23 de agosto de 2008

Conversaciones (VI). Julio Cortázar - Elena Poniatowska. Sobre discriminación y revolución

En uno de sus innumerables viajes, Julio Cortázar (1914-1984) recaló en México en los primeros meses de 1975 y, al visitar la Editorial Siglo XXI, se encontró con la escritora y periodista mexicana nacida en Francia Elena Poniatowska (1932), quien ha descollado en el género de la entrevista y la crónica a través de libros como "Palabras cruzadas", "Fuerte es el silencio", "Nada, nadie, las voces del temblor" y "La luna y sus lunitas". En ese ámbito se dio una larga charla entre el autor de "Bestiario" y la también novelista autora de "La noche de Tlatelolco", la que fue publicada por la revista "Plural" nº 44 (México, mayo de 1975), y cuyos fragmentos más interesantes se transcriben a continuación.


E.P.: Julio, tú siempre describes niños entrañables, adolescen­tes entrañables y sobre todo, sufrientes...

J.C.: Tuve una infancia en la que no fui feliz y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en el mundo de los niños. Es una fijación. Soy un hombre que amo mucho a los niños. No he tenido hijos, pero los amo profundamente. Creo que soy muy infantil en el sentido en que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmedia­tamente establezco una buena relación con ellos, muy buena. Lo que sí no me gustan nada son los bebés, no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos...

E.P.: Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, por­que son auténticos.

J.C.: Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de "La señorita Cora", la situación de ese adolescente enfermo yo la viví. Como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los dieciséis años, cuando consideraba que unas niñas de dieci­ocho, veinte años ¡eran mujeres muy adultas! Entonces me parecían un ideal inaccesible y por eso se creaba una situa­ción de realización imposible. "La señorita Cora" es un cuento en el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.

E.P.: De esa fijación tuya en la infancia ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes, etcétera?

J.C.: Sí, me gustan mucho los juguetes pero los juguetes ingenio­sos, los que se mueven y actúan así como me fascinaron las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al "Larousse Ilustrado" lo olía, tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalescencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: "Qué le encuentras a un diccionario?". "Todo".

E.P.: Tu madre, Julio, ¿no tenía tu imaginación?

J.C.: Mi madre fue muy imaginativa y con una cierta visión del mundo. No era una gente culta pero era incurablemente ro­mántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, no era culta pero su imaginación me abría otras puertas. Teníamos un juego: "Mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar gran­des historias". Esto sucedía en Banfield. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes. En mi casa había una biblioteca y una cultura.

E.P.: ¿Tú crees que el hecho de haber vivido entre hijos de obreros y pobres influyó en que ahora te preocupes por los problemas de miseria e injusticia en América Latina y formes parte del Tribunal que juzga los Crímenes de Guerra de la Junta militar en Chile, por ejemplo?

J.C.: No creo que haya influido de manera directa pero sí creo que fue una fortuna subliminal vivir una infancia pobre con niños pobres, porque después entré a una clase pequeño-burguesa muy definida...

E.P.: ¿Por qué dices que fue una fortuna subliminal vivir entre pobres?

J.C.: Porque esto me marcó definitivamente y para bien.

E.P.: ¿Como escritor?

J.C.: Como escritor también, porque ¿cuál es el problema que se refleja en muchos escritores latinoamericanos? No me gusta citar nombres y no lo acostumbro, pero Eduardo Mallea, por ejemplo, demuestra que ignora totalmente la manera de vivir de esa gente. Es un ejemplo parcial, pero así como Mallea hay muchos escritores latinoamericanos cuya primera educación no les ayudó a entender mejor las cosas que más tarde se les escapan definitivamente.

E.P.: ¿La realidad de su país?

J.C.: Sí. Creo que mucho de mi conocimiento de la realidad de América Latina, su rebelión y su desamparo se la debo a mis amigos, hijos de obreros.

E.P.: Julio, y tu afán por Europa, ¿cuándo se manifestó? ¿Cuándo decidiste instalarte en Francia? ¿Eras euro­peizante como todos los argentinos? Europeizante, trilingüe, snob y cultísimo como suelen serlo los intelectuales?

