7 de octubre de 2007

De sopranos emasculados y amantes vanidosos

Quien se interne en la historia musical no tardará en advertir que hay allí campo fértil para la teratología, antigua ciencia que estudia las anormalidades monstruosas de la humanidad. Dentro de la teratología musical se destacan, sin dudas, los castrati, que reinaron con su canto a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
Los castrati (castrados) fueron cantantes con pulmones de hombre y voz de mujer, una anomalía para la que habían sido preparados refinadamente desde la infancia. La operación se realizaba entre los cinco y los siete años de edad, y consistía de los siguientres pasos: se sumergía al niño en un baño caliente, se le daba una bebida fuerte y se presionaban sus yugulares hasta dejarlo semiembriagado; luego se le comprimían las gónadas y se fro­taban hasta que no podían palparse, y si ya poseía testículos se cortaban a cuchillo. El doctor Meyer Melicow, autor de un artículo sobre el tema en el "Bulletin of the New York Academy" de octubre de 1983, apuntalado por ilustraciones gráficas del siglo XVI, aclara que este tipo de castración parcial no necesariamente suprime el impulso sexual, y que no falta­ron castrati que fueron amantes poderosos en la intimidad, ya que "en el interior del testículo se encuentran numerosas células que elaboran testosterona y, si sobrevivían y funcionaban, posibilita­ban las relaciones heterosexuales".
Pero la operación en si no era más que la pri­mera de una serie de tremendas exigen­cias: una vez castrados, los niños eran enviados a escuelas de canto donde se dedicaban a la música y al estudio de sol a sol y sin descanso. Durante años debían pulir su técnica, hacer ejercicios frente al espejo, estudiar contrapunto y composi­ción, ornamentación, ejecución del clavi­cordio y estudios relativos a la cultura general, bue­nos modales y buena postura. Estudiaban con maestros prestigiosos y, cuando ya estaban preparados para actuar en público, algunos de ellos poseían una voz que abarcaba tres octavas y aún más, podían sostener una nota aumentando y disminuyendo su volumen y ejecutar trinos con intervalos que iban de semitonos a terceras, controlando tan bien la respiración que lograban prolongar una frase musical casi hasta el infinito. Por ejemplo, el célebre castrato italiano, Baldassare Ferri (1610-1680), cantaba dos octavas cromáticas en una emisión de voz, ascendiendo y descen­diendo y efectuando trinos en cada nota. Estos cantantes, en general, estaban tan bien preparados que podían cantar a lo largo de treinta o cuarenta años sin esfuerzo aparente. Resultaban ser -eso sí- personajes de proporciones absurdas, casi siempre de enorme torso y piernas finísimas, y en ocasiones con senos y caderas femeninos.
La castración, que en la antigüedad se imponía a los prisioneros de guerra y en la Edad Media se empleó como castigo para criminales sexuales, se convirtió en promotora de cantantes excepcionales en virtud de una circunstancia religiosa. Hacia mediados del siglo XVI, el papa Pablo IV prohibió las voces femeninas en San Pedro, y en 1601 los primeros castrati debutaron en la Capilla Sixtina, con un éxito extra­ordinario; a mediados de ese siglo ya eran cantores regulares en iglesias y teatros, y en el siglo XVIII se convirtieron en paradigma de la ópera italiana, desatando una increíble idolatría. Durante el mismo siglo, el papa Clemente XIV -acaso tratando de frenar la cruel industria que había propiciado su antecesor- condenó la castración, pero la medida no bastó porque a los padres pobres con muchos hijos, un niño más o menos no les hacía mella y si lo castraban, lo enviaban a una escuela de canto y se hacía famoso, la familia solucionaba para siem­pre sus problemas económicos. De hecho, el auge de los castrati se prolongó hasta bien entrado el siglo XIX, el llamado "siglo de las luces".


