16 de agosto de 2008

Los nombres de la Ilustración

Entre el Absolutismo que alcanzó su plenitud entre los siglos XVI y XVII, y el Romanticis­mo de la primera mitad del siglo XIX, discurrió la ideología del denominado Siglo de las Luces, de la Ilustración o Despotismo Ilustrado. Los monarcas del Despotismo Ilustrado -al mejor estilo absolutista- seguían ostentando el poder como recibido de Dios y, salvo en Inglaterra, todos creían que era a Dios a quien tenían que rendir cuentas, no al pueblo. Sin embargo, imbuidos del espíritu de la Ilustración, algunos de ellos intentaron realizar re­formas, en especial, de tipo cultural, en sus respectivos Estados. En ese sentido se destacaron Federico II el Grande (Friedrich von Hohenzollern, 1712-1786) en Prusia; Catalina II (Sophie von Anhalt Zerbst, 1729-1796) en Rusia; María Teresa (Maria Theresia von Habsburg, 1717-1780) y José II (Benedikt von Habsburg Lothringen, 1741-1790) en Austria; Luis XV (Louis de Bourbon, 1710-1774) en Francia; Carlos III (Carlos de Borbón, 1716-1788) en España; y Gustavo III (Gustav av Holstein Gottorp, 1746-1792) en Suecia.
Estos monarcas se impusieron el deber de modificar en mayor o menor grado los sistemas educativos de sus respectivos países con la implantación de la educación estatal y la secularización de la enseñanza, con la decla­rada finalidad de disipar las hasta entonces consideradas tinieblas de la humanidad mediante las "luces de la razón".
El movimiento tuvo también sus repercusiones en América. En Estados Unidos, por ejemplo, militaron en él figuras como George Washing­ton (1732-1799) o Thomas Jefferson (1743-1826), y en Iberoamérica lo hicieron Simón Bolívar (1783-1830), Manuel Belgrano (1770-1820) y Andrés Bello (1781-1865). Sin embargo, la Ilustración -que en Europa fue un movimiento minoritario de la realeza, la nobleza, la burguesía y los intelectuales-, en América tuvo un carácter democrático y popular.
La Ilustración obtuvo su base doctrinal en el renacimiento y en especial en las corrientes empiristas y racionalistas que van desde René Descartes (1596-1650) hasta John Locke (1632-1704), pasando por Francis Bacon (1561-1626), Galileo Galilei (1564-1642), Hugo Grocio (1583-1645), Thomas Hobbes (1588-1679), Baruch Spinoza (1632-1677), Isaac Newton (1642-1727), Wilhelm Leibniz (1646-1716) y Pierre Bayle (1647-1706). Estas doctrinas lograron desarrollarse mediante las revoluciones políticas producidas en Holanda, Inglaterra, Bélgica, Irlanda y Francia, a través del empuje de la burguesía y las transformaciones económicas que desembocaron a la larga en lo que se denomina Revolución Industrial.
Desde Gran Bretaña, donde algunos de los rasgos esenciales del movimiento se dieron antes que en otro lugar, la Ilustración se asentó en Francia a través de Francois Marie Arouet, Voltaire (1694-1778) y produjo allí su cuerpo ideológico más importante, la "Enciclopedia" y su doctrina, el enci­clopedismo. La "Enciclopedia", que constaba de ocho volúmenes, se editó entre 1751 y 1772 y en ella colaboraron entre otros, Francois Quesnay (1694-1774), Denis Diderot (1713-1784), Jean le Rond D'Alembert (1717-1783), Claude Adrien Helvetius (1715-1771), Paul Henri Thiry d'Holbach (1723-1789), Joseph Louis Lagrange (1736-1813) y Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Sin embargo, la idea de la "Enciclopedia" también nació en Inglaterra con la "Cyclopaedia o Diccionario Universal de Artes y Ciencias", que Ephraim Chambers (1680-1740) publicó en dos volúmenes en Londres entre 1727 y 1728. Cuando un editor de París quiso tra­ducirla y solicitó la colaboración de Diderot y D'Alambert, éstos le propusieron un plan mucho más ambicioso que culminaría con la publicación de la célebre "Enciclopedia".
