25 de octubre de 2007

La última cena: abundante vino y puré de nabos

Con una recomendación del duque Ludovico Sforza "El Moro" (1452-1508), su mecenas milanés, Leo­nardo da Vinci y su pequeño equipo de ayudantes, discípulos y amigos se trasladaron en el otoño de 1494 a Santa María delle Grazie, cuyo prior (superior del convento) andaba buscando un artista para que pintara una pared vacía que había en el refectorio (habitación reservada para comedor) del monasterio. La recomenda­ción del poderoso Ludovico fue más que sufi­ciente, y así Leonardo recibió alojamiento para él y su gente, en un castillo vecino, junto a la recomendación de que el tema de la futura pin­tura debía ser gastronómico.
Durante el primer año, Leonardo se limitó a ir caminando de cuando en cuando desde el castillo al refectorio, donde se quedaba miran­do durante horas la pared vacía, con un gesto entre ató­nito y reflexivo. Cuando se acercaban las navidades de 1495, después de tan prolongada cavilación, le pidió al párroco que lo proveyera de una habitación con una larga mesa surtida con comesti­bles y bebidas en abundancia, y empezó a visitar todos los días el lugar con su gente y a cambiar la disposición de las cosas sobre la mesa, dibujando algunos bocetos.
En la Pascua de 1496, a juzgar por la carta de su puño y letra que dirigió a Ludovico, el párroco de Santa María empezaba a preocuparse: "Mi Señor, ya han transcurrido más de doce meses desde que usted envió al Maestro Leo­nardo para llevar a cabo este encargo y, duran­te todo este tiempo, ni una sola marca se ha hecho sobre la pared. Y en este tiempo, Mi Señor, las bodegas del convento han sido agotadas y están casi secas, pues el Maestro Leonar­do insiste en que todos los vinos deben ser pro­bados hasta encontrar el adecuado para su obra maestra. Y durante todo este tiempo mis frailes están hambrientos, ya que el Maestro Leonar­do puso nuestras cocinas a su disposición día y noche para cocinar lo que necesita para su mesa, pero nunca a su entera satisfacción, y luego, dos veces al día, sus seguidores y los sir­vientes se sientan a comerlas. Le solicito apre­sure usted al Maestro Leonardo en la ejecución de su trabajo, ya que su presencia y la de sus seguidores nos amenaza con la miseria".
En enero de 1497, el obispo de Gurk, Raymond Perault, acertó a pasar por Santa María delle Grazie, y lo que vio lo relató con lujo de detalles en una carta dirigida a sus superiores de Innsbruck: "El Maestro Leonardo ha rea­lizado un boceto de algunos pilares y el contorno de una mesa sobre la pared, y debajo de ella construyó una platafor­ma con una larga mesa sobre ella, y su gran cantidad de ayudantes, los cuales yo imaginaba estarían abocados a mezclar colores, traen comidas y jarras con vinos, las cuales el Maes­tro Leonardo observa y acomoda antes de dibu­jar y luego las ofrece a todos para que las coman y las beban. Y esto ha sido así desde un comien­zo, tal como me lo manifestó el Prior. El Maes­tro Leonardo sólo ha mostrado gran interés por los contenidos de su mesa, y ninguno aún por las personas sentadas en ella".
Durante dos años y medio Leonardo realizó una infinidad de bocetos de muy distintas comidas hasta encontrar el menú que pintó en la mesa: arrollados de pan, puré de nabos y rebanadas de anguila, es decir, lo más pobre que se podía imaginar. Algo semejante ocurrió con el vino: el maestro y su gente se empinaron lo mejor, lo regular y lo peor que había en la nutrida bodega del convento, para que al fin aparecieran sobre la pared siete copas prácticamente vacías que -según opinión de algún experto, siglos más tarde- podrían haber contenido un tinto espeso y bastante rús­tico.
También hubo problemas con la pared de refectorio: los ayudan­tes de Leonardo prepararon de mane­ra tan deficiente la base de yeso, o acaso el propio Leonardo (que a pesar de tra­tarse de un fresco empleó óleo sobre yeso) estaba inseguro de su téc­nica, que cuando estaba terminando de realizar las figuras humanas ocurrió que las comidas empezaron a desprenderse y tuvo que aplicar remiendos para evitar que la pintura, literalmente, se le derritiera. El resultado final debe haber sido algo raro, sin duda, porque dos años más tarde, cuando el rey Luis XII de Francia (1462-1515) pasó por el priorato y contempló el fresco, supuso que debía ser "algo viejo, muy viejo", y se negó a creer que Leonardo fuera su autor.
Leonardo tardó más de tres años en pintar la pared del refectorio, pero si la comida y la bebi­da requirieron tanto tiempo y tantas "pruebas", a los trece personajes que aparecen -protago­nistas principales de la obra- los pintó en los últimos tres meses.
No es difícil imaginar el padecimiento del prior de Santa María delle Grazie, y sin embar­go, ese oscuro religioso, con su pared vacía y la paciencia que tuvo con Leonardo y sus discípulos, se convirtió en el promotor de "La Ultima Cena", una de las obras plásticas más imponentes que se hayan pintado jamás. Críticos especializados han hecho notar que la simplici­dad y economía de la comida final del Señor y sus doce apóstoles es la clave de la grandeza que emana de la obra, mientras el tratamiento psicológico de las expresiones y gestos de los apóstoles -que acaban de enterarse de que uno de ellos traicio­nará a Jesús- apuntala y exalta la condición trascendente del momento.
La técnica experimental utilizada por Leonardo, provocaría un rapidísimo deterioro de la obra, por lo que se necesitaron numerosas restauraciones. Varias inundaciones acaecidas en Milán a lo largo de los años, contribuyeron a su deterioro. En 1652, la construcción de una puerta en el refectorio cercenó los pies de varios personajes del mural y en 1797, un ejército francés que ocupaba la ciudad, utilizó la sala como establo, deteriorando la obra aún más. Durante la Segunda Guerra Mundial, en la noche del 15 de agosto de 1943, los bombardeos anglo-estadounidenses afectaron a la iglesia y al convento. El refectorio quedó arrasado, aunque algunos muros se salvaron, entre ellos el de "La última cena".
En 1977 se inició un programa de restauración y conservación que mejoró en gran medida el mural. No obstante gran parte de la superficie original se ha perdido. En 1980, la iglesia y el convento dominicano de Santa Maria delle Grazie fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.