1 de junio de 2008

El revisionismo histórico según John William Cooke

John William Cooke nació en La Plata el 14 de noviembre de 1920. Recibido de abogado, en 1946 fue electo diputado por la Capital Federal. De posición independiente y convicciones nacionalistas, tuvo una participación destacada en la Cámara, donde permaneció hasta 1951. En 1954 editó la revista "De Frente", en la que planteó sus posiciones nacionalistas y combatió los contratos petroleros que negociaba el gobierno de Juan D. Perón (1895-1974). A principios de 1959 participó activamente en la huelga del Frigorífico Nacional y en la intensa agitación subsiguiente. Por entonces, la militancia peronista se dividía entre los partidarios de la "línea dura" y la "línea blanda"; estos últimos -que buscaban un acuerdo con el gobierno- recibieron el aval de Perón y comenzaron a hostilizar a Cooke, tildándolo de comunista. Perseguido, abandonó el país y se instaló en Cuba, donde permaneció hasta octubre de 1963. Allí se entusiasmó con la Revolución, realizó diversas tareas de apoyo al régimen y entabló amistad con Ernesto Guevara (1928-1967). A fines de 1963, Cooke volvió a la Argentina y organizó un pequeño grupo de discusión en donde intentó la fusión entre el peronismo y el guevarismo. Sin embargo, mientras vivió su influencia fue escasa. Murió en Buenos Aires el 19 de septiembre de 1968.En 1950 el diario "La Epoca" realizó una campaña de difusión del revi­sionismo histórico. Cooke, por entonces diputado nacional, envió una carta al diario en la que ahondó las relaciones entre revisionismo y política. Su texto era el siguiente:
"Destruir las falsedades de la historia oficial con el fin de hacer justicia distri­butiva con los actores del drama argen­tino, sería obra en sí, muy loable. Peguy nos recuerda que una injusticia compar­tida, aun con la simple complicidad del silencio, puede envilecer a toda una comu­nidad. Pero no es ese el propósito fundamen­tal de quienes están empeñados en des­truir el conjunto de fábulas que nuestro pueblo ha venido soportando bajo el título de Historia Argentina. El contenido de la labor de revisión es mucho más profundo. El problema supera a la propia personali­dad de los actuantes, porque es un dile­ma de ser o no ser, un planteo de super­vivencia de valores auténticos, de conti­nuidad nacional. Por eso afirmamos que no puede haber una total independencia argentina sin una liberación intelectual que complete la libe­ración política y económica. Lo que hasta ahora se ha enseñado como historia es una maliciosa tergiversación de hechos reales, escrita por el grupo triunfante des­pués de Caseros -esa fecha infausta de nuestra cronología histórica- y responde a determinados y espurios intereses eco­nómicos, políticos y conceptuales. No ha sido falseada porque sí. Ha habi­do interés en las clases dirigentes en perpetuar, a través de los tiempos, las men­tiras que denigran a quienes combatieron contra la oligarquía argentina, y en exaltar a los paladines de las ideas de clase y de círculo que dominaron desde 1852 hasta la Revolución Nacional. Contra esta tremenda mistificación han reaccionado muchos hombres que, dis­puestos a superar los inconvenientes que deriven del desacato a lo que se quiso dar por cosa juzgada en interés de círcu­los privilegiados, piensan que solo puede encararse la solución de los problemas argentinos a la luz de un exacto conoci­miento de la realidad histórica. Esta concepción ha sido el origen de un examen severo de los hasta hoy dogmas intangibles del pasado nacional, con el fin de desentrañar sus hechos, con absoluta seriedad intelectual, con probidad, con pasión argentina. Hay coherencia en esta nueva posición, como la hubo en quienes elaboraron una historia mentida. La oligarquía argentina se hizo presente desde nuestra emanci­pación. Tuvo altos y bajos. Fue derrotada muchas veces. Triunfó otras. Pero cuando logró posesionarse de los comandos del país, no descuidó el aspecto conceptual. En lo económico, habló del capital civi­lizador, de la incapacidad nativa para mayores empresas, de los peligros de la ingerencia estatal. En lo político, aderezó esos principios con los de democracia y libertad, que, eso sí, no practicó jamás. Todo esto forma una trama tan lógica, que no podremos superar uno de los tér­minos del silogismo, sin destruir previa­mente el otro. No podremos afianzar y consolidar nuestra independencia econó­mica y política, si no quebramos también los dogmas históricos que apuntalaron nuestra sujeción a los intereses extran­jeros. Lo primero que se esgrime como argu­mento contra el estudio serio y objetivo de nuestra historia, es que se trata de un movimiento de destrucción de valores con­sagrados (no interesa si bien o mal). Se nos quiere presentar como un grupo de personas que, por razones inexplicables, se dedican a la persecución despiadada de la memoria de hombres considerados próceres. Se nos exhibe, en síntesis, como meros destructores de estatuas, llevados por un dudoso concepto de justicia póstuma. Estos argumentos, débiles como son, suelen prender con alguna facilidad en la tilinguería