7 de octubre de 2007

El fenómeno de la inteligencia humana

Una de las abstracciones que mayor dificultad ofre­cen al hombre consiste en definir la magnitud y el alcance de su inteligencia. Durante muchos años filósofos, psicólogos y pedagogos han estudiado el fe­nómeno de la inteligencia humana, la manifesta­ción más extraordinaria que pueda encontrarse en el mundo animal. Su preocupación ha sido definir la inteligencia humana con exactitud, y en el caso de obtener una definición precisa, encontrar la manera de medirla y de establecer las diferencias de capacidad intelectual entre diferentes individuos.
La inteligencia ha sido descripta de innumerables formas. Aunque pueda parecer graciosa, tal vez la definición más relevante sea aquella que dice que­ la inteligencia es "lo que miden los tests de inteligencia". En 1904, Charles Spearman, un psicólogo y estadístico británico, consideró que la inteligencia la determinaban dos tipos de factores. A uno de ellos lo denominó "inteligencia general", diciendo que estaba presente en cualquier tipo de funcionamiento mental. El segundo factor sería la "inteligencia específica", necesaria para resolver los problemas específicos que cada actividad humana presenta. Su concepto, de todas maneras, no fue aceptado por todos los psicólogos, muchos de los cuales conside­raban que la inteligencia consistía en una colección de facultades entretejidas estrechamente. La principal réplica a la teoría de los dos factores de la personalidad la dio el psicólogo norteamericano L.L. Thurstone, quien defendió la teoría de que la inteligencia era el resultado de una combinación más amplia de factores. Esta teoría, publicada en 1938, explicaba que la inteligencia era el resultado de siete capacidades mentales principales, que iban desde la fluidez numérica y verbal hasta el razonamiento y la velocidad de percepción.
Existe, sin embargo, acuerdo general en considerar que la inteligencia es una función del cerebro y del sistema nervioso, incluidos los receptores sensoriales del cuerpo; todos estos elementos del cuerpo participan en la tarea de transformar la energía que reciben en un modelo dotado de significado.
Se cree que la inteligencia es en un 80 % el resultado de la herencia y en el 20 % restante un producto del ambiente. La importancia del factor hereditario ha sido corroborada por los estudios que muestran que, aunque sean educados de forma separada, dos gemelos tienen casi el mismo coeficiente intelectual (CI). El orden de nacimiento en el seno de una familia es uno de los factores que determina la inteligencia. Los hermanos mayores tienden a ser más inteligentes que los menores, produciéndose una caída significativa en el CI a partir del quinto hijo. Pero, además de la dotación genética, es esencial un ambiente propio para alcanzar altos niveles de inteligencia. La investigación psicológica ha descubierto que los niños que han crecido en zonas culturalmente pobres que ofrecen posibilidades limitadas, carecen del estímulo necesa­rio que les permita desarrollar su inteligencia ple­namente.
Los tests de inteligencia nacieron de la necesidad de ayudar a los niños en su educación; de forma más específica puede decirse que surgieron de un ensayo de las autoridades francesas orientado a descubrir a los niños deficientes mentales a una edad temprana, con el fin de poder atender mejor sus necesidades específicas. El pionero de este proyecto fue Alfred Binet, quien en 1905 ideó un test encaminado a medir las facultades mentales que podían esperarse de los niños según su edad. A un niño de seis años, por ejemplo, se le planteaban problemas que un niño normal de seis años podía solucionar y, de acuerdo con los resultados, se le asignaba una edad mental, la cual podía ser distinta a su edad cronológica.
Fue un alemán, Louis William Stern, quien en 1912 sugirió que los resultados de los tests deberían expresarse en forma de CI, que "mostrarían qué fracción de la inteligencia nor­mal para su edad presenta un niño deficiente men­tal". En 1916, Lewis Terman, un psicólogo norteamerica­no que trabajaba en la universidad Stanford, realizó una revisión de la escala de Binet para adaptarla al estudio de niños de inteligencia normal o superior. El test de Stanford-Binet fue utilizado en niños de hasta quince años de edad. Uno de los tests más utilizados con muchachos de dieciséis años en adelante es la "Escala de inteli­gencia para adultos" de Wechsler, aparecida en 1955. El test de Wechsler plantea dos tipos de pre­guntas: unas se refieren a las habilidades lingüísti­cas, y otras, a las competencias espaciales y no verbales, como la capacidad para dibujar o mode­lar.