J.C.: Creo que fui un esteta.

E.P.: ¿Eres?

J.C.: Soy... Me encerré durante años a leer, no hablaba con nadie, durante mi juventud fui un misántropo, me metí en el mundo de la cultura y de la estética y eso duró muchos, muchos años. Leía, sólo leía. Y escribía, sin publicar, por orgullo, porque sabía que lo mío era bueno.

E.P.: ¿Tan bueno como lo de Borges?

J.C.: Distinto. Borges es admirable.

E.P.: ¿Hiciste cuentos por seguir a Borges? ¿Gracias a su in­fluencia?

J.C.: Más bien los escribí por Poe.

E.P.: ¿Por eso tradujiste a Poe?

J.C.: Eso fue casi una fatalidad porque de niño desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Los leí a los nueve años y, por Poe, viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es una gran literatura y lo que es el cuento. Ya adulto me preocupé por completar mis lecturas de Poe, es decir, leer los ensayos que son poco leídos en general, salvo los dos o tres famosos -el de la filosofía de la composición- y Francisco Ayala, en la Universidad de Puerto Rico, muy amigo mío en Argentina, se acordó de nuestras conversacio­nes y me escribió preguntándome si yo quería hacer la traduc­ción... Yo hice la primera traducción total de la obra de Poe, cuentos y ensayos, que tampoco estaban traducidos. Fue un trabajo enorme, duró mucho tiempo, pero fue un trabajo magnífico porque ¡hay que ver todo lo que yo aprendí de inglés traduciendo a Poe!

E.P.: ¿Esto lo hiciste en Argentina?

J.C.: No, ya en París. Dejé la Argentina en 1951 y me instalé definitivamente en París. Tenía treintisiete años; gran parte de mi vi­da había transcurrido en Argentina y me llevé mi casa a cues­tas: Argentina. Justamente en el año en que me fui de la Ar­gentina hice la traducción de Marguerite Yourcenar que tanto te interesa, Elena. Yo me iba a Europa a la aventura, sin dine­ro y naturalmente, necesitaba conseguir todos los recursos posibles. Tenía bastante experiencia como traductor; hice buenas cosas, muy buenas. Traduje a Chesterton, a André Gide, las cartas de Keats, en fin, tenía un buen "background" como traductor. Siempre me gustó traducir. Por eso busqué traducciones para hacer en Europa y mandar a Buenos Aires. Como la Editorial Sudamericana ya había publicado mi librito "Bestiario", justamente en el momento en que me fui de Argen­tina, me dieron a elegir entre unos cuantos libros. Vi "Las memorias de Adriano" que había leído en francés y me había fascinado y se los pedí y exigí además un plazo largo para hacerlo porque sabía que ese libro había que hacerlo bien... Incluso empecé a trabajarlo en el barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella, releí el libro, intenté distintos enfo­ques de la traducción, la fui trabajando, la hice en París, se publicó y la crítica siempre ha dicho que se trata de una buena traducción. A Marguerite Yourcenar nunca la he visto salvo en una pantalla de televisión.

E.P.: Y cuando traducías, Julio, ¿no tuviste la sensación de estarle quitando tiempo a tu obra personal? ¿Ahora tra­duces?

J.C.: No, nunca tuve esa sensación, porque en esa época yo tenía mucho tiempo y siempre he tenido una gran capacidad de tra­bajo cuando tengo ganas de hacer algo. En esa época yo tenía mucho tiempo, era absolutamente desconocido, de manera que tú ni nadie venía a entrevistarme, a tomarme fotos, a pedirme autógrafos y no tenía un correo de un metro cúbico semanal. Es decir, que yo era verdaderamente una persona que vivía la vida que siempre me gustó vivir, la vida de un solitario, es decir, que dedicaba medio día a ganarme la vida traduciendo para la Unesco y me sobraba el resto del día para leer y escribir...

E.P.: Y ahora, ¿por qué le dedicas tanto tiempo a la gente?