El crítico musical Harold Schonberg (1915-2003), en su libro "The glorious ones" ("Los virtuosos", 1985) los define como "capones des­mañados, malcriados y vanidosos que subían al escenario y eran perseguidos por las mujeres de toda Europa", y hace una prolija descripción de los más célebres castrati. El supremo fue Farinelli, nacido Carlo Broschi (1705-1782) en Andria (Apulia, Italia) quien, a diferencia de la absoluta mayoría de sus colegas, pertenecía a una familia aristocráti­ca, y cuyo hermano Ricardo llegó a ser un conocido y apreciado compositor. Nunca se supo bien por qué lo castraron: se rumoreó que había sufrido un acci­dente y también que debió someterse a la operación por razones de salud, pero queda en pie la posibili­dad de que su padre lo haya entregado para salir de un mal trance financiero. Fueron su padre y su hermano, precisamente, los que lo iniciaron en la músi­ca y el canto, y luego fue a dar a una escuela donde tuvo por maestro al ultraexigente Nicola Porpora.
Farinelli debutó en Nápoles, a los quince años de edad, transportando al éxtasis a su primer auditorio, y desde entonces su fama no hizo más que crecer y crecer nutriendo lo que hoy día bien nos puede pare­cer una leyenda mitológica. Recorrió primero toda Italia, y luego la Europa continental, hasta que, en 1734, viajó a Londres y conoció la apoteosis. Brillaba entonces, en la capital del imperio británico la estrella de George Frederick Haendel (1685-1759), radicado en Inglaterra en 1710, compositor de la corte y maestro en el tratamiento de coros, quien había inten­tado sin éxito contratar a Farinelli para su compañía de óperas. El castrato, en cambio, firmó el compro­miso con los rivales de Haendel, la Opera of the Nobility, y llegó a Inglaterra como un enemigo potencial que no tardó en opacar las puestas operísticas de Haendel. Un cronista musical de la época, Antoine Prévost (1697-1763), escribió: "Vino con grandes expectativas y las ha visto realizadas ampliamente: la recepción de que fue objeto resultó tan grande como su talento. Otros han sido amados, pero este hombre es adora­do, idolatrado y se ha convertido en objeto de pasio­nes desenfrenadas. Haendel, en sus actuaciones, es admirado a la distancia, ya que casi siempre está solo; a Farinelli, en cambio, lo rodea la multitud". Además de ser el mayor cantante de su tiempo, era un caballero que se maneja­ba con elegancia y desenvoltura en los más altos círculos sociales, y quienes lo trataron aseguraban que era un hombre dulce y sencillo; a diferencia de sus cole­gas, jamás se vio envuelto en escánda­los, y su vida sexual -si es que la tuvo- quedó como una incógnita. Por ese entonces, Felipe V, el rey de España, sufría de la llamada melancolía, mostrando aver­sión a los baños y a los cambios de ropa, y su espo­sa, Isabel Farnesio, decidió que sólo un gran can­tante lograría atenuar el mal; así fue como en 1737 el gran Farinelli abandonó el teatro y viajó a Madrid. El rey y el castrato hicieron algo más que buenas migas y se tornaron inseparables: Farinelli dirigió la Capilla Real, realizó el nuevo diseño del Teatro de la Opera, importó caballos húngaros, colaboró con los ingenieros que modificaron el curso del Tajo, puso en escena numerosas óperas italianas y se con­virtió en un personaje de poderosa influencia políti­ca, sin dejar de cumplir con su obligación de cantar­le al rey, todas las noches, cuatro canciones que se repitieron sin solución de continuidad.
Ganaba 3.000 libras anuales en la misma época en que un caballero inglés mantenía familia y criados y vivía holgadamente con 300, y acompañó a Felipe V hasta el momento de su muerte en 1746. Fernando VI, el sucesor, conservó a Farinelli en las mismas condiciones hasta que, finalmente, en 1759, cuando Carlos III se instaló en el trono español, le ofreció una elevadísima pensión y lo invitó -con todos los honores- a abandonar España. Retirado en su villa boloñesa, inmensamente rico, rodeado de una fabu­losa colección de obras de arte e instrumentos musi­cales y visitado por los grandes personajes de su tiempo, el castrato expiró a una edad que sólo unos pocos privilegiados alcanzaban por entonces.


