23 de septiembre de 2007

Cortázar entre lo fantástico y la solidaridad

Existe una zona en la obra de Cortázar en la que insistió una y otra vez sobre los as­pectos más oscuros de su mundo creativo, equilibrando el humor desopilante de las "Historias de cronopios y de famas" y la clari­dad expositiva de los artículos en defensa de la revolución cubana o el gobierno nicaragüense. Fue un intelectual que, al decir de un críti­co uruguayo "mantuvo intacto el cordón umbilical que lo unía a este maltratado continente".
La fascinación por lo fantástico y el oculto horror de los objetos y las relaciones humanas cotidianas tiene raíces múltiples. No hay que olvidar que Cortázar tradujo las obras completas de Edgar Allan Poe al castellano; pero ese interés retrocede hasta la infancia, años antes de recibirse de maestro y ejercer en pueblos de la provincia de Buenos Aires. Él mismo recor­dó su estupefacción ante las limi­taciones de un compañero de jue­gos empeñado en recortar los alcances de la realidad que incluyera la dimensión de lo fantástico: "Me acuerdo que a los once años le presté a un compañero "El secreto de Wilhelm Storitz", donde Julio Verne me proponía como siempre un co­mercio natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro diciéndome: no lo terminé, es demasia­do fantástico. Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica, la invisibilidad del hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras confidencias sexua­les podíamos encontramos?".
En 1963 Cortázar viajó a Cuba y lo que vio transformó al apolítico escritor en uno de los represen­tantes más generosos del compromiso en favor de las fuerzas progresistas de América Latina. A pesar de que ya había participado en acciones antiperonistas en el año 1945 -incluso le habían costado unos días de cár­cel-, el viaje a Cuba fue iniciático. A principios de la década de 1970 fue a mostrar su solidaridad con el cambio democrático de Chile. El gol­pe contra Allende movió a Cortázar a trabajar activa­mente contra el régimen de Pinochet, colaborando en el libro negro sobre la dictadura chilena.
Aunque su preocupación política estaba orientada básicamente hacia América Latina, también protestó contra las invasiones de la Unión Soviética a Checoslovaquia y Af­ganistán. Participó igualmente en las actividades del tri­bunal Russel. En todo caso, la transformación revolucionaria de Nicaragua encontró en Cortázar su defensor más obsti­nado, lúcido y constante. Los televidentes europeos tu­vieron la oportunidad de ver la elocuente defensa de la revolución sandinista que hizo pocos meses antes de su muerte.
Estas tomas de posición le valieron diversos adjeti­vos descalificativos: el más cariñoso fue el de ingenuo. Cortázar sabía la limitación, la impotencia del intelec­tual y de la palabra, pero ponía su voz al servicio de las causas en que creía, conscientemente, como si fuese útil lo que estaba haciendo para no caer en el más ab­soluto nihilismo.
Tal vez fue el pintor chileno Roberto Matta el que dio en el clavo cuando lo calificó de idiota, aunque no en un sentido peyorativo: "metes el dedo en la llaga con la mayor inocencia y estás siempre alarmando a la gente porque dices las cosas más inapropiadas en cualquier circunstancia y sólo algunos se dan cuenta de que no eran inapropiadas".
Denunciaba injusticias, reclamaba solidaridad. Era el programa de Cortázar.
La solidaridad es hoy una de las palabras más ina­propiadas e incómodas que existen en los cuatro pun­tos cardinales. Ojalá el recuerdo de la actitud de Cortá­zar contribuya un poco a popularizarla.