J.C.: Porque no puedo evitarlo. Yo no sé hasta qué punto uno se conoce a sí mismo; muy poco, probablemente. Pero si de algo estoy convencido es que si me hubiera quedado en Argentina y hubiera hecho una carrera equivalente a la que hice en Europa, después hubiera sido lo mismo. Desde niño, he tenido un sentimiento muy profundo de mi prójimo como persona. Lo que no tenía era el sentimiento de mi prójimo como colectividad, como historia; eso lo aprendí con los cubanos. Pero en el plan individual, la tristeza de alguien que está cerca de mí es como la tristeza de un animal; hago cualquier cosa por aliviar la pena del animal. No puedo ver sufrir a un gato, a un perro, no lo acepto. Por lo tanto, un hombre, una mujer...

E.P.: Y, ¿no tienes la sensación de pérdida de tiempo? Perdona que insista en el tiempo, pero últimamente me obsesiona especialmente.

J.C.: Mira, yo he perdido tanto tiempo en mi vida que sería una hipocresía considerar que una acción en el sentido de aliviar una situación de pena o de enfermedad, puedo considerarla una pérdida de tiempo. De ninguna manera, no, no, no. Yo sé que hay cosas que me hacen perder el tiempo. Por ejemplo, este momento en París, los problemas cotidianos de los chilenos, los argentinos, los uruguayos, que llegan expulsados, sin dinero, desconcertados, muchas veces sin conocer el idioma en una ciudad que les parece hostil porque todavía no tienen los contactos necesarios. Yo hago lo imposible por darles amigos, aclarar su situación, acompañarlos. Para mí no es una pérdida de tiempo. Es igual que si estuviera escribiendo un libro.

E.P.: Julio, ¿tu capacidad de trabajo sigue siendo tan grande? ¿Trabajas durante muchas horas?

J.C.: No, y a medida que va pasando el tiempo cada vez menos. Cuando empiezo un libro -hablemos de una novela que es un trabajo más continuado- y tengo una necesidad imperiosa de escribir ese libro, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo, doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol a veces semanas y meses, hasta que finalmente la cosa em­pieza; es evidente, lo sé por experiencia porque siempre me sucede lo mismo. El primer tercio del libro avanza a empujones, entro a una etapa de trabajo continuo y final­mente me olvido de comer y de dormir. Me acuerdo muy bien cuando escribí "Rayuela"; mi mujer venía a tocarme en el hombro para llevarme a comer un poco de sopa. Todo el final de "Rayuela" fue escrito en un estado tal de posesión que no lograba alejarme de la mesa de trabajo.

E.P.: ¿Y conservas esa misma capacidad de enloquecimiento?

J.C.: Sí, sí, fíjate que de "El libro de Manuel" escribí las últimas cincuenta o sesenta páginas de un tirón hasta el final, así, las escribí tomando mucho alcohol, completamente solo... De una sentada...

E.P.: Según lo declaraste en alguna ocasión "Los premios" empezó siendo un cuento. ¿Hiciste la novela a partir del cuento? ¿Te ha pasado lo mismo con alguna otra obra; construirla de una manera azarosa?

J.C.: ¡Jamás he hecho esa declaración! ¡Es absolutamente falsa! Si hay un libro que empezó como una novela es "Los premios". Ahora si quieres te cuento la anécdota de cómo nació "Los premios", aunque de alguna manera está dicho en una pequeña nota que hay al principio o al final del libro. Hacía yo un viaje en barco desde Marsella hasta Buenos Aires; veintiún días en tercera clase, lo cual no era muy cómodo; de todas maneras mi mujer y yo teníamos una pequeña cabina y la gente que viajaba no era nada simpática, tú sabes, es una cuestión de azar; en algunos viajes uno es feliz porque encuentra cuatro o cinco personas con las que se entiende, pero ahí no había realmente nadie. Entonces mi mujer se dedicaba a leer y a tomar sol en el puente y yo tuve ganas de escribir esa novela que me venía rondando y el momento era perfecto porque conseguí una cabina solitaria, tenía una máquina de escribir portátil y empecé, y creo que al llegar a Buenos Aires había escrito algo así como cien páginas.

