16 de marzo de 2008

Las múltiples voces del "The New Yorker"

El año 1925 trajo varios hechos memorables a las letras norteamerica­nas: "The great Gatsby" de Francis Scott Fitzgerald, "Arrowsmith" de Sinclair Lewis, "An American tragedy" de Theodore Dreiser, "In our time" de Ernest Hemingway,
"Manhattan transfer" de John Dos Passos, "In the vault" de H.P. Lovecraft y el semanario "The New Yorker".
La revista, que empezó a publicarse el 21 de febrero de ese año, al principio pasó inadvertida y fracasó, pero pocos años después resurgió y logró formar un estilo tan definido como nunca an­tes otra revista lo había hecho. Fue fundada por Harold Ross (1892-1951), con la idea de crear un medio que sirviera como crónica de la ciudad de New York en la época del Jazz, con un humor sofisticado que contrastara con el humor de otras publicaciones de la época.
La na­rración que apoyó y el armado de lar­gos artículos fueron parte de ese estilo, que entre otras curiosidades no permi­tía las fotografías, dándole sólo lugar a las ilustraciones y a las viñetas humo­rísticas. La primera portada de la revista fue ilustrada por el dibujante Rea Irvin (1881-1972) con un personaje que llegó a convertirse en el símbolo de la publicación: "Eustace Tilley", bautizado así por el humorista y guionista Corey Ford (1902-1969).
Comenzó publicando artículos de autores humorísticos como Dorothy Parker, Robert Benchley, A.J. Liebling y James Thurber, pero el tono de la revista cambió durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En el año 1946, publicó, en varias entregas, "Hiroshima" de John Hersey (1914-1993), una obra fundamental sobre los efectos de las bombas nucleares en la población de Japón. Esta obra también ayudó a crear el tono de la revista, una actitud de perplejidad -a veces exagerada- hacia el Gobierno de Washington, y un sentido de que esa ciudad estaba poblada por gente que no sabía pensar. Ese tono no ha cambiado mucho a través de los años.
En las décadas de los 50 y 60 la revista también empezó a ser reconocida -y todavía lo es- por los cuentos cortos que publicaba cada semana. "The New Yorker" ha publicado a Philip Roth, John Updike, John Cheever, Vladimir Nabokov, Jorge L. Borges, John O'Hara, James Baldwin y J.D. Salinger, el autor tal vez más asociado con el estilo de la revista.
En esos años también publicó "In cold blood" de Truman Capote (1924-1984), lo que supuso una revolución en el mundo del periodismo al motivar la aparición de la corriente conocida como "non fiction novel", y "Silent spring" de Rachel Carson (1907-1964), una obra que facilitó el desarrollo del movimiento ecologista en Estados Unidos.
Más adelante, publicó a autores como Seymour Hersh, Joan Didion, Janet Malcolm, Raymond Carver, Haruki Murakami, Zadie Smith, Salman Rushdie, Paul Theroux, Woody Allen, Roald Dahl, Susan Sontag, Roberto Bolaño y José Saramago. También fue la revista que dio a conocer el cuento "Brokeback Mountain" de Annie Proulx.
En los sesenta años -desde 1925 hasta 1985- que perteneció a la familia Fleischmann hasta que se vendió al conglo­merado Newhouse (propietaria entre otras cosas de las editoriales Randon House, Knopf, Pantheon, etc.) "The New Yorker" tuvo dos directores: Harold W. Ross, su fundador (entre 1925 y 1951) y William Shawn (entre 1951 y 1985).
Dentro de la profesión periodística, "The New Yorker" disfruta de una gran reputación por tener los mejores equipos de editores y columnistas en la industria de las publicaciones, superando a otros semanarios como "Esquire" o "Atlantic Monthly".
Wolcott Gibbs (1902-1958), uno de sus legen­darios editores, escribió este decálogo que se ha adaptado para uso y con­sumo de los editores locales:
"El típico colaborador de esta re­vista es semianalfabeto; es demasia­do rebuscado y propenso a las varia­ciones sin sentido. Es de esperar que use tres oraciones cuando podría usar una sola palabra. Es imposible plan­tear una fórmula exacta y completa para ordenar este caos, pero existen algunas reglas generales.