Pero Farinelli, por el hecho de haber sido el más gran­de, no necesariamente fue el más singular de aquellos monstruos musicales. Algu­nos, como el italiano Domenico Cecchi (1655-1717), fueron homosexuales notorios, pero lo cierto es que abundaron entre ellos formidables seductores de damas de alcur­nia, a las que cautivaban con sus voces, sus éxitos, sus fortunas y su extravagante naturaleza humana. Gaetano Majorano (1710-1783), llamado Caffarelli, estuvo a punto de ser asesinado en Roma por un marido celoso, y una flemática duquesa inglesa abandonó a su marido e hijos para escaparse con Luigi Marchesi (1754-1829) causando un resonante escándalo social en la realeza; Gasparo Pacchierotti (1740-1821), que enamoró perdidamente a la muy napolitana y tem­peramental marquesa de Santa Marca, casi muere en manos de su amante, y un castrato muy amigo de Mozart, Giusto Tenducci (1735-1790), acabó en la cárcel por fugarse con una menor de edad.
Charles Burney (1726-1814), un compositor y musicólogo británico, cuenta en su libro "Historia general de la músi­ca" (1789), el fantás­tico duelo entre Farinelli y un famoso trompetista: "Durante la representación de una ópera, todas las noches, se produ­cía un entredicho entre ambos, en un pasaje en que Farinelli cantaba acompañado por la trompeta. Al principio resultó amistoso y simple­mente entretenido, pero el público empezó a tomar partido; después de hacer un crescendo y diminuen­do en una nota, donde ambos trataban de demostrar la potencia de sus pulmones y competir entre sí, los dos al unísono hacían el crescendo y un trino en ter­ceras que se prolongaba tanto que ambos parecían exhaustos. Mientras tanto, el público aguardaba, expectante. El trompetista, totalmente agotado, se rindió, suponiendo que su antagonista estaría tan fatigado como él; pero Farinelli, con una sonrisa que demostraba que había estado jugando como un gato con un ratón, siguió cantando sin interrupción, con renovado vigor, y no sólo volvió a efectuar el crescendo y diminuendo y el trino, sino que conti­nuó realizando proezas vocales finalmente silencia­das por la ovación del público". Y concluía Burney: "En la voz de Farinelli había potencia, dulzura y ritmo, y en su estilo, ternura, gracia y velocidad. Poseía cualidades hasta entonces desconocidas y que no se repitieron en ningún ser humano, poderes irresistibles que deben haber subyugado a los oyen­tes, ya fueran cultos o ignorantes, amigos o enemigos". Con más conocimiento de causa, ya que tuvo el privilegio de escuchar en dos ocasiones al mayor de los castrati, el compositor y flautista Johann Joachim Quantz (1697-1773) escribió que Farinelli "poseía una voz de soprano penetrante, rotunda, dulce y clara, cuyo registro abarcaba desde el La grave hasta el Re agudo, y en años posteriores a 1726 amplió su regis­tro grave en siete tonos sin perder los agudos. Como resultado de ello, en muchas óperas se incluía un adagio para él en el registro de contralto y otro en el de soprano.
Su entonación era depurada; sus trinos, hermosos; su capacidad pulmonar, extraordinaria y su garganta, muy flexible. Podía cantar los interva­los más distantes a gran velocidad y con la mayor facilidad y precisión. Era muy imaginativo para las creaciones libres de los adagios, y su ardor juve­nil, su gran talento, el aplauso universal y su privile­giada garganta lo llevaron, en ocasiones, a realizar despliegues excesivos". Los castrati fueron un hito fundamental en la escuela del canto, y no pocos amantes actuales de la ópera darían lo que no tienen por escucharlos: fue el auge de los derechos humanos, y no precisamente la pasión por la música, lo que acabó con tan cruel aunque admirable especialidad. Podemos tener una idea aproximada del sonido de la voz de los castrati escuchando las grabaciones que Alessandro Moreschi (1858-1922) realizó en 1902 y 1904. Según parece, Moreschi fue el último castrato y el único que grabó discos. Miembro del coro del Vaticano, quizá no haya sido un gran cantante, y sus interpretaciones aparecen deformadas por recursos estilísticos vulgares. La calidad de la grabación, debido a los precarios medios con los que fue registrada y al paso del tiempo, es mala. No obstante, en ella se pueden apreciar las cualidades de una voz única, que se convierte en el único registro de un castrati que se conserva en el mundo. Moreschi fue el último castrato, muy lejano de Farinelli en el tiempo. Este hecho, sumado a que el anterior castrato famoso, Giambattista Velutti (1781-1861), se había retirado treinta años antes del nacimiento de Moreschi, hacen que este último no haya podido contar con las técnicas ni la educación vocal con las que contaron los castratis de épocas pasadas.