E.P.: Tu idea de la Revolución es singular porque siempre te has manifestado por una revolución individual, la revo­lución que empieza por uno mismo, desde dentro, lo cual resulta inaceptable para los P.C. tradicionales... Has declarado en varias ocasiones que el hombre debe nacer nuevamente y que la Revolución debe dar a luz a un nuevo hombre, ¿o no?

J.C.: ¡Claro! Lo que yo creo y busqué decir en "El libro de Manuel" es que mi sentimiento de una revolución socialista, como la entiendo para América Latina, comporta un doble proceso no consecutivo sino simultáneo. Hay quienes piensan que, por lo pronto, hay que hacer la revolución -es decir acabar con el imperialismo yanqui, los gorilas, los militares; tomar el poder e implantar el socialismo en el país-, y ya "después" habrá tiempo para iniciar los planes de cultura, el perfeccionamiento humano. Desconfío. Creo que si en el ánimo de esos revolucionarios no existe el deseo de que simultáneamente, se le pida a cada individuo que dé lo mejor de sí mismo, que se busque a sí mismo, se explore, haga su autocrítica, que no vaya a la revolución lleno de prejuicios sino que ésta sea una manera de despojarse de sus ropas viejas, esta revolución ¡fracasará!... En el fondo, esta visión del hombre nuevo era una idea del Che. No es una idea abstracta o teórica para un futuro lejano sino que tiene que darse simultáneamente. Para decirlo con una imagen, siempre he sostenido que hay que hacer la revolución de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera ¡en todos los planos! Hay que acabar con nuestros enemigos, pero hay que acabar también con los enemigos internos que cada uno lleva. Fíjate lo que sucede con una revolución socialista. Después de una tarea infinita, del sufrimiento monstruoso de gente heroica que se ha hecho matar, se llega al poder y simple­mente porque cuatro o cinco o seis dirigentes no han hecho su autocrítica, se instala en el poder, por ejemplo, un purita­nismo de las costumbres, digamos desde el punto de vista sexual, casi Victoriano. Eso no lo acepto porque me parece una revolución fracasada. El hombre va a seguir siendo prisionero de sus tabúes, sus inhibiciones, sus imposibili­dades. ¿Para qué diablos le sirve el socialismo? Para nada.

E.P.: Pero Julio, ¿acaso en Rusia no hay puritanismo?

J.C.: Rusia no, Unión Soviética...

E.P.: No sé por qué he seguido diciendo Rusia y San Petersburgo...

J.C.: Claro que hay puritanismo, por eso estoy lleno de críticas con respecto a la situación actual de la Unión Soviética. Estoy muy lejos de aprobarla en su conjunto. Si esta pregunta me la hubieras hecho en 1930 -cosa históricamente imposible- te hubiera respondido: "Rusia -ahora... sí, Rusia-sale de las tinieblas medievales, de ese zarismo donde el mujik era una especie de animal mandado a latigazos, un analfabeto total con todos los prejuicios concebibles. En diez años no se pueden pedir milagros". De la misma manera tampoco a los cubanos se les podía pedir que a los tres años o a los cinco o a los siete de Revolución, Cuba fuese ¡el paraíso! No lo es y ellos son los primeros en saberlo y saben que hay mucho que combatir. Pienso que el trabajo del intelectual es estar en primera fila en ese combate, es decir, no dejar que se duerma esa especie de sentimiento de que todos los días hay que dar batalla, que todos los días al levantarse un individuo que se cree revolucionario debe preguntarse: "Bueno (para citarte un ejemplo), pero ¿es que yo tengo derecho a proceder así con mi mujer? ¿Tengo derecho a hacer esta discriminación? ¿Tengo derecho a aplicar estas ideas que ya están muertas, contra las cuales he luchado, por las cuales he sufrido?". ¿Para qué sirve el triunfo de la Revolución? ¡No sirve, Elena, no sé si me explico!