de quienes creen que el resul­tado de nuestra prédica sería un país sin historia y sin próceres. Piensan que en el mejor de los casos, nuestra Patria sería como la Victoria de Samotracia: un her­moso cuerpo sin cabeza. Sin embargo, no puede haber posición más constructiva que la del revisionismo histórico. Queremos próceres, pero autén­ticos, que los ha habido en todas las épo­cas de nuestro devenir. En lugar de los presuntos próceres, atentos solo a las voces de mando y a las consignas de allende los mares, queremos exaltar a aquellos que, con el oído pegado a la tie­rra, han sabido captar su leve susurro, han escuchado el mandato telúrico de una raza viril que nunca transigió con el coloniaje y la ignorancia. Tenemos próceres, como tenemos his­toria. Que los méritos y las estatuas no hayan sido honestamente adjudicadas, no es culpa del país, sino de una historia dolosamente deformada en favor de intereses foráneos. Queremos que el pueblo conozca la hermosa y noble historia argentina y no esa inexplicable y abyecta leyenda que ha ocupado su lugar, a través de la obra de cien años de oligarquía nativa empeñada en fomentar una mentalidad vasalla del imperialismo. Es, como se ve, a poco que se contemple el problema con criterio objetivo, una acción constructiva y no de destrucción, una ordenación de valores trastocados, un ajuste de los valores de la argentinidad. Otro engaña-bobos que utiliza la oligarquía, es el de afirmar que el revisionismo histórico constituye una tentativa de justificar los regímenes despóticos de gobierno. Para sostener este criterio se identifica a Rosas con el régimen de la tiranía y se concluye con un falaz raciocinio de ingenuidad primitiva, que, al surgir la figura de aquél como auténtica expresión de valores nacionales, el revisionismo habrá constituido una exaltación de la fuerza como sistema de gobierno. El movimiento tendiente a hacer conocer la historia argentina es, por el contrario, democrático y popular. Es una exaltación de los valores morales de la ciudadanía, en contra de la axiología mercantilista y de la concepción de clase de las minorías oligárquicas. La violencia que ejerció Rosas fue la que era indispensable en un país naciente, que estaba enfrentando guerras internacionales y traiciones internas, acechado por las grandes potencias, que deseaban convertir la Confederación Argentina en una factoría. Está demostrado, por otra parte, que quienes tildaban a Rosas de tirano ejecutaron mayores actos de vio­lencia que el Restaurador, con el agravante de que los cometieron en contra de los intereses nacionales y no en su de­fensa. Los caudillos, la montonera, eso era lo popular. Así lo reconocen los autores antirosistas. Para no citar más que a uno, recordemos que Ricardo Rojas -nuevo paladín de la oligarquía antirosista- afir­ma que Rosas 'representaba el sentimien­to del país, porque tuvo la adhesión de Buenos Aires, de las provincias, de los caudillos y de los pueblos, de la burgue­sía y de la plebe, de los indios y de los gauchos, de los negros libertos y de mu­chos blancos europeos'. En cambio, el grupo unitario se consti­tuyó, a partir de 1812, en un conglomera­do de hombres que creyeron que el país era solo el puerto de Buenos Aires. A tra­vés de ellos, Inglaterra consiguió los obje­tivos que no había logrado cuando vino con las armas en la mano. Algunos fueron hombres venales, otros, equivocados de buena fe; el resto, sencillamente felones. Pero lo que me interesa destacar, por encima de los casos personales, la trai­ción más importante, fue la traición a la tierra, la traición a lo nacional, que sacri­ficaron en el altar de sus conveniencias, que eran las del imperialismo. Y fue así como llegaron a proclamarse, por boca de Mármol, 'europeos en América'. Se proclamaron unitarios, pero rene­garon de la patria como unidad racial, cul­tural, de costumbres, de tradiciones. Como lo destaca Laferrere, confundieron la Cul­tura con las modas de la época y no comprendieron la imposibilidad de crear una cultura prescindiendo, precisamente, del sujeto de la cultura: la realidad na­cional. Desdeñaron buscar la solución del país en las masas populares, para largarse por los caminos del despotismo ilustrado e iluminista, creyendo, como lo ha hecho siempre la oligarquía, que todo debía ve­nir del extranjero: capitales, dogmas, ideas, hombres y soluciones. Cuando el país manifestó el repudio a sus procederes, buscaron el apoyo extran­jero y anduvieron implorando por un mo­narca en España, en Francia y en Suecia. Contra ellos y sus tentativas monárqui­cas, los montoneros proclamaron en 1820 la independencia argentina. Federación significa república para los caudillos. 