8 de abril de 2024

Antonio Di Benedetto y las impurezas del prójimo

Antonio Di Benedetto nació en Córdoba, Argentina, el 2 de noviembre de 1922. Siendo muy pequeño, la familia se mudó a Mendoza y allí cursó sus estudios primarios y a fines de 1940 se graduó como Bachiller. Ya por entonces floreció su vocación de escritor y la revista “Sendas”, dirigida por el poeta y abogado mendocino Américo Calí (1910-1982), publicó su cuento “Soliloquio de un príncipe niño”. En un viaje a Buenos Aires, por azar conoció la imprenta de un periódico, lo que de alguna manera prefiguró sus dos vocaciones: periodista y escritor.
En 1941 ingresó a la Universidad Nacional de Córdoba para estudiar Derecho pero no terminó los estudios. Se radicó en Mendoza y se dedicó al periodismo. Primero como reportero en el diario “La Libertad” y como colaborador en la revista “Mundo Argentino”. Luego llegó a desempeñarse como subdirector de los diarios “Los Andes” y “El Andino”, y como corresponsal del diario “La Prensa” de Buenos Aires.
Perteneciente al grupo de escritores que en las décadas de 1940 y 1950 reaccionó contra el dominante realismo y derivó hacia una visión del absurdo y sinsentido de la vida, inspirado en la obra de Franz Kafka (1883-1924) y el existencialismo, en 1953 inició su carrera literaria con el libro de cuentos “Mundo animal” y, en este mismo género, publicó “Grot” (1957, reeditado en 1969 como “Cuentos claros”), “Declinación y ángel” (1958) y “El cariño de los tontos” (1961). También publicó las novelas “El pentágono” (1955), “El silenciero” (1964, reeditada como “El hacedor de silencio” en 1982) y “Los suicidas” (1969). Esta última fue galardonada con el Premio Primera Plana de la editorial Sudamericana, siendo votada por unanimidad por un jurado de prestigiosos escritores como el argentino Leopoldo Marechal (1900-1970), el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) y el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014)​​.
En su obra más elogiada, la novela “Zama” de 1956 -ambientada en un medio sudamericano del siglo XVIII- alcanzó la máxima expansión de su realismo profundo, fuerte, cruel e incisivo. La misma, considerada de manera unánime como una de las grandes novelas del siglo XX en lengua española, con el correr de los años sería traducida a varios idiomas, entre ellos el alemán, el francés, el inglés, el italiano, el checo y el polaco.


En los años ’60 y comienzos de los ’70 realizó numerosos viajes, entre ellos a Estados Unidos, Israel, Marruecos, Sudáfrica, Grecia, Suiza, Inglaterra, Bélgica, Italia, Alemania, Brasil, Paraguay y Colombia. En este último país participó en el Congreso de la Nueva Narrativa de Cali, compartiendo una mesa redonda con el escritor mexicano Agustín Yáñez (1904-1980), el peruano Ciro Alegría (1909-1967) y el chileno Jorge Edwards (1931-2023). En su condición de periodista y organizador y miembro de la filial Mendoza de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), también viajó a Haití, República Dominicana, Barbados, Martinica, Venezuela, Ecuador y Perú.
En 1975 publicó la antología de cuentos “El juicio de Dios”, la cual fue muy bien recibida por la crítica, y fue elegido miembro de la Academia Argentina de Letras. Al año siguiente, pocas horas después de producido el golpe cívico-clerical-militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército en su oficina de subdirector del diario “Los Andes”. Fue encarcelado inicialmente en el Liceo Militar de Mendoza y después en la Unidad 9 de La Plata, donde sufrió simulacros de fusilamiento, maltratos y golpizas.


“Creo que nunca estaré seguro de si fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”, diría años más tarde. Humillado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 3 de septiembre de 1977 del presidio de La Plata tras los numerosos pedidos de escritores argentinos y extranjeros, entre ellos Ernesto Sabato (1911-2011) y Heinrich Böll (1917-1985).
De inmediato se trasladó a Buenos Aires pero, ante las recomendaciones de algunos funcionarios de la dictadura sobre que para resguardar su seguridad saliera del país, viajó a Europa. Primero estuvo en París, Francia, donde frecuentó al escritor argentino Juan José Saer (1937-2005) y dio algunas conferencias, luego fue a Berlín, Alemania, donde se conectó con el historiador argentino Osvaldo Bayer (1927-2018) quien se había exiliado en esa ciudad huyendo de la dictadura militar, y finalmente se radicó en Madrid, España. Por entonces mantuvo una frondosa correspondencia con relevantes escritores como Manuel Mujica Lainez (1910-1984), Julio Cortázar (1914-1984), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Abelardo Arias (1918-1991).
Con el advenimiento de la democracia en Argentina, Di Benedetto pudo regresar al país el 23 de mayo de 1984 y en el Centro Cultural San Martín de la ciudad de Buenos Aires se le realizó un homenaje. Pronto se lo nombró asesor en la Secretaría de Cultura de la Nación y la Academia Argentina de Letras lo eligió como miembro de número. Su estancia en Buenos Aires al poco tiempo se fue volviendo rutinaria. Su estado de vulnerabilidad como las dificultades para caminar, su imposibilidad física de escribir y otros padecimientos graves, eran producto de lo vivido en la prisión. No obstante, algo rehabilitado de sus dolencias, pudo terminar y publicar su libro “Cuentos del exilio” y la novela “Sombras nada más”.