E.P.: ¡La Revolución Mexicana nada hizo por las mujeres salvo preñarlas como escopetas de retrocarga, lo cual en cierta forma ayudó, ya que había que reponer un millón de mexicanos! Pero nada cambió. Incluso ahora. He asistido a algunas reuniones de socialistas en las que participan hombres y mujeres y a la hora de la verdad, los líderes piden: "Compañeras, háganse un cafecito... Compañeras, agenciense unas tortas", o sea que devuelven a la mujer a su papel inicial. En Cuba, por una película: "Lucía, posrevolucionaria", vi que también es la mujer la que le sirve la cena al marido.

J.C.: Lo sé y el primero en darse cuenta ha sido el propio Fidel Castro. El y todos sus compañeros de insurgencia vieron que la mujer que había luchado heroicamente en la Sierra Maestra -y Fidel conoce bien sus nombres-, en el momento de ocupar los puestos importantes y dirigir al país, quedaron marginadas y en el plano privado, en cada casa volvieron a la cocina. Este es un problema de educación y creo que Cuba está luchando en ese sentido y en pocos años el problema quedará liquidado, porque tú sabes bien cómo son inteligentes los cubanos y cómo están politizados. En la actualidad, la mujer cubana es perfectamente capaz de discutir mano a mano con cualquier hombre. Si tú viste, "Lucía...", la película destinada a los guajiros y que se exhibió en los pueblecitos y en los campamentos donde la gente ha sido alfabetizada hace muy pocos años y el grado de maduración es lento, pudiste darte cuenta que la película lucha contra el machismo que es una de las plagas de América Latina. Aquí en México, en Cuba, en Argentina, en Perú, en todos lados somos los grandes ma­chos, y las mujeres están cosificadas implícita o explícita­mente: cosificadas y dejadas a un lado en el sentido que tú lo señalabas, Elena: "Haz un café". La mujer hace el café, prepara los frijoles mientras el señor fuma su tabaco y platica de política con sus amigos. Bueno, pues esto no puede ser. Está bien que las mujeres hagan los frijoles, porque ustedes los hacen mejor que nosotros, pero eso no impide que los hombres los hagan también y laven después los platos en que los han comido. No solo pueden sino que deben. En una sociedad socialista, hombre y mujer tienen que ser realmente la pareja, no la despareja. "Lucia..." provocó en Cuba -lo supe por amigos cubanos- reacciones muy curiosas porque este episodio del marido celoso que encierra a su mujer y no la deja hacer nada, fue bien comprendido en la ciudad y todo el mundo tomó partido por la chica, pero sé que en algunas regiones en el campo, el público tomaba partido por el marido e incluso las mujeres alegaron: "Sí, sí, tiene razón, la mujer tiene que quedarse en casa. ¿Para qué va a aprender a escribir?". ¡Así es que fíjate el trabajo que queda por delante!

E.P.: En alguna ocasión escuché a una mujer indignada: "An­tes, cuando un hombre tenía una amante le regalaba joyas. Ahora, le busca empleo en alguna oficina buro­crática!". Julio, para cerrar el capítulo de Cuba, quisiera que tú mismo nos dijeras por qué firmaste con una serie de intelectuales una protesta en el caso del poeta Heberto Padilla, para escribir después una carta de amor en la que llamas a Cuba "lagartijita" y le rascas la nuca...