La Ilustración trajo consigo el espíritu crítico. A partir de ella, todo habría de ser puesto en duda, revisando los principios que hasta entonces se creían irrenunciables y básicos, y reafirmando el espíritu científico. Durante esta época apareció también el materialismo moderno de la mano de Julien Offray de La Mettrie (1709-1751), quien afirmaba que en la naturaleza no había más que materia y movimiento, los que eran eternos ya que habían existido siempre. El universo existía necesariamente desde toda la eternidad y el hombre era obra de la naturaleza, existía en ella y estaba sometido a sus leyes, de las cuales no podía emanciparse ni salir, ni siquiera por el pensamiento.
La Ilustración no admitió una religión concreta positiva. Sí predicó las virtudes del "deísmo"
(doctrina que pretende demostrar la existencia de Dios a partir de bases racionales) en contraposición al "teísmo" (que parte de la revelación y la fe), además de insistir sobre la conveniencia de rendir culto a un Ser Supremo, Dios, pero sin distinción de teologías o sectas.
En lo político, la Francia de la Ilustración tuvo como fondo la Re­gencia de Philippe d'Orléans (1674-1723) durante la minoría de edad de Luis XV (de 1715 a 1723) y su posterior largo reinado (de 1724 a 1774). La Regencia fue ya una época de cansancio y decadencia producto de las
continuas guerras -en especial durante el reinado precedente-, cuando la miseria y el hambre de las clases populares eran imposibles de solucionar ya que se gastaba el dinero en soldados y arma­mentos y, sumado a ello, se despilfarraba en la fastuosa corte de Versailles. El Estado se reducía al monarca y sus familiares, a la nobleza, a la burguesía acomodada y a los intelectuales, salidos de esa burguesía. Muchos escritores predijeron el fin de esta política, entre ellos François Fénelon (1651-1715), que en su obra "Les aventures de Télémaque" (Telémaco, 1699) hablaba de la sustitución del régimen absoluto por el gobierno de una oligarquía aristocrática.
Fue este momento una época de libertinaje y desenfreno. El Parlamento recobró la facultad de "protestar" las leyes dictadas por el monarca, mientras los jueces eran arrinconados y los nobles sustituían a los ministros formando una serie de consejos. El economista escocés John Law (1671 -1729) pretendió poner fin a la bancarrota, pero como consecuencia de una especulación sin base real, tuvo que declararse en quiebra y la burguesía francesa quedó arruinada.
Al asumir el poder Luis XV en 1723, débil e inde­ciso, entregó el mando al cardenal André Hercule de Fleury (1653-1743), con el que Francia logró en buena medida rehacerse. Pero, tras su muerte, el monarca se dejó guiar por una plé­yade de cortesanos y sobre todo por sus propias favoritas, como Jeane Antoinette Poisson (1721-1764), marquesa de Pompadour, o la condesa Jeanne du Barry (1743-1793). La burguesía protestó, imbuida por las ideas ilustradas, a la par de los campesinos e incluso la propia nobleza, representada por Charles Louis de Secondat (1689
-1755), barón de Montesquieu. A pesar de las tenues reformas introducidas por el Ministro de Asuntos Exteriores René Louis D'Argenson (1694-1757), y el Secretario de Estado Etienne Francois de Choiseul (1719-1785), los gérmenes de la revolución ya estaban echados.
En medio de aquella pasividad, Voltaire, Montesquieu y Rousseau miraban hacia Inglaterra, en donde el monarca reinaba pero no gobernaba, y era el Parlamento el que ejecutaba esa función con la alternancia de partidos para que la aristocracia y la burguesía alcanzasen el poder por medio de elecciones. El padre del liberalismo moderno, Locke, había sentado las bases de esa forma de gobierno y los ilustrados franceses se disponían a recoger su antorcha. El sucesor de Luis XV, Louis Auguste de Bourbon (Luis XVI, 1754-1793), no hizo más que profundizar la crisis. Su ejecución mediante la guillotina el 21 de enero de 1793 marcó el fin de la monarquía absolutista en Francia. Estos episodios -sumados a la declaración de la independencia de Estados Unidos y la revolución industrial en Inglaterra- signaron la culminación del Siglo de las Luces.