1) Los escritores usan demasia­dos malditos adverbios. Reciente­mente en una página encontré once que modificaban el verbo "dije". El dijo violentamente, elocuentemente, intensamente, etc. Si un escritor no puede indicar la forma en que habla su personaje a través del texto, debe­ría dedicarse a otra cosa. De todas formas, es imposible que un perso­naje pase por todos estos estados emocionales, uno después del otro. Quizá Lon Chaney pueda hacerlo, pero ahora está muerto.
2) La palabra "dijo" es perfecta. Los esfuerzos que se hacen para evi­tar la repetición, usando gruñó, re­funfuñó, son un desperdicio y ofen­den a los puros de corazón.
3) Nuestros escritores están pla­gados de clichés como los viejos alti­llos están llenos de murciélagos. Con respecto a esto, no hay reglas, con la excepción de que cualquier cosa que uno sospecha ser un cliché, sin duda lo es y es mejor eliminarlo. Los apellidos cómicos perte­necen al pasado. Cualquier personajeque se llame Culotti o Tetoni debe ser cambiado. Lo mismo vale para los animales, las ciudades, los nom­bres de libros imaginarios y muchas cosas más.
5) El patrón, Mr. Ross, tiene pre­juicios contra el hecho que demasia­das oraciones comiencen con "y" o "pero". Dice que son conjunciones y no deberían ser usadas puramente con efecto literario. O por lo menos muy juiciosamente.
6) Con respecto a palabras como "pequeño", "vago", "confun­dido", etc. El asunto es que el típico escritor del New Yorker cree que el texto ideal para el New Yorker trata de un hombrecillo indefinido, desesperadamente confundido por una civilización amenazadora y complicada. Cuando este estilo no tiene nada que ver con el texto (como en general sucede) debe ser considerado con sospecha.
7) La repetición de algo que se ha dicho antes en diálogo desapare­ció con el Ford T: Marion me resul­taba insoportable. Me resultas inso­portable, Marion -digo. Esto apa­rece más de lo que uno cree.
8) Para citar a Mr. Ross, 'A na­die le importa un comino los proble­mas de un escritor excepto a otro escri­tor'. Textos sobre escritores, reporte­ros, poetas, etc., deben ser desacon­sejados en principio. Siempre que sea posible, el protagonista debería ser transplantado arbitrariamente a otra profesión. Cuando la referencia es in­necesaria o incidental, eliminarla.
9) Un manuscrito deberá ser edi­tado con lápiz negro y con decisión.
10) Por alguna razón, los escrito­res tienen una tendencia a desconfiar de los largos trozos de diálogo y los cortan estúpidamente con interpola­ciones del tipo: El señor Kaplan se sintió uno con el universo o algo por el estilo, que aparece con frecuencia en el medio de una conversación, porque el autor sospecha que el lec­tor está desatento.
11) Los escritores también le tie­nen mucho cariño a una última frase, vagamente oscura o cósmica. De re­pente el Sr. Holtzmann se sintió muy cansado. Punto final. Esto ha apare­cido en demasiados textos en los últi­mos años. Es siempre una buena idea considerar si la última oración de un texto es legítima y necesaria, o si se trata simplemente del autor hacién­dose el guapo.
12) Trátese de conservar el estilo del autor si es un autor y si tiene es­tilo. Trátese de que el diálogo suene como habla y no como escritura.
13) Cuántos de estos cambios se pueden hacer, desde ya, depende del escritor que es editado. Si miramos una lista de escritores de la revista puedo indicar hasta qué punto cada autor admite intromisiones en su obra".
Los cerca de 4.000 números y más de medio millón de artículos publicados durante los últimos 83 años se han recopilado en un disco duro de 80 GB que salieron a la venta a 299 dólares. En él, se puede buscar y leer cualquier artículo, portada o viñeta que se desee. Casi un siglo de la historia neoyorquina y norteamericana en un caja de fósforos de 8 por 12 centímetros.