J.C.: Caimancito, no lagartijita... En dos palabras, es una historia muy vieja que ya no tiene ningún interés porque se solucionó perfectamente, a pesar de la opinión de los reaccionarios que se imaginaban que a Padilla lo iban a fusilar de un día para otro. Padilla está viviendo como uno de nosotros; pero lo que no hay que olvidar es que hubo dos episodios vinculados con Padilla. ¡Dos! Antes del definitivo, un problema con la publi­cación de un libro de Padilla suscitó nuestras críticas y a mí me tocó decirles a mis compañeros cubanos lo que pensaba: el derecho del artista a decir su palabra dentro del contexto de la Revolución Cubana. Cuando se produjo el episodio definitivo -me interesa acla­rarlo-, lo que yo firmé fue una carta muy breve, en la que le pedíamos al Comandante Fidel Castro que tuviera la gentileza de darnos información acerca de lo que estaba sucediendo con Padilla en Cuba, porque en Europa sólo sabíamos que Padilla estaba preso y eso nos inquietaba y nos parecía excesivo, ante un problema que no pasaba de ser un problema intelectual. Esta fue nuestra primera carta. La segunda carta ¡que yo no firmé! -y esto, Elena, me interesa que lo subrayes- se llamó "Carta de los sesenta y uno" y ésa era una carta insolente, malévola y paternal, en la que los europeos y muchos latinoamericanos pretendían darle lecciones a Fidel Castro, decirle: "Usted tiene que hacer esto y no tiene que hacer lo otro", como si fuera un niño. Esta carta explicó muy bien la reacción muy violenta del gobierno cubano y aquel famoso discurso de Fidel en que hubo una ruptura con los intelectuales europeos y latinoamericanos que habían estado viajando constantemente a Cuba. En lo personal, sigo defendiendo de la A a la Z la posición que tuve en ese momento. Sé que esta declaración no agradará a muchos compañeros cubanos que preferirían una mayor flexibilidad, pero sigo creyendo que la única manera de ayudar a Cuba es ha­ciéndolo críticamente, fraternalmente, pero sin caer en maniqueísmos o en posiciones extremas. Yo no lamento lo que sucedió, me creó problema sentimentales, vi alejarse a mu­chos amigos cubanos y no cubanos, asistí a una oleada de pequeñas venganzas de resentidos que aprovecharon la oportunidad para declarar su fidelidad incondicional al régimen cubano, como si mis amigos y yo al tener una actitud crítica fuésemos traidores, y finalmente, me consta que los dirigentes cubanos terminaron por ver la situación con mucha claridad. La mejor prueba de ello es ese texto al que tú aludes, que es un poema, escrito en un ataque de desespe­ración y de amor a Cuba que se llama: "Policrítica a la hora de los chacales" y que se publicó en la revista de la Casa de las Américas, en la misma Cuba. Además, no hay que perso­nalizar, no se trata de mí sino de mi actitud intelectual que apoya a Cuba, pero no incondicionalmente, porque ¡no es posible apoyar nada incondicionalmente! Las revoluciones están hechas por hombres y sujetas a críticas, equivocaciones, titubeos. Yo no soy nadie para dar soluciones y nunca las he dado, pero si puedo señalar disconformismos y oposiciones... Oye, me haces hablar demasiado...

E.P.: ¿Será la influencia cubana? Hablas más de política que de literatura...

J.C.: No, no, de eso no hablemos... Me interesan los autores no las literaturas. No tengo nada que decirte de la literatura inglesa o la francesa, ni siquiera de la latinoamericana. Eso pregúntaselo a Angel Rama o a Emir Rodríguez Monegal, ellos pueden contestarte muy bien e inmediatamente, porque su síntesis está hecha. Yo veo libros, no literatura...

E.P.: Julio, alguna vez declaró André Malraux que todo pesi­mista activo es un fascista...

J.C.: ¿Lo dijo Malraux?

E.P.: Sí...

J.C.: Oye, mira, me complace mucho que digas eso. Me emociona porque cuando estuve en Caracas hace dos o tres meses hablando con los estudiantes de la Universidad Central, llegué a decir en un momento de discusión que la diferencia capital, ¿eh?, entre el ideal socia­lista y el ideal fascista, es que no se puede ser socialista si no se es ¡optimista! en el plano histórico. A lo mejor yo eso lo leí en Malraux pero lo había olvidado. En cambio, el fas­cismo, por definición es profundamente pesimista porque se basa en una noción de desprecio al hombre. El hombre está sometido a jerarquías. Hay los superhombres -acuérdate de Hitler y las razas superiores, los arios puros y el antisemi­tismo, los racismos en general- y la masa inferior. El fascis­mo es pesismista y por eso no tiene ningún amor por el hombre, ningún respeto. El socialismo -tal y como yo lo veo- está basado en el amor.

