EL DESENLACE
Luisa Valenzuela
Argentina
(1938)
-
Estoy muy cansada, no me cuentes más historias, no hables tanto. Nunca hablas
tanto. Vení, vamos a dormir. Acostate conmigo.
-
Estás loca, ¿no me oíste, acaso? Basta de macanas. Se acabó nuestro jueguito,
¿entendés? Se acabó para mí, lo que quiere decir que también se acabó para vos.
Telón. Entendelo de una vez por todas, porque yo me las pico.
-
¿Te vas a ir?
-
Claro, ¿o pretendés que me quede? Ya no tenemos nada más que decirnos. Esto se
acabó. Pero gracias de todos modos, fuiste un buen cobayo, hasta fue agradable.
Así que ahora tranquilita, para que todo termine bien.
-
Pero quedate conmigo. Vení, acostate.
-
¿No te das cuenta de que esto ya no puede seguir? Basta, reaccioná. Se terminó
la farra. Mañana a la mañana te van a abrir la puerta y vos vas a poder salir,
quedarte, contarlo todo, hacer lo que se te antoje. Total, yo ya voy a estar
bien lejos...
-
No, no me dejes. ¿No vas a volver? Quedate.
Él
se alza de hombros y, como tantas otras veces, gira sobre sus talones y se
encamina a la puerta de salida. Ella ve esa espalda que se aleja y es como si
por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza a entender algunas cosas,
entiende sobre todo la función de este instrumento negro que él llama revólver.
Entonces
lo levanta y apunta.
OLOR A CEBOLLA
Camilo José Cela
España
(1946)
Estaba
enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
-
Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
-
Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
-
No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla,
las manos me huelen a cebolla.
La
mujer era la imagen de la paciencia.
-
¿Quieres lavarte las manos?
-
No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
-
Tranquilízate.
-
No puedo, huele a cebolla.
-
Anda, procura dormir un poco.
-
No podría, todo me huele a cebolla.
-
Oye, ¿quieres un vaso de leche?
-
No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de
prisa, cada vez huele más a cebolla.
-
No digas tonterías.
-
¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El
hombre se echó a llorar.
-
¡Huele a cebolla!
-
Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
-
¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La
mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a
gritar.
-
¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
-
Como quieras.
La
mujer cerró la ventana.
-
Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La
mujer fue a la cocina a prepararle una taza de agua a su marido.
La
mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un
hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente. El golpe del cuerpo
contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las
sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
-
¡Ay!
El
grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama
estaba vacía.
Algunos
vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
-
¿Qué pasa?
La
mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
-
Nada, que olía un poco a cebolla.
A
MAIL IN THE LIFE
Fernando
Iwasaki
Perú
(1961)
Desde
hace unos meses le mando correos electrónicos a mi mujer haciéndole creer que
soy otro. A principio se los tomó a broma, pero poco a poco empezó a
entregarse, a fantasear con mis mensajes, a compartir con mi otro yo sus deseos
más inconfesables.
Le
he puesto trampas para saber si sospecha algo y no es así. Ha caído redonda.
No
puedo negar que parece más feliz y hasta me hice de rogar cuando me pidió que
la sodomizara, tal como se lo había recomendado bajo mi personalidad secreta.
Pero hasta aquí hemos llegado porque he decidido escarmentarla.
Voy
a suicidarme para que nos pierda a los dos.
POSTRIMERÍAS
Adolfo Bioy Casares
Argentina
(1914-1999)
Cuando
entró en el edificio buscó las escaleras para subir. Encontrarlas era difícil.
Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le daban la
espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La
circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y
estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles
bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño
reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y
mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió
una amplia escalinata de piedra que lo llevó a otro piso. Éste era un
antecomedor donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban
juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir.
Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco
tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó
por el enorme paisaje meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que
cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura
propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados
de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo:
“Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño
para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor que le rozó el brazo.
Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré”. Se
preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos
él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que
le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree
fuera de lugar.
EPITAFIO DE UN BOXEADOR
Ignacio Aldecoa
España
(1925-1969)
Pasaban
las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el
cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos
mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del
sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las
ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones. Los
acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los
enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja. Abrieron el ataúd antes de
meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar
piadosamente las manos del ex campeón, que conservaba la guardia cambiada con
el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue
miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro. Un
periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: “Cuando
abrieron la caja, el ex campeón parecía totalmente K.O.”. Los
muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
LA CONDENA DE UN HOMBRE
BUENO
Bertolt Brecht
Alemania
(1898-1956)
Escucha:
sabemos que eres nuestro enemigo. Por eso ahora queremos mandarte al paredón.
