27 de junio de 2008

Apostillas justicialistas (I). La construcción del mito

El peronismo inauguró en la Argentina una novedosa forma de practicar la política y el ejercicio del poder. Su líder y el movimiento que creó interpretaron los cambios sociales y económicos iniciados en los años treinta que la vieja clase dirigente y sus partidos no llegaron a comprender, y propusieron, aunque con relativo éxito, un nuevo modelo de desarrollo económico y de integración social. El amplio triunfo obtenido el 24 de febrero de 1946 por Juan D. Perón, quien ganó las gobernaciones de todas las provincias excepto Corrientes, y sólo fue derrotado en votos presidenciales en Corrientes, San Juan, Córdoba y San Luís, le permitió un dominio abrumador en el parlamento nacional.
Una vez llegado al poder en mayo de 1946, Perón dispuso la disolución de los partidos que habían motorizado su campaña electoral y organizó el Partido Unico de la Revolución Nacional, una decisión que mostró el objetivo de unificar y controlar un fuerte disposi­tivo de ejercicio del poder. La medida fue resistida por algunos miembros del Partido Laborista -uno de los propulsores de su candidatura- que enfrentaron la decisión e intentaron mantener la legali­dad del partido creado por la CGT, aunque sin éxito frente a la ofensiva unificadora y disciplinante propuesta por el gobierno. Por lo pronto, el presidente del Partido Laborista Luís Gay debió abandonar la dirección de la CGT en 1946 acusado de traicionar al movimiento y Cipriano Reyes, vicepresidente del partido y uno de los artífices del encumbramiento de Perón, luego de numerosos entredichos y algún atentado contra su vida, al terminar su mandato como diputado en 1949 fue encarcelado hasta 1955.
La acumulación de poder, necesaria según Perón, para liderar la "Revo­lución Nacional y Social", implicó el juicio político a cuatro miembros de la Corte Suprema de Justicia y la destitución de otros jueces nacionales, para de esta manera asegurarse el control efectivo del tercer poder constitu­cional. También se reiteró el uso de las intervenciones federales a distintos gobiernos provinciales, tanto al opositor de Corrientes como a una decena de provincias gobernadas por el propio oficialismo. Esta rápida acumulación de poder del peronismo se asen­tó en las crisis previas de distribución, participación y legitimidad producidas por los gobiernos militares o fraudulentos de los años previos.
Un factor importante para acceder al gobierno fue el apoyo de las Fuerzas Armadas, un gesto que Perón retribuyó repartiendo distintos cargos políticos a numerosos camaradas de armas, lo que no impidió que, a partir de la Reforma Constitucional de 1949, algunos grupos de la oficialidad promovieran el fracasado golpe de Estado en 1951. El Ejército mantuvo una enorme gravitación sobre la política oficial, logrando ejercer poder de veto respecto de la candidatura a la vicepresidencia de Eva Duarte en 1952, y finalmente grupos importantes -aunque no la totalidad de la institución-, encabezaron los levantamien­tos militares de junio y septiembre de 1955.
Otro apoyo del gobierno fue la Iglesia, que al igual que las Fuerzas Armadas, comenzó respaldando al gobierno peronista tras el establecimiento de la enseñanza religiosa y el subsidio estatal a las escuelas católicas, para transformarse de manera paulatina en el puntal de la oposición en el último año de gobierno.
También las organizacio­nes empresariales lograron su cuota de poder durante el gobierno peronista. Entre 1943 y 1955 la burguesía industrial ejerció la hegemonía e impuso un modelo industrialista y nacio­nalista. A pesar de la existencia de algunos conflictos entre el gobierno y la Unión Industrial Argentina (UIA) que culminaron con la decisión del Estado de crear en 1953 una central industrial alternativa -la Confederación General Económica (GCE)-, por primera vez en la historia argentina la burguesía industrial se apoderó del aparato del Estado, logrando en pocos años lo que no había podido conseguir durante mucho tiempo la clase conservadora. Si bien en sus orígenes el peronismo se definió como popular, nacionalista e industrialista y, como tal, adversario de la burguesía pampeana, el propio Perón, en un discurso pronunciado en el Colegio Militar en 1945, abrió las puertas a la integración de la oligar­quía, compuesta también por los terratenientes ganaderos.
Con respecto a los sindicatos, se creó una estructura sindical centralizada, que abarcaba las ramas locales y ascendía, por intermedio de federaciones nacionales hacia una única central, la Confederación General del Trabajo (CGT). Durante el primer período, 1946 a 1951, se produjo una gradual subordinación del movimiento sindical al Estado y la eliminación de los líderes de la vieja guardia. La debilidad del movimiento obrero argentino previa a 1945 fue aprovechada al máximo por Perón. Por el lado de los sindicalistas anarquistas y socialistas, su flojedad ideológica los llevó a desarrollar tendencias de conciliación de clase y de acercamiento al aparato del Estado.
Por su parte, el giro impuesto por la Internacional Comunista estalinista desde 1935 que propuso el acercamiento a las burguesías liberales mediante la constitución de frente populares, desarrolló poderosos estímulos hacia políticas de conciliación de clase y con el nacionalismo burgués de cada país, con la excusa de la "unidad nacional" para luchar contra el fascismo. Así, las tendencias burocráticas y el recurso al nacionalismo burgués que ya estaban madurando fuertemente en las cúpulas sindicales, se enseñorearon en el gremialismo argentino y terminaron por constituir la denominada "columna vertebral" del peronismo.
Para muchos historiadores, el estilo de gobierno de Perón fue "bonapartista", esto es, el presidente y sus funcionarios actuaron como árbitros entre los distintos sectores sociales, equilibrando y compensando mediante los recursos estatales las diversas asimetrías sin representar en exclusiva los intereses de ninguno en particular. De este modo pudo, transitoriamente como era de esperar de un gobierno pretendidamente "revolucionario", mantenerse en el poder apoyándose en las dichosas cuatro patas: las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, las burguesías industrial y terrateniente, y la burocracia sindical, sectores todos ellos que -como se sabe- distan mucho de defender los intereses populares.