E.P.: ¿Y el amor es optimista?

J.C.: ¡Claro! Tiene que ser optimista. ¿Cómo te enamoras tú si no eres optimista? Tú no te puedes enamorar de modo pesimista, Elena, hay una contradicción en las cosas, yo no me puedo enamorar de una mujer en un plano pesimista...

E.P.: Pienso en Pavese. Se la vivió enamorándose en forma pesimista. Su amor era pesimista.

J.C.: Pero así le iba, ¿no?

E.P.: ¿Y Kafka?

J.C.: Creo que Kafka tiene una visión profundamente pesismista del mundo, pero eso no permite decir que sea una visión fascista.

E.P.: Entonces te estás contradiciendo porque se puede ser pe­simista sin ser fascista...

J.C.: Lo que yo sostengo es que los fascistas son pesimistas. Pero no quiero decir que todos los pesismistas son fascistas. No me entiendas mal.

E.P.: Bueno, es que, mira, yo había apuntado aquí en mi libreta que toda literatura pesimista es reaccionaria, ¿no? O que toda literatura que no diga que la vida es per­fectible, toda literatura en la que hay falta de esperanza, hastío, es reaccionaria... Todo esto, claro, lo anoté en forma de pregunta...

J.C.: Mira, yo creo que en términos muy generales se puede contestar afirmativamente, porque una literatura o un punto de vista histórico basado en el pesimismo, falla porque le falta esa dinámica que lleva a una lucha en pro del mejora­miento del hombre. Los fascistas hablan mucho de "mejorar la sociedad", pero lo único que les interesa es mejorar la situación de sus élites dirigentes. En cuanto a los dominados, en cuanto a los esclavos, hablando ideológicamente, su mejoramiento los tiene completamente sin cuidado. Al contrario, cuanto más aplastados estén, mejor obedecerán las órdenes. Entonces, en principio, sí, pienso que una actitud pesimista puede llevar casi siempre a actitudes reaccio­narias... Yo no soy un pesimista, Elena, ignoro por completo cuál es el mecanismo mental y el mecanismo moral de un pesimista.

E.P.: Julio, tu literatura no va con el realismo socialista ni con el no socialista. Es metafísica, es individualista, es elitista, es poética. Seguramente los reaccionarios debieron conside­rarte uno de ellos.

J.C.: Uno de ellos, ¿en qué sentido?

E.P.: En el sentido de que tú no podías meterte a una lucha social.

J.C.: ¡Ah, no! Eso es verdad. Y tenían razón...

E.P.: Yo no puedo pensar que tu literatura sea aceptada tal cual es en la Unión Soviética.

J.C.: Sí, desde luego, yo no conozco la Unión Soviética. Ahora empiezan a traducirme. Sale una antología de cuentos, pero desde luego, esos cuentos serán seleccionados, filtrados, es decir, que los rusos han de buscar aquellos que en su opinión deben ser más útiles para la causa -digamos cultural- del pueblo de la Unión Soviética. Esto es evidente. Pero, sin embar­go, lo que acabas de decir es importante porque todos creían que yo estaba con ellos en una línea de literatura pura y se quedaron muy sorprendidos por este vuelco; no se habían equivocado hasta ese momento porque yo era totalmente indiferente a la historia y a la política.

E.P.: Sí, hablaste de Cuba, que fue definitiva en tu naci­miento al socialismo, en tu conversión, podría decirse...

J.C.: Así fue. Bueno, permíteme la imagen: "mi camino a Damas­co", ¿no? Me caí del caballo como Saulo, no sé si me convertí en Pablo por eso, pero me siento muy vanidoso al decir una cosa así. Cuba fue para mí una experiencia catártica. Desde entonces, hace nueve años, estoy dedicado a actividades ideológico-políticas. Después de un libro como "Rayuela", que es un libro individualista, de investigación de conducta, de motivaciones humanas y de finalidad subjetiva, nadie podía imaginarse que yo seguiría un camino distinto y de ahí las protestas, el escándalo y el libro siguiente: "El libro de Manuel".