Pero en vista de tus méritos y buenas prendas, será un buen paredón, y te
fusilaremos con buenas balas disparadas por buenos fusiles y te enterraremos
con una buena pala y en tierra buena.
AMOR A LA CARTA
Edgar Allan García
Ecuador
(1958)
En
la carta él le decía cuánto la amaba y todo lo que estaba dispuesto a
sacrificar por el amor de los dos. Si ella le respondía que sí, no en otra
carta, sino llevando el lunes siguiente un clavel en el abrigo, esa sería la
señal para que él cortara los hilos que lo ataban y se jugara entero por ambos.
Si ella no quería, si sentía que el amor por él no era tan grande, ni valía la
pena lo que él estaba decidido a hacer, entonces la ausencia del clavel le
diría a él que se marchara lejos, para siempre, allá donde nadie lo pudiera
encontrar, allá donde el reencuentro se tornaría imposible.
Esta
era una de las cartas que más le gustaba leer al cartero jubilado y, siempre
que lo hacía, se preguntaba qué habría pasado si él, en lugar de robarse esa
carta perfumada, la hubiera depositado bajo la puerta de la dirección que
estaba escrita en el sobre.
TABÚ
Enrique Anderson Imbert
Argentina
(1910-2000)
El
ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
-
¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra
zangolotino.
-
¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y
muere.
UNICORNIO
Fabiola Figueroa
México
(1972)
La
vimos aproximarse desde muy lejos, salir del rincón más denso y alejado del
bosque. Bajó la montaña caminando por el sendero de piedras rojizas. El aire
elevaba su cabellera color zanahoria y su vestido blanco vaporoso. El recorrido
que tuvo que hacer para llegar hasta nosotros fue tan largo que por momentos tenía
que detenerse a comer zarzas de los arbustos o a beber un poco de agua fresca
de algún manantial. Cuando la distancia nos permitió distinguir los rasgos de
su rostro, detuvo su carrera para tomar aire y hacernos señas con la mano.
Supimos que toda ella era pálida y hermosa. Cuando por fin nos tuvo enfrente
nos sonrió y nos miró lentamente uno a uno, mientras nosotros no dejábamos de
asombrarnos de haberla visto llegar.
-
¿Han visto ustedes mi unicornio? -finalmente se atrevió a romper el silencio.
Uno
de nosotros venció el estado de estupefacción y negó con la cabeza.
-
Tal vez se fue por allá -se respondió ella misma, al tiempo que señaló el
corredor de la izquierda.
Estábamos
a punto le verla correr en esa dirección cuando reaccionamos:
-
¡No! ¡Espera! ¡Tú no eres de aquí, regresa al cuadro!
-
No puedo, tengo que encontrar mi unicornio.
Y
diciendo esto la vimos desaparecer por los pasillos del museo.
SOR
Silvia Ruete
Argentina
(1946)
Una
sombra corporizada se desliza por la galería fresca, mientras agobia el sol llegando
al mediodía. El negro velo opaco la cubre de la cabeza a los pies y acompaña el
bamboleante movimiento de su figura. En el fondo del comedor las novicias,
todas blancas, preparan las mesas, blancas, entre murmullos de rezos y chismes
inocentes. Cuando perciben el olor a incienso que la precede, mudas, paralizan
el quehacer.
La
obesa figura de la Madre Superiora se recorta en la puerta ojival y relumbra en
magnífica aureola, mientras sus ojos ladinos descubren el instante prohibido.
Con pasos cortitos recorre el pasillo que dejan los bancos y no se detiene
hasta llegar exactamente donde todas saben que lo hará. Perdida la mirada en la
pared, donde está pintada “La última cena”, estira los dedos regordetes y una a
una van cumpliendo el aprendido rito del besamanos sumiso, mientras musitan
letanías:
“Gorda
chancha”, ora pro nobis...
“Vieja
chupacirios”, ora pro nobis...
“Calentona
de monaguillos”, ora pro nobis...
Y
ella, beatíficamente sorda, sonríe.