'Viva la Santa Federación' es una afir­mación antimonárquica. Apenas se retiran los caudillos y vuel­ven los unitarios a las posiciones de gobierno, fortificados con la jefatura virtual de Rivadavia, Inglaterra consolida su hege­monía económica. De espaldas, como siempre, a los inte­reses nacionales, nos van encadenando 'a la rueda sin fin del interés compuesto', según la acertada frase de Scalabrini Ortiz: las minas de Famatina, el empréstito Bharing, el Banco de Descuentos, el Banco Nacional. Al mismo tiempo que la desin­tegración económica, la desmembración política: perdemos la Banda Oriental, a pesar de haber derrotado a los brasileños en Ituzaigó y el Juncal. Y la desintegración política: reaccionan­do contra la Constitución aristocrática de 1826, estalla la guerra civil, las provincias rompen vínculos entre sí, y solo cuando vuelven a triunfar las fuerzas populares, Rosas y los caudillos firman el Pacto Fe­deral, base de la unidad nacional. Pero viene Caseros, producto de una coalición contra nuestro país. Inglaterra, Francia, Brasil, la Banda Oriental, todos colaboran para destruir a la Confederación Argentina, que altiva­mente se ha opuesto a la penetración imperialista en el Río de la Plata. Sar­miento había proclamado la necesidad que las grandes potencias abrieran a cañona­zos los ríos argentinos. Alberdi confesará: 'Los motivos y objetos principales de la revolución liberal que derrocó la tiranía de Rosas en 1852, fueron todos económi­cos'. Nuevamente toman los comandos del país los defensores de la oligarquía argentina, desposada indisolublemente con los intereses imperialistas. Tan pronto ha caído Rosas y ha sido eliminado Urquiza, proclaman la necesidad de sacrificar al gaucho en aras de la cultura, del progreso, de la civilización; esos princi­pios abstractos que encubren las conve­niencias económicas de los países domi­nadores. 'Hay que regar el suelo argentino con sangre de gaucho, que es lo único humano que tienen', dice Sarmiento, sediento de esa sangre que se había derramado generosamente para lograr y defender nuestra independencia. 'Cien años de civilización no harán de un gaucho un buen obrero inglés', afirma Alberdi. Este era el pen­samiento de la oligarquía. Lo antiamericano, lo anticriollo, lo antiargentino, fue exaltado precisamente por aquellos americanos, por aquellos criollos, por aquellos argentinos que, constituidos en clase diri­gente, pretendían hacer olvidar su origen, su sangre, su idioma. Renegaban de la tierra, para igualarse a los conquistado­res y a los amos imperialistas, con la co­nocida intransigencia de todo neófito. La oligarquía siempre ha sido liberal, pero no democrática. En la Constitución de 1826, al negarle el voto al criado a sueldo, al peón jornalero, al soldado de línea, es decir, a los criollos, se entrega el gobierno a la vigésima parte de los ha­bitantes. Ponía la suerte del país en manos de la minoría capitalista y mercantil. '¿Quién podrá hacer que el pobre sea igual al rico. Siempre se presume que el rico o el hombre de bienes tiene en la socie­dad más interés en que se conserve el orden que el pobre', dirá Manuel Antonio Castro, satélite de Rivadavia. El mismo que daba a los extranjeros todos los dere­chos de ciudadanos argentinos, obliga a los criollos a servir militarmente en las fronteras declarándolos 'vagos y mal en­tretenidos'. Echeverría expresa bien esa mentalidad: 'Lo diremos francamente: el vicio radical del sistema unitario, el que minó por el cimiento su edificio social, fue esa ley de elecciones: el sufragio universal'. La oligarquía argentina nunca creyó en el pueblo. Ni en el pasado ni en el pre­sente. Siempre se coaligó con el extran­jero en contra de las masas populares. Y cuando recogieron el lógico repudio del hombre de la tierra, afirmaron que el pue­blo era incapaz: 'Hay que educar al so­berano'. Para que no pudiera expresarse en los comicios, le hicieron fraude político. Y le hicieron fraude en la historia, para impe­dirle conocer el origen de la entrega, de la ignominia, del vasallaje. En el país hemos terminado con la fal­sedad del sufragio. Debemos también des­truir la superchería histórica. Para que el pueblo sepa que los que le niegan capa­cidad en el presente, son los que lo des­preciaron en el pasado. Que los que le mienten hoy, son los encubridores de los que mintieron ayer. Que los que lo agra­vian ahora, son los continuadores de los que lo agraviaron antes: bárbaro, gau­cho, chusma, descamisado. El des­camisado reconoce en el montonero, en el gaucho, en el chusma, a sus herma­nos de sufrimiento y de lucha. Que co­nozca el pueblo trabajador que su triunfo a través de la Revolución Nacional es la reivindicación de muchas generaciones argentinas -carne de cañón en la gue­rra, mano de obra en la paz- que espe­raron con fe la liberación integral, que nos llegó en una patriada en que se jugó el destino nacional. Como hombres de la Nueva Argentina, somos una continuidad histórica de los hombres que auténticamente hicieron la nación. Rechazamos el compartir pasi­vamente una historia tan poco sincera como todo lo que manejó la oligarquía argentina. La tarea no es fácil, pero digna de llevarse a cabo sin desmayos. La oligarquía procurará no ceder este terre­no, como se ha visto obligada a ceder en otros. Escéptica como es de los valores morales, no cree que el empuje de las fuerzas de la nacionalidad sea suficiente como para que éstas logren, en lo conceptual, el triunfo que han obtenido en otros aspectos. Una vez más, él pueblo argentino ha de desmentirla".