví en Chile largamente. Pero viví Chile de un modo especial, ya digo, vi­ví un intrachile. Este país largo, her­moso. Con cresta de océano, de agua preciosa y otras crestas de nieve infini­ta en los Andes. Este país me fascina­ba, yo me fui a vivir a distintos parajes o párrafos, más geológicos que geo­gráficos de este largo país; me fasci­naba vivir para siempre en cada rin­cón, nunca turísticamente. Yo no fui un turista de mi país, sino uno que se fue obstinadamente, obsesivamente a vivir su país, por eso que no te parez­ca raro que yo viviera en las zonas del desierto norte de Chile, en la zona del salitre, nitrato de sodio, como me en­señaron en el colegio.
¿"Contra la muerte" de qué año es?
"Contra la muerte" es de muy tarde, del '48. Pero yo me había ganado con ese título, con ese libro, un premio que data del '46 y no me dieron el premio lo que no me ofendió para nada, es decir, ¿en que consistía el premio? El premio consistía en la edición del li­bro. Hubo por parte de una cosa que se llamaba Sociedad de Escritores de Chile que ya existía entonces, pues no me cumplieron y pasaron dos años. Digo del '46 al '48 van dos años y un día mi compañera, mi esposa, que era una británica me dice: "¿Dónde está el libro que te ga­naste?". "Y no sé, pues" le dije. "No puede ser, cómo va a ser eso". Total, impulsado yo por la mujer, me fui a buscar mi papel que estaba en po­der de otro señor, que lo había guar­dado, perdido, en la editorial que debía haber publicado aquel libro y ese señor se llamaba Manuel Rojas. Ma­nuel, todo un encanto de ser humano, que llegó a ser amigo mío mucho des­pués. Le dije: "Oye Manuelito, entonces donde están los originales de mi libro, pues". "No sé, se perdieron por aquí", me dijo. Total que lo encontramos; en cuatro patas andábamos entre él y yo. El era un gigantón enorme, yo era un dimi­nuto. Así que lo encontramos y yo lo publiqué por mi cuenta en Valparaíso de Chile en una imprenta que nunca había publicado libros, y que se rieron de mí porque me dijeron: "Cómo vamos a publicar libros, si aquí no se hacen li­bros, señor. Lo que aquí se hacen son boletas de pagos, son papeles para los cines, para los teatros, para los circos". "No importa", les respondí, "hagámonos un libro". Y así salió mi primer libro y en pocos meses llegó a mi poder y yo es­taba en cama enfermo, en Valparaíso, con una gripe o algo así. Llegaron al fin quinientos ejemplares traídos por Hugo Sanbeliz, ahora ya muerto, un tipo encan­tador, ex alumno mío. Me gritó por la escalera: "¡Gonzalo -yo vivía en la segunda planta-, aquí está tu libro!". Me lo llevó y yo salí a recoger el libro. Cuando mi­ro el volumen, la cara exterior del li­bro, me dolió tanto el corazón que pensé: "Dios, cómo es esto, éste soy yo mismo", y esa especie de desollamiento me dio una vergüenza enorme, Sa­muel, y lo incrusté de canto contrario, de cómo se ponen los libros. Y así que­dó el libro como avergonzado. Eso te demuestra cómo no tenía en el fondo ningún interés por ninguna publici­dad, nada.