Lo ideal de los tests sería que estuvieran libres de restricciones y diferencias culturales, puesto que muchas de las facultades que afectan a la inteligen­cia no son puramente intelectuales.
Muchas de las discusiones acerca de las supuestas diferencias inte­lectuales según las razas han tenido su raíz en la falta de imparcialidad de los tests. Para combatir el problema de la tendenciosidad cultural en los tests, se ha intentado crear tests culturalmente im­parciales. El principio por el que se rigen estos tests, es el de evitar en su contenido cualquier referencia a datos o temas que puedan ser más familiares para una cultura que para otra, y de esta forma re­ducir las ventajas para unos u otros.
Las diferencias de inteligencia entre ambos sexos son casi tan difíciles de probar como las diferencias raciales. Sin embargo, algunos experimentos reali­zados en la década de los setenta del siglo XX, muestran que al­gunas facultades especiales son propias de un sexo o de otro.
La puntuación de los tests de inteligencia ha sido establecida a partir de un promedio considerado como "normal" entre la población, al que se le da el valor de 100. Se estima que el 68 % de la población mundial posee un cociente intelectual que va de 85 a 115, y que el CI del 95 % se sitúa entre 70 y 130. En la escala de Wechsler, un valor del CI superior a 140 es considerado como muy superior; de 120 a 139 se considera superior; de 110 a 119 es un promedio alto; de 90 a 109, promedio normal; de 80 a 89, promedio bajo; de 70 a 79 se sitúa en el límite entre bajo y deficiente; y por debajo de 70, subnormal.
De todas maneras, definir y medir esa facultad humana que denominamos inteligencia es una tarea complicada y desalentadora, y como mucho, los valores del CI pueden ser tomados únicamente como una guía aproximada. Es relativamente fácil identificar los extremos de la clasificación ya que los muy deficientes son fácilmente reconocibles, y lo mismo sucede con los superdotados; sin embargo, la capa­cidad intelectual de una persona con un promedio normal es mucho más difícil de clasificar. De hecho, muchos investigadores han puntualizado que en realidad lo que miden todos los tests de inteligencia es la capacidad de los individuos para contestar a las preguntas de los tests de inteligencia. El punto central de toda esta controversia es la tendencia a considerar la inteligencia aislada de otros atributos, que están estrechamente relacionados con ella, si no son la misma cosa. La creatividad, por ejemplo, es una característica vital del intelecto, y sin em­bargo, es a menudo tratada por los psicólogos separada del cociente intelectual, lo que implica que los tests para medir el CI no tienen en absoluto en cuenta la creatividad. La sugerencia, basada en estu­dios primitivos sobre la inteligencia y la creatividad, de que los individuos con un CI alto podían ser divididos en dos categorías, los creativos y los no creativos, originó una particular controversia.
Una categoría especial la forman los genios, la mayoría de los cuales guardan una estrecha relación con sus padres; este tipo de individuos comienzan a desarrollarse muy temprano y tienen una in­fancia muy especial. Así, por ejemplo, Francis Galton, un precursor de las pruebas para la medida de la inteligencia, a los seis años de edad dominaba va­rios idiomas y leía a Homero. Mozart, que tocaba el clavicordio a los tres años, componía a los cuatro y daba conciertos a los seis, es otro ejemplo característico. Aunque en la historia hay muchos casos que demuestran que los genios tienden a cambiar com­pletamente la orientación de las disciplinas en que sobresalen, es también un hecho comprobado que una inteligencia fuera de lo normal no asegura necesariamente el éxito en la vida. Es difícil para los psicólogos calcular con precisión, por ejemplo, en qué proporción el CI contribuye en una perso­na a obtener éxito académico en los exámenes, o el triunfo empresarial o comercial. Cualquiera que sea su dimensión, la inteligencia es, de todas mane­ras, sólo uno de los factores que convierten a un individuo en un ser humano de excepción.