E.P.: Bueno, Julio, es que en el fondo tú eras un esteta, un solitario; un hombre con una formación libresca poco co­mún, en fin, en cierta forma seguías el camino de Borges, ¿o no?

J.C.: Absolutamente, absolutamente. A tal punto lo era y lo sigo siendo que uno de los motivos de algunas polémicas y diferencias de opinión con mis compañeros de América Latina es el hecho de que me encuentran todavía demasiado individualista, esteta, replegado en la quinta-esencia. Perso­nalmente sostengo que ninguna revolución vale la pena que se sacrifiquen ciertos valores y, si los sacrifica, yo no quiero esta revolución. Al contrario, yo estoy dispuesto a conservar todo lo que conquisté culturalmente y darle un nuevo sentido si puedo, aplicarlo a otras finalidades, moverlo dentro de otros conceptos. Si tú has leído "El libro de Manuel" te acordarás que el dilema de Andrés -quien me refleja mucho- es el de un hombre que al final toma un compromiso, entra en un camino, pero en última instancia no está dispuesto a renunciar a cierto tipo de actividades estéticas como puede serlo la pintura cinética. Se las lleva consigo a su nuevo campo de vida. Y eso creo que soy yo. Para mí, los cronopios (personajes de mi propia obra) son tan revolucionarios como la descripción de una zafra.

E.P.: Pienso, Julio -sé que es una idea sentimental- que la ternura que hay en tus cuentos, en cierta forma, te ha inclinado mucho hacia una actitud social. ¿O ni siquiera es científico decirlo?

J.C.: No, no, es más que científico, es profundamente humano. La ciencia, tal y como yo la entiendo tiene que ser humana, sino se convierte en la bomba atómica y deja de ser ciencia para mí: es una máquina diabólica y nada más. Tú me consideras tierno, Elena, yo sé que lo soy, creo que tengo una gran capacidad de ternura, la pido y la doy en grandes cantidades. Entonces es lógico que en mi planteamiento ideo­lógico y político, la presencia de la miseria y el dolor humanos sean fundamentales... No sé si en "La vuelta al día..." o en "Ultimo round", hay un texto sobre lo que sucede en la plaza de la estación de Calcuta. Es un texto largo: "Turismo aconsejable" y es la visión de un hombre -soy yo, estoy hablando en primera persona- frente al espanto del hambre, de la miseria, de la alienación, del subdesarrollo total, de la lucha por un pedacito ya no de choza, sino de suelo en donde dormir en una plaza en la cual pasan los tranvías cortándole a veces la mano a un niño que la ha tendido -dormido- en el momento en que pasa el tranvía.

E.P.: ¿A ese grado están apeñuscados miles y miles de indios?

J.C.: A ese grado... De ahí mi militancia política en el Tribunal de Helsinski, en Bruselas, en el de México que juzga los crímenes cometidos por la Junta Militar chilena...

E.P.: Sin embargo, tu literatura sigue siendo metafísica, incluso en "El libro de Manuel", que gira en torno de temas que te inquietan, elementos mágicos, fuera de lo común. ¿Acaso "Rayuela" no es una novela construida en torno a preocupaciones de tipo metafísico?

J.C.: Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías (mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí), en fin, la gente que me veía crecer se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La reali­dad que me rodeaba no tenía mucho interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño me atrajo la literatura fantástica. En un capítulo que se llama "El sentimiento de lo fantástico", conté que uno de mis dolores más grandes fue darle a un amigo mío la historia de "El hombre invisible" que Wells tomó de Jules Verne y que éste me lo aventara, rechazando lo fantástico.

E.P.: Julio, ésta es la última pregunta: ¿tú no has resuelto la miseria humana con tus libros, ¿verdad?

J.C.: No, pero sí puedo, en cambio, -y así me ha sucedido- ver la sonrisa de un niño brotar ante mi actitud humana. Y esto es lo que quiero conservar a toda costa.