En una entrevista concedida al diario “Uno” de Mendoza en 1984, hizo estas reflexiones: “Funcionamos a base de nuestra trituración diaria y quizá lo que damos a la humanidad son esos gestos compasivos que nosotros ejercitamos como esperando la compasión de los demás. Ahora me pregunto: ¿Hasta qué punto me estimo a mí mismo como para pretender ser estimado por los demás? Porque no se es bueno en cada gesto, porque la bondad casi siempre nace de una poderosa lucha para retar el mal, el egoísmo y la envidia a los más oscuros reductos. Porque de todos los ángeles, parece que la mayoría somos ángeles de la destrucción. Yo invito a cada ser, a cada hombre, a que grabe sus palabras y sus pensamientos, desde que su mente se despeja por la mañana hasta que se reposa. Invito a que se vigile, se analice. Verá cuántas maldades, juegos, intereses ha puesto en acción para sobrevivir ese día, es decir, no la eternidad sino una miseria de 24 horas”.
Y agregó: “Esto es así porque para vivir basta acumular la sobrevivencia de instante en instante, con consagrar todas las fuerzas, como debiera suceder o por lo menos una, la más escondida, la más económica, en algo que sea útil a los demás, para tratar, de ese modo, con esos actos, de dejar de mordernos las entrañas con tanta ferocidad, como ocurre en esta aparente convivencia que es la de los seres humanos. No sé si esto que digo es una maldad... Lo que más nos asuela es la impureza del prójimo, pero resulta que nosotros, para el otro, somos el prójimo. ¿Cómo se cura eso? Yo no soy predicador ni moralista. ¿Pretendo una transformación de la sociedad desde el punto de vista moral? Lo que pretendo es una libertad de los sentimientos basada esencialmente en la pureza, no en la impureza, para que el amor sea un acto verdaderamente redentor y salvador, y cada hombre encuentre en la mujer que elige -y a la inversa- la garantía del goce pleno de la existencia”.
En el mismo reportaje habló sobre la muerte: “Un sueño persistente que tengo es este: yo subo escaleras. En cierto momento me detengo, pero no tengo la posibilidad de descender. Tengo que seguir adelante. Adelante está el vacío. Me lanzo. Me lanzo y me toma el agua, y el agua me envuelve. Es un agua dibujada, transparente: desde abajo tiene vegetación que sube. Es un agua que me invita. Yo no sé si estoy ahogado o por ahogarme. Cuando yo pienso en ese sueño veo que esa agua es el símbolo de la vida. Cada vez que me caigo me toma, lo que me toma es la vida, porque vuelvo a subir escaleras y a caer y a subir. Creo que la muerte es una gran serenidad porque en la vida andamos descompuestos”.


El 10 de octubre de 1986, quien fuera una figura indiscutible de la literatura argentina murió víctima de un derrame cerebral en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Al cumplirse en centésimo aniversario de su nacimiento, Sofía Criach (1989), Doctora en Letras y docente en Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Cuyo, lo recordó en el artículo “Cien años de Antonio Di Benedetto. El peso de lo leve” aparecido en la página web de dicha universidad. Allí, entre otros conceptos, escribió: “Contemporáneo de los escritores del llamado ‘boom’ de la literatura latinoamericana, no aspiró nunca a ser uno de sus autores estrella. Frente a esos grandes de la pluma que aspiraban a componer la novela total, la novela de síntesis, la gran novela americana, Di Benedetto se abocó a construir, en este lejano oeste argentino y con precisión de relojero, sus novelas y, sobre todo, sus relatos: unidades expresivas condensadas en los muros de la brevedad, hondas pero calibradas de tal manera de no abismarse nunca en la infinidad del símbolo (esa que perturbaba tanto a Borges); historias nacidas a partir de gérmenes de cuentos que, según sus palabras, descendían sobre su cabeza como ‘copitos de nieve que caen sobre un habitante de los trópicos’, y que también bautizó como ‘diablillos’ o ‘heridas que no dan la muerte’. Así, frente a la novela-catedral anhelada por los escritores del ‘boom’, perseveró en levantar sus pequeñas capillas, aun después de haber escrito ‘Zama’, tan universal y, al mismo tiempo, tan americana. La literatura de Di Benedetto incomoda; incluso seducidos por el artificio de una prosa que no da pasos en falso, por su fino humor o la limpidez de las imágenes, su lectura no deja indemne”.
Por su parte, para la misma fecha, el escritor y docente de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires Martín Kohan (1967) publicó el artículo “Di Benedetto: una escritura secreta” en la revista digital “Haroldo”. Allí escribió: “Se verifica en la literatura de Di Benedetto, esa potestad que Roland Barthes señalara como lo propio de la escritura literaria: escribir en la propia lengua como si fuera una lengua extranjera. Di Benedetto lo logra sin esfuerzo ni aspavientos, deslumbra sin nunca perder los tonos de la mesura. Hacer que la lengua propia funcione como una lengua extranjera: una experiencia de desacomodamiento (ni de la comodidad ni de la incomodidad: del desacomodamiento), una experiencia del extrañamiento (ni de la familiaridad ni de la extrañeza: del extrañamiento), que Di Benedetto plasma en su escritura como si le resultara lo más natural, pero que se transfiere a la lectura con la impresión de lo fuera de serie”.